La herencia de la tribu

Lectura crítica de un devenir extraviado

Ricardo Gil Otaiza 

Los herederos: corresponde a quienes se sienten y actúan
como administradores y usufructuarios del culto. Celosos
de su integridad, reverentes hasta el simplismo, hacen gala
de un sólido sentido antihistórico que les lleva a negar de
hecho la transformación del teatro histórico en que se
encuentra enclavado el culto, su culto.
Germán Carrera Damas
(El culto a Bolívar)(1)

De cómo llegué hasta este libro
Apenas comienza la necesaria discusión en torno a nuestro proceso de independencia. Apenas empieza a vérsele las costuras a un conjunto de hechos que trajeron consigo no solamente el rompimiento con el orden colonial establecido, sino también, destrucción, hambre y muerte, aunque nos empeñemos en convertirlos en epopeya y hasta elevarlos a los altares. 

Quienes hemos tenido que ser testigos del proceso desencadenado a partir del fallido golpe de Estado por parte de quien hoy funge como Presidente (así como el desmontaje institucional dado a partir de entonces); a quienes hemos sido testigos y al mismo tiempo víctimas de todo esto, nos obliga la conciencia a por lo menos intentar comprender lo sucedido, para no quedar invisibilizados por el aluvión revolucionario, y tampoco ser enterrados por el peso del olvido histórico. Debemos transigir que en Venezuela, hoy como nunca, se produce un buen número de libros que pretenden tal cometido; pero al final lo que de casi todos ellos queda es sólo la aspiración —no muy subliminal por cierto— de obtener provecho económico de este boom (y algunos lo logran, qué dudas caben), convirtiendo un tema capital para nuestro presente y futuro, en lugar común; pero lamentablemente (o afortunadamente, cual sea nuestro prisma), se difuminan en el aire, se convierten en cenizas.

Déjenme decirles con honestidad que estuve a punto de no leer el libro La herencia de la tribu. Del mito de la Independencia a la Revolución Bolivariana, de Ana Teresa Torres (Alfa, 2009). Cuando lo vi en las librerías pensé de manera injustificada y prejuiciosa, que se trataba de “otro más del montón”, y seguí de largo. Como lector no soy muy dado a dejarme llevar por las modas, por las corrientes literarias, o por lo que dicen algunas revistas de las supuestas “maravillas” de tal libro, o de lo que me estoy perdiendo de no traer a casa este título o aquel otro. De tanto llevarme chascos en mis inicios como lector novel fui lentamente fabricando una especie de coraza, de piel de cocodrilo, refractaria a todas esas estrategias de mercado sutilmente hilvanadas por esa cuasi-ciencia llamada marketing, que nos induce a adquirir libros como quien compra cualquier mercadería. Ni se diga de los denominados premios literarios, a los que fui adicto en otros tiempos, cuyos productos no responden muchas veces a los estándares de buena escritura, y ni se diga de calidad literaria.   

Una mañana de febrero me senté muy temprano como siempre lo hago a revisar mi correo electrónico, y hallé en la bandeja un mensaje del buen amigo Norberto José Olivar, en el que me invitaba a participar de este evento y a presentar el nuevo libro de Ana Teresa Torres. De más está decirles que de entrada me asusté por el inmenso compromiso que iba a asumir, y esa misma mañana fui a la librería a adquirirlo para internarme de inmediato en su lectura. Cuando estaba leyendo la primera frase —que me enganchó—: “Hay pasados que no terminan de irse; el pasado venezolano es uno de ellos”, me entró un nuevo mensaje en la bandeja. En esta oportunidad el Consejo de Publicaciones de la ULA me solicitaba con carácter de urgencia un ensayo para su colección sobre el Bicentenario de la Universidad de los Andes a ser presentada en la FILU del mes de junio de 2010. Por la fuerza de las circunstancias tuve que cerrar el libro, meterlo en el anaquel de mi biblioteca y sentarme a preparar el texto solicitado (es mi costumbre que cuando tengo algún compromiso literario o académico suspendo las lecturas que no tengan que ver con el tema y me interno mañana, tarde y noche en el teclado de la computadora, y no me levanto hasta que haya terminado). Pasaron dos semanas y coloqué el punto final al ensayo. Tres días después, luego de corregir y podar lo necesario, llevé el texto hasta la Universidad y me dije: “ahora sí puedo leer el nuevo libro de Ana Teresa Torres”. A mitad del recorrido me levanté para estirarme un poco y en mi correo electrónico hallé un nuevo mensaje del Consejo de Publicaciones: la solicitud urgente de otro ensayo para incluirlo en la colección del Sesquicentenario del natalicio de Tulio Febres Cordero para ser presentado también en la FILU 2010. Por ser fiel al personaje y también su biógrafo, no pude eludir este nuevo compromiso y me vi impelido a dejar otra vez todo de lado para internarme en la escritura. Para amortiguar un poco el estrés que todo esto me acarreaba —y rompiendo un poco con mi propio rito de iniciación con cada nuevo texto—, decidí leer en paralelo La herencia de la tribu, tomar apuntes y sentarme a escribir inmediatamente concluyera el texto sobre el patriarca de las letras merideñas. Por fortuna así lo hice, y por esa misma razón estoy hoy acá.

