La patria de los pragmáticos

Mitología del cambio y la revolución bolivariana 

Miguel Ángel Campos 

Entre los ciudadanos del tercer mundo, y en la era del saber, todo se hace sospechoso de ideología. En el afán de exaltar sus patrias se atrincheran y hacen de la política todo el horizonte de la táctica, y está bien que así sea, sin embargo exigimos para tanta rabieta un mínimo de consecuencia. Si la revolución era para Lenin la ramplonísima fórmula soviets + electricidad, allí se acaba toda teoría, toda visión del mundo, cesa, en suma, el pensamiento; entonces todos esos muchachotes cruzados debieran ir al campo a ensanchar acequias para la agricultura o aprender a armar inducidos en una tallercito. En Venezuela, en estos días, hemos oído una variante de aquella frase como novedad de un orador. Éste supone que todo vale, y razón tiene, se puede ir de lo sublime a lo ridículo, pero las ciencias sociales mucho han avanzado en su arsenal descriptor y categorizador: allí no es posible siquiera hacer el ridículo.  


El marxismo se zafó de la duda positivista a fuerza de pensar, de beligerancia intelectual, y en virtud de elaborar sus contradicciones llegó a convertirse en un argumento general del cambio. Y si es un humanismo, no lo será ciertamente por la teoría del valor, brillante coronación, por lo demás; antes lo será por indagaciones como esa de la reificación, de sacrosanto hegelianismo. Marxismo, pues, no es tecnocracia, ni biologicismo, ni espencerismo, y si alguien ama esta mezcla o añora con nostalgia la consistencia de los resultados sociales de esas teratologías, pues que intente vivir esas experiencias, pero que no pontifique.

Nada autoriza a los ignorantes a decir sus disparates; pero mucho menos a que se los oigamos. Marxismo y positivismo son como el agua y el aceite, pues en aquél no hay cambio social sin teoría social, tampoco hay un esquema o una explicación ad hoc para cada transformación, aunque los héroes le pongan el nombre que les parezca más bonito o pintoresco.  

Nombrar no es signar, muchísimo menos identificar, es sólo promover, más publicidad que propaganda, diría, cambiar el nombre de las cosas o la posición de los objetos es una manía que demuestra un relativo desconocimiento de la ontología del poder. El nuevo nombre no amansa ni enardece, pero el revisionista está seguro de haber redimensionado la realidad, y tal cosa resulta temeraria en la medida en que el organismo, la cosa o el monstruo, sigue viviendo en su acostumbrada fisiología. Interesante si era aquella idea del cambio donde se presuponía una fuerza obrando sobre sí misma y creando constantemente un ser, cosa o monstruo radicalmente nuevo, la palabra todavía resplandece, dialéctica (unidad de los opuestos, síntesis, hasta el lenguaje resulta elegante). 

Se me pregunta por el sentido de una exhumación, la del padre de la patria, y sin embargo no soy ni médico patólogo, ni entomólogo forense, ni antropólogo. Es claro cómo la carga ruidosa de la pregunta la acerca a la publicidad de alguna sociología, y digamos que este escenario me interesa. Pero también la aleja de la ciencia y los saberes, mejor dicho, éstos nunca están presentes en interrogantes capciosas. Pero podría consultarse a un especialista a fin de conocer sus impresiones sobre el proceso polimérico y cristálico de hacerle servicio a la momia de Simón Bolívar, asepsia y esterilización no son malas palabras cuando de conservar la materia se trata. El cadáver de Bolívar, suspendido en una burbuja de eterna limpieza, oloroso a productos del futuro, como un exótico insecto conservado en un perfecto óvalo de ámbar. A mí eso no me resulta desagradable, y tiene algo de avant garde, conciliación con la materia, una manera de decir modernización en unos pueblos con serios problemas sanitarios. 

A fin de cuenta se trata de unos intereses más inmediatos, y en esto la sociología seguramente mucho tiene que decir, y sobre todo la simbología. Es propio de gente filistea e inculta eso de atesorar imágenes sin clasificar y ser quisquillosa con el protocolo y las maneras, como ni siquiera aprendieron a usar cubiertos, cuando llega la ocasión cometen el pecado de la veneración inconsciente (horrible pecado). Le dicen Palacio a la oficina de gobierno, se mandan a hacer una banda tricolor más ancha (en un tic el hombre se la palpa para ver si no está torcida o arrugada). Culto mecánico a las formas caducas del oropel.  

