«El alma vive en el cuello»

como Editorial / Nº 6


Una colección de fotografías sobre la guerra civil española de los años treinta —polvorientas de desmemoria y publicadas originalmente en un importante vespertino bonaerense de la época— es seguida por un canto de guerra. La voz de Alika —«expresión de resistencia femenina en América Latina»— tiene todos los ingredientes de la cultura afrocaribe que, centenariamente, se aleja de la sumisión y hace cara a las formas de opresión y a los fundamentos económicos, políticos y espirituales de «un mundo falocrático, sexista y heterodesignado».

Cuando vi El club de la pelea alguien tuvo la poca delicadeza —de esas que se perdonan alguna vez en la vida— de decirme lo único que yo no debía saber, o de lo que no debía enterarme, a menos que fuera por mí mismo: «el secreto». Con Kierkegaard, la crítica cinematográfica parte de la tragedia, se viste de ella, de la más antigua, la griega; y la más moderna. Y con Edipo y Antígona, Abraham e Isaac como referentes mitológicos de primer orden, son mirados Jack y Tyler, y son reinterpretados tres secretos.

Algunas personas a quienes la diosa fortuna de algún modo ha sonreído, han hecho girar sus vidas —sabiamente, según veo— en torno a la literatura y el cine. Desde allí gobiernan el mundo, desde allí lo contemplan y le hacen preguntas, aunque quizá cine y literatura tampoco tengan mayores respuestas ni, menos aún, tan acertadas. Desde la «Crónica de cine» han sido mirados, pues, una vez más, «la guerra y el antibelicismo». De Chaplin a Tarantino, pasando —inevitablemente, cómo si no, una y mil veces, y más— por el drama y los traumas que causó la confrontación entre las potencias euroasiáticas con Estados Unidos, para resolver los asuntos sucesorales que el Reino Unido dejaba como materia pendiente en la economía y la política internacional; para decidir, lejos de la paz, mediante la guerra, cuál de aquellas heredaba. Era, pues, la confrontación entre las potencias mundiales del momento, y quizá por ello a esas dos guerras las llamaron, tal vez caprichosamente, «guerras mundiales».

La escuela de nuestros padres y abuelos, la escuela de mi generación, la de principio de los años setenta y mediado de los ochenta del siglo veinte, parece no calzar, quizá tenga nada que decir a nuestros hijos de la ¿bienllamada? «era de la información». Sigo viendo un error recurrente, quizá se deba a que aún existe quien piensa lo real desde el deber ser. Error grave: o lo real se piensa a partir de lo que sí es real o, como Hegel, inútilmente terminaremos pensando pensamientos sobre pensamientos, ¿para producir qué?: pensamientos. Ejercicio baldío que podemos dejar al cándido, sin duda, pero que él, el cándido, no venga a decirnos que él no sabe quién es. Algo desentona, desencaja: el problema es que sobran piezas, no faltan. Cuando las buenas intenciones ocultan, entonces entorpecen, estropean, sobran. Mientras los medios arropan conciencias en nombre de mayor consumo, la escuela va detrás, al margen, pesada de ranciedades y con discursos y estrategias que más semejan el claustro medieval e inquisitorial de la Europa primitiva, que la ficción de libertades presente en cada pantalla —de las muchas que usamos durante el día— donde mueren la mayor parte de nuestras miradas, día y noche, domingo a domingo.

Venezuela en el ojo del huracán. Todas las miradas merodean, todas las crisis se juntaron y, no obstante, «el sistema sigue intacto». Retórica a todos los lados, y la universidad pública —con sus muros desleídos, también en clave medieval— hace cuerpo angustias que le vienen bien de la llamada globalización neoliberal, bien de quienes dicen objetar la manida globalización, acometerla y superarla, aunque con fórmulas y diligencias visiblemente esclerotizadas.

Me rehúso a continuar llamando subjetividad o relativismo a la ignorancia. En La metamorfosis, Kafka, además de relatar las frustraciones fantasmales y palmarias de un bicho quejumbroso y acorralado en la estrechez oscura de alguna habitación, narra lo más visible de las relaciones sociolaborales de la triunfante Europa industrial de principio del siglo veinte. Sobre este asunto tengo un llamado de atención que, sin pretenderlo ni desearlo, puede aparecer más irreverente aún de lo que he sido en esta vida mía, ya no tan corta. Mi llamado es que si usted no ve lo que está escrito en una obra, no lo llame, por favor, relativismo ni lo arrope bajo el gazapo de la subjetividad, más bien dude —de algún modo— sobre lo que usted sabe acerca de cómo funciona el mundo en lo más económico y en lo más político, en lo más profundo y genuinamente espiritual y sagrado, y en lo más profano y trivial. Da para gastar tinta, papel y bites.

Kundera es noticia. Otra vez. Una elegante editorial europea le hizo el honor, como a pocos, de incluirlo en vida en una colección junto a los más célebres escritores que el mercado editorial europeo ha consagrado durante siglos, y más de uno entre nosotros ha venerado. Pero no todos estamos de acuerdo con todos, y menos con Milan Kundera y lo que él vende como literatura y su insoportable levedad.

«El alma vive en el cuello», la verdad me cuesta darle forma corpórea a imagen semejante. Quizá por lo amorfa, lo informe que puede ser algo que seguramente —quién podría mostrarnos la otra cara— no existe. El más libre de los géneros tiene la palabra, una vez por vez, en nuestra Revista Latinoamericana de Ensayo. Una poética vivida y puesta sobre papel a mucha distancia de la palabra que complace; poesía que, con imágenes del día, recoge la sutileza de vidas cotidianas miradas desde el brocal de la esquina, desde el solar familiar, desde el café y el bar, y, ante todo, desde ¿el alma? de César Bracamonte.

Monzantg
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