La idea del lector en Rilke
Adriana Morán Sarmiento
Buenos Aires, 2008
Estoy sentado. Leo a un poeta.
Hay mucha gente en la sala, nadie lo diría.
Están en el interior de los libros
Rainer María Rilke
Cuando viajo en el tren, me gusta observar a las
personas que van leyendo un libro. No importa si van paradas o sentadas, si un
vendedor grita ofertas en el vagón, o si éste se mueve de un lado a otro en las
curvas. Nada las separa de ese mundo imaginario en el que van sumergidos, sólo
la llegada a su estación.
Ese efecto-lectura también es ilustrado por Rainer María
Rilke (1875-1926) en dos de sus poemas, ambos titulados “El lector”. En el
primero -escrito en 1902 y publicado en El libro de las imágenes-, Rilke habla
de sí mismo como lector. Ahí se contempla y se descubre, pues la lectura es
eso, un descubrimiento:
“Lo que vivo aquí dentro, está allí fuera, y aquí y allá todo es ilimitado”.
El segundo, publicado en Nuevos Poemas II, en 1908, forma
parte de las últimas experiencias de Rilke en París, y está escrito a partir de
una obra de Manet titulada La lectura, en la que un personaje se cuela en el
primer plano de la pintura para desacralizarla, como un intruso.
Ya lo dijo Larrosa en La experiencia de la lectura: “no
es el lector el que da razón del texto, el que lo interroga, lo interpreta y lo
comprende, el que ilumina el texto o el que se apropia de él, sino que es el
texto el que lee al lector, le interroga y le coloca bajo su influjo”, de ahí
que los lectores de Rilke se pierden en sus textos y se desligan de todo lo
exterior, convirtiendo ese acto en algo personal. Rilke plantea la misma idea
en los dos poemas: la contemplación del mundo que está dentro del libro. El
lector no es entonces un mero observador de páginas, no es pasivo, ni está
distante de lo que lee; es un ser que entra en la obra escrita y cree apoderarse
de ella volviéndose presa de la misma. Es ahí donde comienza a existir.
En ambos poemas los personajes viven un momento en el
que cambian para siempre. El libro se transforma en un espacio de memoria y de
silencio, “pero también como un intervalo de tiempo en el que caben muchas
voces, incluso la del propio lector”, según aporta Gloria Picazo. La fusión del
libro-lector, objeto-sujeto, deja de ser un acto estereotipado para convertirse
en un placer, “no tan sólo por el hecho de recorrer las palabras, sino por el
propio acto de observar y tocar aquel objeto precioso”. Recordemos entonces que
para Blanchot “el lector no es nadie y la lectura no es nada; la lectura no se
realiza fuera de sí misma, ni en el lector, ni en el mundo (…)”, lo que
desacredita entonces la imagen del lector convirtiéndolo en “lo que más amenaza
la lectura”.
La experiencia del lector
Barthes insitía en que “leer le permite al lector –en
ocasiones– descifrar su propia experiencia”. Así entramos entonces en una
especie de aceptación de lo que produce
el arte en el hombre: una serie de sensaciones que no es capaz de percibir ante
otro hecho social o cultural. En este caso, no se trata del cine, la pintura o
el teatro, se trata de un objeto con el cual se crea una especie de fetiche, y
que nos invita a conocer y conocernos. Y bien tenía razón Ricoeur cuando dijo “Como
lector, yo me encuentro más que perdiéndome”.
En Cartas a un poeta (1998), Rilke describe su propia
experiencia con la lectura. Es justamente en esta correspondencia entre un
Rilke deslumbrado por el París artístico y un Franz Kappus ávido de consejos para
tomar su propio rumbo literario, que se pueden conocer algunas de las lecturas
de Rilke y su veneración a la literatura, donde la reciprocidad con el “sentir”
valida la entrega absoluta.
En una de las cartas que forman parte del epistolario
que mantuvieron por diez años, Rilke recomienda al joven poeta la novela Nies
Lyhne de J.P. Jacobsen y describe las sensaciones que experimentó al leerla.