Por otro lado, a un sujeto universitario debo explicarle la naturaleza de la irreverencia cuando el egresado la confunde con el simple desplante o grosería. Le enderezan la cabeza a un caballo, lo sacan de la duda metódica y lo enfilan para el hipódromo, pienso en cuánto tendría que decirnos sobre esto nuestro Uslar Pietri, quien dedicó angustiosos ensayos a esta fe recta y finalística del venezolano. Cambiar los dibujos de los billetes, quitarle tres ceros a la moneda para esconder el sol de la hiperinflación, retroceder el reloj media hora para que no nos cubra la misma sombra que al imperio.  

De alguna manera estas cosas corresponden a una patética mitología del cambio y revolución, nuevos iconos representando un mundo salido del recurrente personalismo. Eso se llama no reconocerse en un presente histórico, no porque éste sea injusto, sino porque la experiencia de los actores de la revolución resulta marginal, desgajada de algún sentido de identidad o adscripción. La naturalidad con que el gentilicio acepta estos caprichos y pretensiones, también evidencia la frágil asimilación que el pueblo venezolano ha hecho de sus hitos de vida, una casi indiferencia psíquica. La revolución china se apoyó en su tradición clásica y la preservó; las guerras cristeras de la Revolución mexicana se hicieron desde el sentido civil de la catolicidad; la revolución de los bolcheviques se ejecutó en un puro celaje político, todo lo demás era aliento; pero las muchedumbres de la Comuna se detuvieron conmocionadas ante los mármoles del Banco de Francia –se lamenta Marx. 

Unificar, homogeneizar y enderezar es el imperativo de los sacerdotes que han descubierto las carencias y la incompletitud del proceso histórico venezolano. El antiguo distrito Páez de la guajira venezolana ya no se llama así, sino Gran municipio Guajira, o algo parecido (y no es ésta la razón por la que nadie esté interesado en adquirir un lote de documentos y objetos personales del Centauro que un vendedor de New Jersey remata).  


La escuela de mi pueblo llevaba el nombre de mi abuela materna, fundadora del lugar y benefactora de las primeras maestras, ahora tendrá nombre de heroína de la Independencia. Enmienda del pasado, acto de regresión psicoanalítica, con máquina del tiempo incluida. Pero en medio de tanta denuncia de los símbolos fraudulentos y la necesidad de aleccionar, fastidia un poco la apelación cuasi religiosa a la ciencia y lo científico, referencias a libros y frases. No soy de los que creen en la ciencia y el control de la materia como el desiderátum de la redención; pero muchísimo menos debiera ser credo de una culturita que se propone amparar a una población de resabiados, gente taciturna y contumaz. Aunque en realidad sea cientificismo y tecnocracia, repetición de slogans, refranes, dichos, sarta de lugares comunes, del canon y de la propia cosecha. 

Atrapado en su carencia de datos ordenados, ya no vamos a decir de ilustración, el discurso revolucionario y liberador pasa del kistch al sinsentido, alegre y eficazmente. Que sea necrófilo es lo de menos. El afecto de la gente sin pudor por los falsos blasones y las baratijas tiene que ver más con una infancia sin juguetes que con el mal gusto. Hasta donde se sabe, la exhumación de la momia de El Libertador no liberó una espora mortal de rápido crecimiento, y, visto así el asunto, a nadie se le ha hecho mal. Pero si la necrofilia es un aspecto soso de la personalidad (siempre he creído que quienes tienen relaciones sexuales con cadáveres son seres en la punta extrema de lo anodino), permanecer imperturbables frente a una tasa de homicidios cercana al 50 por cien mil (50 x 100.000) supone un alma fría y tenebrosa, a la cual le queda muy pequeño aquel espantoso convencimiento de un presidente argentino ante sus generales: “No ahorren sangre de gauchos, es un abono que es preciso hacer útil a la patria”. 

1 comentario:

  1. ¡Qué interesante!. Hay que agregar que el libreto está fielmente representado; es una farsa antigua pueta en escena en tiempo real. El tipo es director, actor(primera figura),malabarista y luminotécnico, y carga su staff de focas (aplauden con renuencia, pero lo hacen, para eso les pagan, ¿o no?)y de paso lo transmite para el mundo para que nos dé pena. Creo que merecemos este momento histórico. Puede ser que aprendamos. ¿Será éste elúltimo caudillo, o más bien, el último prestidigitador?

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