Tremebunda

Monzantg
Maracaibo, marzo 2011

Esta historia es algo tremebunda
Kafka

1
He intentado alejarme del lugar común tanto como el sano ahuyenta la enfermedad o el tuberculoso procura remediarse, para terminar —con todo— en el mismo desafortunado lugar, en el lugar común. Pienso, pues, en remarcar la importancia de la relectura. ¿Quién no sabe, ya, de antemano, que con algunos libros, como con algunas personas, bastan un día, una mirada, una caricia, para odiarlos o amarlos para siempre; pero con otros, para conocerlos realmente, los contemplamos, seducimos y bregamos vidas enteras con ellos una y mil veces?


Cuando releí La metamorfosis valoré en Kafka todo lo que —con esa acritud que generosamente me acompaña— he criticado a algunos de los más emblemáticos publicistas del capitalismo, aparentemente decorosos, cada uno de ellos, como lo son, por ejemplo, un checo llamado Milan Kundera o un Nobel peruano de apellidos Vargas Llosa, entre no pocos.

En la primera lectura, hace ya muchos años, apenas encontré las frustraciones fantasmales y palmarias de un bicho quejumbroso y acorralado en la estrechez oscura de alguna habitación. A la segunda, sin ser definitoria, sin pregonar absolutos —pues de un tiempo acá no sigo dioses ni demonios, ni comulgo credos o partidos—, vi esa radiografía del capitalismo europeo de final del siglo diecinueve y principio del veinte que, otro checo, Franz Kafka, no necesariamente escondió a los ojos de sus lectores, pero que algún recóndito peruano, José Carlos Mariátegui —a quien ahora sólo nombro para darle algo de simetría a lo asimétrico— dibujó tanto el capitalismo industrial europeo como el periférico y pretendidamente amorfo capitalismo latinoamericano.

Del capitalismo hablamos.

Recientemente un amigo de mi buena amiga Viktoria Huchas me pidió que esbozara mi posición sobre lo que, por cierto, es otro lugar común: «la importancia de lo subjetivo en la felicidad». Que ahondara en qué tan cierto era aquello de que la felicidad es «una construcción universalmente subjetiva», pues todo dependería —cómo sino, según alguna visión venturosa hasta la inocencia— de cómo cada cual ve la felicidad, cómo la construye, la destruye, la vive, la disfruta o no. Mi posición, que a veces es irremediablemente absoluta, se ampara en que es novelesco, o cuando menos absurdo, pretender ser feliz al margen de lo real, y lo real, lo que bien podemos estar de acuerdo, o no, en llamar lo real-real en nuestras sociedades del mundo actual —y que lo es desde que comenzó a formarse en la Europa medieval de los siglos xi al xiii, y terminó de consolidarse en la Inglaterra industrial y en la Francia postrevolucionaria de los siglos xviii, xix y xx— es el capitalismo.

Del capitalismo hablamos.

2
En La metamorfosis, esa historia algo tremebunda, enojosa y horripilante, Gregorio Samsa despierta y, para decirlo con algunas filosofías asiáticas que de un tiempo acá despiertan mi curiosidad, «alcanzó la iluminación». Un buen día por la mañana abre los ojos al mundo, recupera el alma esquiva durante los terrores de la noche y toma conciencia de lo que realmente es para su familia —su familia como colectivo básico de producción y consumo— y del papel que él, el individuo llamado Gregorio Samsa, juega en el engranaje del aparato económico, social y político que es el capitalismo.

Como todos nosotros —o casi todos nosotros según usted descanse más y mejor durante la noche—, Gregorio Samsa amanece limpio de ayer y comprende, de tajo, como si hubiera caído de la cama después de la pesadilla de rigor, aunque al principio lo hace con esa serenidad angustiante que de cuando en cuando nos acompaña debajo de las sábanas, que él no es más que un bicho explotado económica, política y espiritualmente por una sociedad, por un orden de cosas, que, no obstante, guarda todas las formas de las libertades económicas, políticas y espirituales.

Estudiosos serios de la obra de Kafka, así como cultores e idólatras por convicción, seguidos por aduladores postizos y farsantes de distinto calibre, reivindican, con toda razón, que el título original en alemán —«Die Verwandlung»—, denota «transformación» y no «metamorfosis». De cualquier modo, tal como lo conocemos en buen castellano, La metamorfosis ha sido un título de recorrido feliz; ayudado, incluso, por ese tono penumbroso y enigmático que para nosotros acompaña a esa palabra: «Metamorfosis».

Distancias mediante, los títulos de las obras de Kafka me recuerdan lo que alguien dijo sobre los títulos de las novelas de García Márquez, y es que son fácilmente utilizables en el día a día por cada uno de nosotros, e incluso —quién pudiera sospecharlo— resuenan con alguna importancia en los pasillos mohosos, siempre llenos de sospechas e intrigas, de eso a lo que pretenciosamente se le conoce como «Universidad» o «Academia».