Sin embargo, por mucho que se esfuerce, esas sensaciones son únicas y nadie
puede asegurarle que Kappus sienta lo mismo que él. Rilke dice “se le vendrá
encima un mundo, la felicidad, la riqueza, la incomprensible grandeza de un
mundo”. Más adelante refiriéndose a los
libros de Jacobsen y a la
Biblia, agrega: “Viva por un tiempo en estos libros, aprenda
de ellos lo que le parezca digno de ser aprendido; pero, sobre todo, ámelos.
Este amor le será correspondido mil y mil veces; y como quiera que vaya a ser
su vida, este amor –estoy seguro de ello- pasará por el tejido de su devenir,
como uno de los más importantes hilo entre los hilos de sus experiencias,
decepciones y alegrías”.
En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de 1910, Rilke
reflexiona sobre la biblioteca, evocando el libro como un mundo construido por
el poeta, pero ampliado y revitalizado con cada nueva lectura: “Se recogía
mucho mientras leía, ni tan sólo sé si se adentraba en el libro; así podía
estar horas sin pasar las hojas, y a mí me daba la impresión que las páginas se
llenaban más bajo sus ojos”. Entonces, la idea del lector en Rilke es trabajada
una y otra vez, basado en su propia afición. Nadie aprende de las experiencias
del otro, tiene que vivirlas. Así, nadie tiene la misma comprensión de una
lectura, y si las páginas se llenan más bajos sus ojos, como refiere el poeta, es
porque la lectura ha comenzado a formar otro ser.
El lector de 1902
Ya hacía rato que leía. Desde que la tardecon rumor de lluvia, reposaba junto a las ventanas.Del viento de fuera ya no oía nada:tanto pesaba el libro.
En este poema autobiográfico, Rilke se incluye en la
lectura y sueña un mundo a partir de esa lectura que “cae sobre él”, como lo
hace la tarde. Se da cuenta de ello, pero no es capaz de levantar la vista del
libro, pues en su recogimiento prefiere sólo sentir como baja el sol. Es lo que
Proust llama una “intervención” que cuando proviene de otro, del exterior, del
libro, produce en nuestro interior un estímulo recibido en perfecta soledad. Vale mencionar que, en 1902, Rilke se instala en París donde
conoce varios artistas e intelectuales que resultaron ser un estímulo a su
escritura, como Ignacio Zuloaga o Rodín, con quien trabajaría de 1905 a 1908. Esta influencia
de la pintura aparece en El libro de las imágenes, donde Rilke abandona el
estilo lírico inspirado por los simbolistas franceses y adopta uno más concreto,
que también se evidencia en El libro de las horas, de 1905. Es entonces que su
obra poética atraviesa diversas etapas: después de la romántica fase juvenil,
se interna en un período que oscila entre la religiosidad y el esteticismo.
A manera de anécdota, el poeta alemán es uno de los
autores que más ha dejado rastros para poder entender su vida. Esto se
evidencia en más de siete mil cartas públicas. Además, casi todas las mujeres
que le quisieron dejaron un testimonio escrito sobre él, generalmente para
tratar de descifrar una personalidad que no acabaron de entender. Rilke era un
hombre solitario, de ahí sus viajes, sus matrimonios frustrados, el transcurrir
de su vida lejos de su familia. De esta soledad da a entender en Cartas a un
joven poeta, cuando escribe a Kappus en agosto de 1904: “y si volvemos a hablar
de la soledad queda cada vez más en claro que en el fondo no es nada que se
pueda elegir o dejar. Somos solitarios”.
En El lector, Rilke viaja a través de la lectura y la
funde con el paisaje que contempla. Toma lo que sucede en el exterior y lo
introduce en la lectura. Mientras la tarde llega, el libro se va volviendo
atardecer, así como podría transformarse en noche, en viaje, según los placeres
de cada lector. Rilke se deleita con las similitudes de lo natural que pasan
inadvertidas, reuniéndolas en un instante en un sólo espacio.
“Y si ahora levanto los ojos del libro / nada me turbará, y todo será grande”.
