Franz Kafka: desde la piel a la angustia

Norland Espinoza
Maracaibo, 2010

Si alguna débil y tísica écuyère del circo fuera obligada por un director despiadado a girar sin interrupción durante meses, en torno a la pista, a golpes de fusta, sobre un ondulante caballo, ante un público incansable; a pasar como un silbido, arrojando besos, saludando y doblando el talle; y si esa representación se prolongara hacia la gris perspectiva de un futuro cada vez más lejano, bajo el incesante estrépito de orquesta y de los ventiladores, acompañada por decrecientes y luego crecientes olas de aplausos, que en realidad son martinetes a vapor…, entonces tal vez, algún joven visitante de la galería descendería apresuradamente las largas escalinatas, cruzaría todos los estrados, irrumpiría en la pista y gritaría “¡Basta!, a través de la fanfarria de la siempre oportuna orquesta.
Franz Kafka. Un médico rural (1917)


Escribir sobre el miedo, con miedo, implica llegar a conocer un sagrado y profano silencio que a la vez, es el lenguaje de nuestra caleidoscópica figura sociolinguística.

El horror del lenguaje hecho miedo y silencio es un secreto imperecedero que lleva a la meditación, a un inefable entender: inteligibles para muchos, fatigosos para otros.

Desde el miedo dantesco, que posiblemente no haya otro tipo de miedo, pasando por algunos Caprichos hermosamente grotescos de Goya, hasta no terminar en el grado cero de la escritura, el miedo en la literatura lleva a dos elecciones, que, para George Steiner, es la vida y muerte lo que está en le misma balanza  del escritor:  “…tratar de que su propio idioma exprese la crisis general, de transmitir por medio de lo precario y vulnerable el acto comunicativo o elegir la retórica suicida del silencio.” (Steiner en Santaella.1991:12).  

El horror del hombre es el silencio mismo. La desesperación llena de esplendor para un entendimiento de contradicciones con la existencia misma.

Al hablar de Franz Kafka (1883-1924), el atormentado inconsciente del hombre se hace presente. Y cada secreto lleva inmerso una angustia por apaciguar, una locura por el criptograma que es la palabra hecha literatura convertida en condena: “Si estoy condenado, entonces estoy no solamente condenado a muerte, sino también condenado a defenderme hasta la muerte.” (Kafka citado en el prólogo de Tina de Alarcón para El Proceso 1993:6).

Lo indefinible, la palabra suspendida en Kafka es palabra que se hace en el lector cuyo propósito, del lector, no es simplemente el de regodearse con el acertijo-castigo “impuesto” por el escritor, sino, saber ser dentro de las inconmensurables experiencias que acarrean ser lector. Posiblemente entender a un Gregorio Samsa a través de nuestros espejos. A un Josef K. atrapado en un discurso incierto, o a un artista del trapecio acorralado en los brazos cruelmente resplandecientes del tiempo que lo nombra. “La desvalida situación del ser humano” es la expresión agonizante de Kafka, tal como lo aclara Tina de Alarcón.


En El artista del hambre (1923), la muerte en vida toma forma. Sin antítesis ni preámbulos de advenimientos, simplemente, la sensación de vivir es igual de comprensible como morir.

Igual que La metamorfosis (1915), El artista del hambre presenta el aislamiento en un personaje de la sociedad y, a los demás hombres, como crueles objetos detrás del favor amablemente hipócrita de cada día: “Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles…” (Kafka.1966:197).

El mundo exterior de Kafka, es el espectador que satisface su malestar sólo con el hecho de ver a un hombre-bestia. A un hombre cuyo delicado tormento es la mueca para que el público, debido a su esnobismo o no, padezca con el personaje de ficción, en algún momento alter ego de Kafka, “es como una persona desnuda en medio de la gente vestida” decía Milena Jesenská a quien Kafka diera sus Diarios.

Cada paso, cercano a la muerte del escritor, es la lejanía a nuestra comprensión de un ascetismo literario. Así como Rimbaud, Baudelaire o José Antonio Ramos Sucre, Kafka contempla el horror como esplendor y pureza entendible de su devenir, del ser. Ontología existencial Dios-individuo-abstracto diría José Balza, que se comprende en la literatura, desde los ríos hechos palabras que exaltan un yo que ayuna ante el espectador y su hambre.

En Un artista del trapecio (1922) (llamado Primer sufrimiento en su original, según Rafael Gutiérrez Girardot), la perfección por controlar precisamente el trapecio, es lo que llevará al personaje a los umbrales de la muerte. 