El profesor no tiene quien le escriba, el jardinero o el señor de la esquina en su laberinto durante cien años de angustia y soledad, son construcciones quizá no tan felices, pero que rememoran los títulos del «Gabo». Con menos sabor, sin tanto color tropical, alguien puede alegar que permanece atrapado en un absurdo «proceso» judicial, o continúa encerrado en su propio «castillo» sin enviarle «cartas al padre», o que simplemente, y para regresar a lo que nos ocupa, padece su propia y angustiante «Metamorfosis».

3
Otro lugar común recurrente sobre la obra de Kafka es ese pretendido asunto sobre «lo autobiográfico» de toda obra de todo escritor. Como Borges dijera en algún momento de su vida, esta vida nuestra de todos los días nos permite aprender dos o tres astucias para cada cosa que hacemos. Las astucias de las que Borges hablaba se referían, lógicamente, al arte de escribir. En cuanto al arte de leer, en lo personal he ensayado alguna astucia y es que todos los escritores son mentirosos, y lo son por necesidad, por oficio y por convicción. Que la vida de Franz Kafka dé para muchas novelas sensibleras de cualquier canal de televisión a las nueve de la noche, pues quizá sea completamente cierto; que Kafka haya usado su experiencia vital para inspirar y decorar su creación literaria, quién podría dudarlo; pero de todo esto a pretender hurgar el alma de un hombre, y dar por sentado que su universo privado se parece mucho o poco a lo que escribió, ahí está la tarea del cándido, de ese hermano menor nuestro que todo lo cree y de nada duda, al menos juiciosamente.

Creer es candidez, dudar nos puede llevar de los callejones oscuros y los laberintos más complejos a la lucidez del día. (O a la locura.) Creer que «Joseph K» o «Gregorio Samsa» son Franz Kafka, con todos sus tormentos y todas sus dignidades, es algo que eventualmente podemos dejar al señor de la esquina o a la señora que descose sus angustias más privadas en la tómbola, en la apuesta del día, en la telenovela de turno a las nueve de la noche, en el pasquín periodístico más consumido en la ciudad o en el librito de autoayuda para discapacitaditos mentales tipo Paulo Coelho. Para nosotros, presumiblemente lúcidos (o locos) actores de «academia», aquello no es suficiente. Relea, usted, por ejemplo, La loca de la casa, y puede observar cómo Rosa Montero, caprichosamente, juega con su biografía. Una de esas astucias que, en consecuencia he cebado y engordado, es disfrutar lo que de buena literatura hay en las autobiografías. Es decir, lo que de ficticio hay en lo pretendidamente real de la vida de autores y personajes históricos. Es digno recordar, por ejemplo, a un Winston Churchill cuando decía que a él lo iban a recordar bien, pues él contaría su propio cuento.

En cuanto a la buena literatura que podemos encontrar en Franz Kafka, sobre lo cual seguramente hay pocas dudas que saldar, quizá estemos de acuerdo, sin embargo, en que se trata de una literatura chata, plana de estilo, pues la estética de la palabra —que no otra cosa es la literatura sino el imperio del lenguaje, de la palabra— quedó en segundo plano en las historias de Kafka. Cómo conciliar, entonces, literatura chata de estilo con buena literatura kafkiana no es, después de todo, tan difícil, pues en muchos de los grandes autores europeos prevalece justamente la importancia de la historia contada, mientras que en aquellos latinoamericanos tan cercanos a nosotros, como el Gabriel García Márquez que azarosamente habíamos incluido en estas ya largas divagaciones, es la poética de la palabra lo que envuelve historias subyugantes y enigmáticas, ya por sí solas, como Cien años de soledad.

4
Gregorio Samsa, al igual que un número considerable de los bichos que trabajan, está en el penúltimo eslabón de la cadena: Gregorio es comerciante. Pocas cosas hay cargadas de tanto valor simbólico en la literatura europea como un comerciante hijo de judíos en la Europa del capitalismo febril de final del siglo xix y principio del xx. Gregorio, viajante de ciudad en ciudad, vende telas.

Gregorio no quería ese trabajo porque ser viajante de comercio es una «profesión cansadora» de insoportable rutina debido a «la plaga de los viajes». No quería ese trabajo, pero lo hacía por sus padres, porque era el sostén de la familia, era quien traía el dinero a casa para que el capitalismo nuestro de todos los días cumpliera su ciclo y alcanzara la meta verdadera: que usted compre, que usted consuma una cosa y la otra, todos los días, para reproducir (capital) dinero.

Con la esperanza —hay que preguntarse si voluntaria— de pagar las deudas del padre, Gregorio multiplicaba día a día el capital de la despensera textil para la cual trabajaba, y en compensación recibía el material de recambio, el dinero gracias al cual podía obtener otros productos en el mercado para que, en definitiva, ese capital continuara multiplicándose.