El autor se describe entonces como un lector de la
naturaleza, su lenguaje está cargado de imágenes. Milagros Haack, poeta, es una
discípula de la prosa de Rilke, para ella representa “lo observado para
trascender hacia lo vivido, con la plenitud de imagen y semejanza integral”. En la última frase del poema: “Parece abarcar el cielo
entero: la primera estrella es como la última casa”, el poeta dirige su
observación hacia lo cósmico. Sólo con tal genialidad un lector puede
envolverse y atrapar el universo en un momento, tal como él lo hace. En esta
etapa ya el lector es otro. Lee, luego existe.
El lector de 1908
¿Quién le conoce, a éste que bajósu rostro, desde un ser hacia un segundo ser,a quién sólo el veloz pasar páginas plenasa veces interrumpe con violencia?
Es curioso que los dos poemas El lector, marcan
situaciones precisas en la vida del autor. El primero, como ya mencioné, lo
escribe el año que llega a París, y el segundo, en la época que concluye su
trabajo como secretario de Rodín. Dos años más tarde, tras la publicación de Los
cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), Rilke caería en una profunda crisis
literaria que culminó 12 años después. Sin embargo en su período parisino
escribió obras importantes de su carrera tales como Nuevos poemas (1907), Nuevos
poemas II (1908), Réquiem (1909) y la misma novela autobiográfica Los cuadernos
de Malte Laurids Brigge, que escribió entre 1904 y 1910.
En El lector de Nuevos Poemas II, traspasa sus
sensaciones como lector a otro sujeto, nada menos que a un personaje
sobrepuesto en una obra de Manet llamada La lectura.
“Ni siquiera su madre estaría segura de si él es el que allí lee algo, empapado de su sombra”.
Todos
los poemas de este libro, tienen títulos de obras de arte, no en vano Rilke
estaba entonces poniendo sus propias tentativas poéticas bajo el signo de
Rodín, de Van Gogh y de Cézanne.
Este poema, es consecuencia de la particularidad de la
pintura. Es decir, así como es posibles que Manet “colocara” un segundo sujeto
en una obra ya terminada, Rilke “coloca” otro mundo posible a través de ese
sujeto. No es un poeta imaginativo, es un poeta que busca lo humano, su
filosofía de vida entre otras, el por qué de las cosas como la muerte. Rilke,
como Borges, fue un gran lector y un gran observador de la naturaleza y el
comportamiento de los seres humanos.
La experiencia de leer –en este poema- permite ver las
cosas de otra manera, transformando la mirada ordinaria sobre el mundo, en una
mirada poética, cargada de otro mundo descubierto.
¿Qué sabemos de cuánto se desvanecióhasta que, con esfuerzo, alzó la vista?cargando sobre sí lo que, abajo, en el libro, sucedía.
En El último lector, Ricardo Piglia recuerda haber visto
una foto en la que aparece Borges tratando de descifrar lo que dice un libro
que tiene pegado a la cara y menciona entonces que esa podría ser la imagen de
lo que él llama el “último lector”, el que ha pasado su vida leyendo y ha
perdido la vista por eso. Tal como lo dijo el propio Borges: “soy un lector de
páginas que mis ojos ya no ven”. Así vemos entonces el lector de Rilke, ese que
carga sobre sí lo que descubrió en esas páginas, y que lo lleva a cuestas para
siempre, hasta que deje de existir.
Piglia agrega que un lector también es aquel que lee
mal, puede percibir confusamente o distorsionar lo que lee. “En la clínica del
arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor”, dice. Asimismo,
menciona que existen otras dos representaciones extremas de un lector o, más
bien, personificaciones narrativas en la literatura: el lector adicto, el que
no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto… Éstos
son los lectores puros que toman la lectura como forma de vida, estos son los
lectores de Rilke, los adictos, los de “ojos dadivosos”, más aún los que, al
igual que Zaratustra, aman “sólo aquello que alguien escribe con su sangre”.
Rilke termina el poema con una afirmación de belleza
absoluta:
“mas sus rasgos, que estaban ordenados, quedaron alterados para siempre”.
No cabe duda de que la lectura es un acto de contemplación que eleva nuestro
espíritu y permite mirarnos desde otro ángulo, envueltos en la magia de las
palabras. Existo entonces gracias a la lectura. Existo, porque leo.
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