La insoportable levedad de la derecha

Monzantg
Maracaibo, marzo 2011

a Daynú Acosta y Radamés Larrazábal

La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, es, ante todo, un «elogioso» panfleto anticomunista que bien podría formar parte del vertedero de la historia de la literatura.

Kundera es repetitivo y su novela —que a mi gusto no logra atornillar algunas de las sutilezas de lo literario— es aburrida y «pesada» hasta los límites del sopor. De sus poco más de trescientas páginas, sobra cuando menos la mitad. En dos oportunidades sentí que la historia había terminado: cuando Kundera informó sobre la muerte de Tomás y de Teresa, y cuando Marie-Claude enterró a Franz.

Kundera quería más.

Con justa razón de su parte —nadie lo puede poner en duda, pues así asumió su experiencia vital—, pero con una literatura al servicio del poder, y con la pretendida generalización de toda izquierda o de toda alternativa posible, quería seguir mostrando la barbarie del comunismo soviético en la Checoslovaquia de finales de los años sesenta, en Praga para más señas.

No había leído antes un libro en el que un autor gastara tanta tinta para explicar un título. La contradicción de Parménides —«la levedad es positiva, el peso es negativo»– es un recurrente. Si bien Kundera se cuida de no hacer de los buenos y los malos, serafines y monstruosidades; es cierto que, en la antinomia Tomás-Franz, los contornos aparecen muy bien dibujados.

Franz es un profesor idealista, un «entusiasta» admirador de marchas y revoluciones, y de la «Gran Marcha» hacia la izquierda, que no se compromete con nada, y que, no obstante, todo lo hace en la sola búsqueda del reconocimiento privado de Sabina, su compañera ideal, y también de Tomás. Kundera hace de Franz un hombre ridículo, débil, y lo somete a la muerte justo cuando entendió cómo y con quién podía ser feliz, con la chica de los grandes anteojos.

Tomás, por su parte, es el médico que abre las puertas del infierno: la «Primavera de Praga» sobreviene justo después de un artículo suyo publicado en un semanario anticomunista checo, en 1968. En ese artículo Tomás reflexionaba sobre la no-inocencia de Edipo Rey, culpable a pesar de ser «el más inocente» entre los culpables, pues asesinó a su padre y se casó con su madre, aunque todo lo hizo sin saber sobre esos vínculos, sin conocer semejantes desacordes procedimentales de lo moral; y con Edipo compara, justamente, a los comunistas checos que facilitan la invasión soviética.

Como médico cirujano Tomás es exitoso. Exitoso, también, en asuntos de amores de ocasión, que contó por más de doscientos desde que empezó en su juventud hasta antes de comenzar una vida con mayores licencias, pues más cerca de la vejez —y con más tiempo libre— aumentó considerablemente su número. Kundera construye a Tomás no como a un infame común y corriente, sino como a un «buscador» de algo más profundo; algo más allá del «sexo sin amor» que pregona a diestra y siniestra, y con lo cual se justifica frente a Teresa; algo que sólo podía hurgar haciendo «hendiduras» en el cuerpo de la mujer con ese «bisturí invisible» que parecía poseer. Íntegro anticomunista que no se vende al sistema soviético para salvar su trabajo, para dejar a buen resguardo su verdadera pasión en la vida —y su estatus social e intelectual—, Tomás no es «mujeriego» por natural instinto de macho felizmente desaforado; es, poéticamente, plácidamente, un «buscador», un explorador del alma en el cuerpo de la mujer. Con semejante predicamento Kundera santifica a su adalid, a quien aparentemente había satanizado.

De un moralismo proverbial, aunque selectivo —¿cómo todo catecismo moral?—, Kundera no deja tema abierto. Con la cualidad del buen escritor que no trabaja la continuidad de la historia, y que, sin embargo, la cubre toda, todo lo cierra, a toda situación regresa, páginas después, capítulos después, Kundera se me convierte —dado el peso de su letanía— en una voz en off en medio de un musical; un entremetido que destaca porque desencaja—; así entra y sale de un largo monólogo en el que, a ratos largos, muchas páginas de por medio, recuerda que de novela se trata y no de tratado filosófico sobre ética y estética, gustos y regustos, ni, menos aún, de libelo político. En esto me recuerda, en parte, al Vila-Matas de Bartleby y compañía; pero el catalán —dejando visto mi gusto de por medio— lo hace bien.