Gregorio se sabe un insecto más —vital, eso sí; intrascendente, también— en la cadena de producción, distribución, consumo y basura. Y tomar conciencia de esto produce angustia y dispara soledades, todas las soledades del existencialista que un buen día toma conciencia de lo que somos: un escarabajo, una cucaracha o una simple polilla que, de a poco, deviene en plaga.

«Con el jefe que tengo», exclama Gregorio Samsa la primera vez que, en su forzoso ensimismamiento matutino, menciona a semejante personaje. Gregorio se sabía «Condenado a trabajar en una casa [comercial] en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más trágicas sospechas». Era esa su cotidianidad laboral, marcada por la «filípica del amo», el reproche permanente para que se hiciera más productivo, sin importar cuánto produjera ya. El jefe, que no tenía «dignidad ni consideración», se sentaba «arriba del escritorio para, desde aquella altura, hablarle a los empleados», para quienes, sin embargo, él se hacía el sordo.

Otros personajes importantes que —en esta infrecuente lectura de La metamorfosis como metáfora del capitalismo— se nos convierten en arquetípicos, o al menos simbólicos, son «el mozo del almacén», quien «era igual al amo», y «el principal», el único que «tenía calidad para investigar» y quien «se desataría en reproches, delante de los padres, respecto de la haraganería del hijo, y cortaría todas las objeciones alegando el dictamen del médico». El último en esta galería de indeseables vistos por el Gregorio Samsa reducido a la condición servil de repartidor, era el médico del seguro. Para él, «todos los hombres están sanos y sólo padecen de horror al trabajo», de modo que el trabajador no tenía ni causas ni excusas para dejar de reproducir capital.

5
Gregorio Samsa, que de un día a otro pasó de mantenedor de familia a parásito doméstico digno —apenas— de la lástima que nos impide dejar morir de hambre a algunos animales, tardó, no obstante, toda su vida en tomar conciencia de su condición existencial.

A ello se debe su reticencia, su negación a aceptarse «tal como era». El camino de la búsqueda de la vida interior, de la espiritualidad agazapada bajo objetos y productos que saturan el día a día —de la ideología, alguien pudiera así llamarlo—, parece ser doloroso al extremo de saberse en medio de pesadillas recurrentes. Pero no fue un sueño. La realidad externa a Gregorio no había cambiado en nada. Sólo él había cambiado —internamente— y veía ahora, entonces, su verdadera apariencia.

«¿Qué pasaría si yo durmiese otro rato y me olvidase de todas las fantasías?», se preguntó, primero, y luego «cerró los ojos para no tener que ver aquel revuelo de piernas». Y la negación continúa en Gregorio, quien se dice —a la manera como se consuela el resignado a su particular esclavitud— «estos madrugones aturden a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan la vida de reyes… pero lo que es la esperanza todavía no la he perdido. En cuanto tenga reunido el dinero necesario…»

La metamorfosis es, otra vez, como cientos de veces en la literatura, una mirada profunda a la vida interior de un hombre; una descripción un tanto cruel, a ratos grotesca y en todo momento descarnada, del círculo familiar, del entorno más privado. No puedo dejar de ver en Kafka a un maestro de José Saramago, tan gustoso como fue Saramago a inventarse pequeños laboratorios de la conducta humana. A partir de una situación absurdamente trágica —como lo puede ser amanecer convertido en un insecto agigantado— se desencadenan reacciones humanas complejas y aparentemente inesperadas.

Pero, al igual que el Ensayo sobre la ceguera de Saramago, o Las intermitencias de la muerte, o el Ensayo sobre la lucidez; La metamorfosis, ya lo hemos repetido, es una metáfora del capitalismo. Un relato de la cotidianidad económica de las relaciones sociolaborales y familiares durante el capitalismo del temprano siglo xx, cuyo verdadero motor espiritual es el egoísmo, el olvido de lo que de colectivo, de gregario hay en la naturaleza humana, más allá de indudables instintos que desmienten cualquier humanismo.

La gran paradoja de La metamorfosis no la encuentro en lo degradante que resulte amanecer convertido en un insecto asqueroso por pegajoso. La gran paradoja es que los bichos son todos los demás. Todos los personajes que rodean a Gregorio Samsa son los verdaderos bichos. Sólo Gregorio, llegado el día en que se ve tal como es, es completamente humano.


* Leído el 11 de marzo de 2011 como parte de la discusión de La metamorfosis, de Franz Kafka, y del cortometraje de Fran Estévez (2004) y el mediometraje de Carlos Atanes (1994), durante la Tercera Sesión de la «Cátedra Libre de Reflexión Crítica en la Apreciación Cinematográfica y Literaria» que se llevó a cabo en la Universidad Católica Cecilio Acosta, en Maracaibo, bajo la coordinación del profesor Radamés Larrazábal.

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