Un artista del trapecio y Un artista del hambre revelan la muerte en plena cúspide de un posible entendimiento hermenéutico y simbólico. En plena cúspide sobre la excelencia y perfección. Excelencia de un esfuerzo que no vale como arte ante el ojo ajeno. La angustia como arte es la imposibilidad del arte del trapecio, del arte del hambre: “Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador. ¿ayunas todavía?. preguntóle el inspector. ¿Cuándo vas a cesar de una vez? Perdonadme todos. Musitó el ayunador.”  (Op.205). 

El artista se “disculpa” por su oficio, por su excelencia y perfección de algo cuyo esfuerzo no es descifrable por cualquiera: “A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender”. (Op.204).

Kafka inexorablemente parte de una lacerada religión, lesionada sociedad pero dicha herida, al mismo tiempo le recuerda que está vivo en la delirante historia que incoherentemente construimos y, que sus protagonistas, son muchas veces objetos malgastados y grotescos debido a la atmósfera tétrica que nos persigue. Estorbos que terminarán por desaparecer en la carne inmortal del tiempo, como el ayunador: “Un  pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto.”  (Op.203). 

Josef K, Gregorio Samsa, el artista del trapecio, el artista del hambre, son personajes desventurados que afrontan una realidad impía. Caricias de la angustia, de la desesperación en el argumento inconcluso de la soledad que da miedo y que lleva al silencio como único vestigio de saberse muerto en vida y pretender morir de una vez: “Por encima de K. tenía una clara conciencia de que había sido su deber agarrar el cuchillo que se cernía sobre él y clavárselo él mismo.” (Kafka.1995:193).

Sin embargo, el carácter nebuloso de Kafka pudo haber llegado a su fin si no fuera por la gracia e inefable caricia de una mujer (siempre la mujer de alguna manera salvando. Son ellas y el modo de amar lo que nos salvan de las frivolidades, de la sencillez aunque a veces nos cueste la vida diría Gabriel García Márquez). En una carta hecha por el autor a Milena Jesenská, que data de 1923, Kafka sabía que sus laberínticos mundos podían cesar de alguna manera. Pero la sospecha de la salvación posible se asemejaba a una invernal caída más que a la interpretación sobre una felicidad: “...y finalmente ya no era posible detenerse, uno se precipitaba y hasta tenía la sensación de que la caída era demasiado lenta.” (Castillo.1999:71). En este fragmento de dicha carta, la evidencia del miedo, de los fantasmas desnudos que lo acosaban, se hace una vez más presente.

“La condena de su propia vida” es la condena en la que el escritor se refugia porque no puede haber otro refugio que la sonrisa triste pero sensata de Kafka en cualquiera de sus personajes narrativos, es decir, K como posible espejo que multiplica los rostros desolados del escritor checo. Kafka toca entonces los límites de lo grotesco. Él es un cuerpo grotesco. 

La fatal pasión grotesca de Kafka como hombre y escritor, se sumerge en el desordenado y absurdo abismo del mundo real dándole una desnuda desesperación literaria y existencial desde las vértices del miedo y con ello, sobrepasar una simple figura siniestra o maldita: “El cuerpo grotesco se desborda en el tiempo y en el espacio para desobedecer la medida y, al expandirse hasta un límite extremo, niega nociones de lo real” (Molina en la Revista Trizas de papel. 1998:80).

El cuerpo de la escritura sobre la angustia, sobre el miedo evocador de silencios, palpita en el exacto espesor de la desesperación nunca comprendida en un cuarto de la soledad donde alguien se esté transformando en la única figura réproba de esta modernidad, transformación quizá, por culpa de una sociedad dislocada pero conforme con su trivial existencia inaudita.

Bibliografía.
  • Castillo, Marian. 1995. Cartas del corazón. Editorial CEC. Los libros de El Nacional. Caracas.
  • Kafka, Franz. 1966. La metamorfosis. Ediciones Nacionales. Círculo de lectores. Bogotá.
  • Kafka, Franz. 1966. Un artista del hambre. Ediciones Nacionales. Círculo de lectores. Bogotá.
  • Kafka. Franz. 1966. Un artista del trapecio. Ediciones nacionales. Círculo de lectores. Bogotá.
  • Kafka, Franz. 1995. El proceso.  Editorial M. E. Madrid.
  • Santaella, Juan Carlos. 1991. La literatura y el miedo y otros ensayos. Editorial Fundarte. Caracas.
  • Revista Trizas de papel 1998 Año XI.  N° 11.

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