Supongo que, en este caso, la diferencia que veo bien puede radicar en el propósito. La insoportable levedad es otra historia de amor en la que la intensidad del drama de Tomás, de Franz y de Sabina, sólo se corresponde, como suele suceder, con la fuerza del amor de la mujer (Teresa y Marie Claude); una historia en la que siempre van aparejados levedad y peso, amor y engaño, y —no faltaba más, ahí una intención— capitalismo y comunismo. En ese orden, claro está, del bien y del mal nos habla Kundera: la mentira amorosa como entramado humano, necesario, en el contexto del totalitario comunismo soviético de exportación de los días de la llamada Guerra Fría. No en balde mueren los personajes que no mantienen lucha sostenida en favor del capitalismo.

A estas alturas Kundera se me desdibuja en uno de los muchos intelectuales que, por una causa o por otra, por convicción o por oficio —o por ambos—, conscientemente o no, confunde democracia y capitalismo. Inmiscibles como son, agua y aceite han sido embrollados en un mismo brebaje que, tomado e indigesto, no nos puede llevar sino a la más importante de las alucinaciones de Milan Kundera: capitalismo es levedad, comunismo es pesadez. Semejante verdad de fe no puede ser sino ideología mal diseñada, mal publicitada, y he ahí su talón de Aquiles. Kundera no llena el requisito fundamental de la moderna fábrica de ideología que es el capitalismo: la propaganda hecha arte y llevada al punto de lo imperceptible, lo sublime.

Otra curiosa imagen, bastante digna de diván: Teresa, Sabina y Marie Claude; incluso Marie Ann, la hija de Marie Claude y de Franz, así como la chica de los grandes anteojos, la otra compañera de Franz, todas son sombrías. Todos los personajes femeninos de primer plano, toda mujer en la vida de estos dos hombres son infelices al borde de la angustia y lo trágico. En ellas recae el «peso». Cuando Sabina alcanza la «levedad», queda vacía de tanta huída de sí misma, de tanto traicionarse.

En lo que a mí concierne, por lo menos, en toda la novela Kundera logra, una o dos veces, quizá tres, que sus personajes «me hablen» como personajes. Para decirlo de otro modo: no logro la interacción lector-personajes, pues, las más veces, se me desinflan como buenos actores de compañías de teatro de tercera que aún no expresan ideas ni pensamientos; que no saben pronunciar verbo cotidiano sin retórica anticomunista: A libreto bien leído llegan, acaso. Por los sentimientos no hay de qué preocuparse: el autor difícilmente les imprime semejante cualidad humana, y cuando por fin se decide a intentarlo, lo cursi es rosa. La literatura —y lo humano— como melodrama.

En su mojigatería, Kundera se supera en el capítulo dedicado a Karenin, el perro de Tomás y Teresa. Un capítulo que sobra, producto de la pérdida de la noción de cuándo debió terminar la novela; escrito para llorar la muerte de Karenin, para padecer su sufrimiento y el de Teresa; como si Kundera se sintiera deudor. Dos cosas me gustaron, sin embargo: la historia, en general, no es lineal y Tomás y Teresa no murieron en medio de este sainete que tituló «La sonrisa de Karenin». Murieron antes, en algún momento aparentemente inconexo.


En cuanto a su posición filosófica, destaca su crítica a la «mitología del Antiguo Testamento… en la que hemos sido educados» —dice—, pese a lo cual fue galardonado con el Premio Jerusalén; y también sobresale, o simplemente a mí me llama la atención —bien por prejuicioso, por predispuesto— la cuidadosa distancia que el autor marca con Nietzsche, así como su acertado discurso en contra del antropocentrismo bíblico y cartesiano que nos hace «señores» de los animales.

Tardé más de veinte años para leer una novela que me llamó la atención desde su aparición, a mediado de los ochenta —pero que por alguna causa no había leído—, para darme cuenta, sin embargo, de que su reconocimiento y su buena aceptación se deben, más que a su título —enigmático y bien logrado—; más que a su cualidad literaria, a su propaganda política. Dejo dicho que no cuestiono, en ningún momento, bajo ninguna circunstancia, el uso político de la literatura. Me opongo, sí, a la desfachatez, al mal gusto, a quienes venden como cándida literatura algo que es mucho más. (O mucho menos, según usted lo vea.)

La insoportable levedad es, sin embargo, una interesante reflexión personal, y como tal guarda corduras y desatinos. Pero Kundera me resulta sermoneador y, sobre todo, se presenta ante mí como disciplinado y eficaz publicista de oficio de la derecha, como también lo será —tiempo después, y de manera explícita— un Mario Vargas Llosa devenido en Obama o Sarkozy o Pinochet o Lula o Uribe: después de todo, todos ellos piensan y se comportan de manera bastante semejante. Cada cual en lo suyo, eso sí, y si devienen en literatos, pues que lo hagan —y ojalá lo hagan bien, y que así sea; pero que no pretendan que no lo hacen en nombre de su bandera política —la derecha—, que no insulten de nuevo, de ese modo tan poco sutil, nuestra inteligencia. Es, tan sólo, el requerimiento mayor, lo más a que aspiramos.

La industria editorial al servicio del capitalismo, «movida» por la fábrica de ideología que es el sistema. Todo en favor de Milan Kundera y de quienes a él se semejan, pues, sin publicidad, sin el apoyo del empresariado y de la intelectualidad de derecha ligada al ejercicio del poder, este insoportable panfleto anticomunista habría sido olvidado, desde hace rato, mucho rato, en el ancho y largo cementerio de la literatura.

* Leído el 18 de marzo de 2011 como parte de la discusión de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, durante la Cuarta Sesión de la «Cátedra Libre de Reflexión Crítica en la Apreciación Cinematográfica y Literaria» que se llevó a cabo en la Universidad Católica Cecilio Acosta, en Maracaibo, bajo la coordinación del profesor Radamés Larrazábal.

6 comentarios:

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  2. A mí me parece una genial obra en la que se dibujan personalidades imperfectas y llenas de defectos, muy conseguidas y reales. Me parece una novela de corte intrínseco, el régimen comunista es un contexto flanqueado por los personajes y el enfoque que a éste se le da no es más que un simple punto de vista, que si hubiese sido otro, no habría sido si quiera relevante, es tan interior y tan reflexiva con respecto a cada concepción del mundo y las relaciones de los personajes que el resto es simplemente el marco del lienzo. Aunque coincido en eso de que el autor ha malgastado tinta a la hora de explicar el título, no ha sido capáz de redondear ese punto.

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  3. es una novela que genera preguntas que a mediada que das le yendo te abre lo posibilidad de quedarte en la existencialismo del ser y como el esa época hay modelos políticos y económicos que los ciudadanos tiene que adoptar y que todavía en esta época se ve con nuestro gobierno !!!!!!!!!!!!

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  4. la verdad el que escribió este artículo es un dinosaurio comunista, y no puede como todo fanático dogmático, con su subjetividad, sobre una muy buena y esclarecedora novela.

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  5. Lo que si resulta insoportable de este libro, es lo insistente y reiterativo que resulta el autor hacia sus propias palabras, considero que los sueños de Teresa (insoportables y aburridos) son un intento vano de dotar a la historia de símbolos que no existen en la historia, por lo que carecen de sentido narrativo y estético. Por otra parte, el meollo del libro es la calidad política que le imprime el autor, y que hace que los personajes existan en la historia de una manera muy plana, que pocas veces (como dice el blog) logra conectarse con el lector, de así lograrlo, conecta con la psiquis del más común denominador.

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