Un nuevo clásico en ciernes
El texto de Ana Teresa Torres (a quien conocía sólo como narradora), más que un ensayo como lo anuncia el editor, lo considero un denso estudio histórico sobre el tema, con los riesgos consustanciales de este tipo de trabajo intelectual (la interpretación histórica), con los aciertos de un esfuerzo ensayístico (su flexibilidad y versatilidad), y con la objetividad y precisión que confiere el rigor metodológico. Transijo, hay páginas del libro que son mero ensayo, pero el grueso de este tomo está sustentado milímetro a milímetro y busca en todo caso demostrar los asertos y los supuestos, así como desmitificar algunos hechos que se han repetido a lo largo de las últimas décadas de manera un tanto maquinal e inconsciente, para hacerse “verdades” inconmovibles e incontrovertibles. Detrás de estas casi trescientas páginas hay un profuso estudio monográfico, una acertada lectura sobre el tema; pero sobre todo, reflexión y angustia por un pasado que se ha erigido en un cadáver insepulto, que se pasea tranquilazo entre nosotros para tergiversar de alguna manera, no sólo la percepción de la realidad, sino peor aún: para amenazarnos con trastocar la noción de futuro.

Llama poderosamente la atención la manera precisa y orquestada cómo la autora va allanando los espacios históricos, los hechos y sus protagonistas, para traerlos al presente y así ubicarlos en una perspectiva real y efectiva. Ahonda la autora con gran acierto al comienzo de su libro, en ese abrupto rompimiento con un pasado internalizado, vivido y sufrido por los habitantes de este territorio —a lo largo de los casi trescientos años de vida colonial—, que trajo consigo la independencia, y que nos dejó irremisiblemente a merced del desconcierto y del caos. No menos asombroso nos resulta el aceptar que tal suceso emancipatorio frenó al país hasta el punto de romper su continuidad como nación, al no sólo negarse de manera atrabiliaria los elementos fundantes de un orden, que de alguna manera nos había impreso una fisonomía, un carácter, una idiosincrasia genésica sobre la base del idioma, la religión, las costumbres, la educación, la cultura, las leyes y las tradiciones, sino también al no dejar piedra sobre piedra de lo que aquí hasta entonces se había erigido. Millares de vidas humanas destruidas, ciudades y villas arrasadas, campos desolados, mujeres viudas y niños huérfanos, parece ser el primer gran saldo histórico (y el más trágico de América Latina, por supuesto) de nuestra ‘epopeya’ libertadora.

En el análisis de la autora queda claro ese eterno ritornelo que desde el hecho fundacional ha constituido nuestro sino como comunidad planetaria: siempre estamos comenzando desde cero, siempre estamos arrancando, lo que involucra de por sí un permanente repensar de nuestro derrotero, con el subsiguiente riesgo de quedarnos a la zaga del resto de los países. Con cada nuevo comienzo siempre habrá una nueva promesa de nación y una esperanza, pero también el permanente desmantelamiento del orden social, de la estructura que conforma el edificio de la nación, condenada deliberadamente por sus líderes a la dicotomía muerte-renacimiento. Muere una nación y nace otra, y así hasta el infinito, sin percatarnos que con cada nacimiento y con cada muerte van quedando regados en el camino hombres y mujeres, generaciones, estamentos, estructuras y organizaciones, lo que trae consigo desengaño, frustración, así como miseria material y espiritual.

Asume Torres una tesis por demás interesante, cual es la de Bolívar como héroe trágico. Pocas veces hemos visto en la historia de nuestra historiografía la desmitificación del héroe; mucho menos su vuelta al terreno de lo humano y finito. De la mano —tal vez— de un Germán Carrera Damas, de un Manuel Caballero, o de un Elías Pino Iturrieta, va la autora de este volumen “de-construyendo” ese inmenso entramado “salvífico” erigido desde finales del siglo XIX por esa pléyade de caudillos, jefes, libertadores, mesías, guerrilleros y hasta títeres (que se entienda: presidentes interinos) que han colmado las páginas de una Venezuela “heroica” dolida y escarmentada, que buscaron —y buscan, ¿qué dudas caben?— completar “ahora sí” la ‘epopeya’ inconclusa. De pronto en las páginas de este volumen se nos muestra Bolívar como el héroe relativizado, paradójico, que pretende por la vía de la guerra romper con la monarquía, que es al mismo tiempo el rompimiento de sus propias raíces, y de su tiempo histórico. Pero es a Bolívar a quien le correspondió, como expuso sin rubor un Eduardo Blanco en su Venezuela heroica, la gloria de llenar esa página vacía (o por escribir) de un país desgarrado hasta la médula por un supuesto orden colonial cruel y despiadado, olvidándose —u ocultando deliberadamente y sin remordimiento histórico alguno— de la profunda escisión de un país destruido por una guerra inhumana, que muy pronto se transformó en una monstruosa guerra civil, y por ende: en incomprensible e inútil. En palabras de la propia autora: “la apocalipsis, la devastación total”.

Como se puede percibir en este trabajo, busca Ana Teresa Torres armar las piezas desperdigadas de nuestra historia, y en ese ensamblaje los lectores la acompañamos para volver la mirada hacia atrás y reconocer (y reconocernos en, qué más da) lo trágico y lo inédito de la experiencia libertadora, en cuanto al odio suscitado entre hermanos, a la división en bandos irreconciliables, a la muerte decretada de manera absurda y aberrante, a la destrucción innecesaria generada en el orden colonial y a la profunda desesperanza enclavada en el corazón de todos: tirios y troyanos, ganadores y perdedores, patriotas y monárquicos. En el ínterin, de golpe y porrazo, en medio de escaramuzas, delaciones, traiciones, batallas, saltos de talanqueras, cambios de bandos, tergiversaciones, mentiras y medias verdades, el Rey español fue sustituido por los héroes patriotas, que a los ojos de unas páginas un tanto oscuras de nuestra historia, supuestamente ganaron la guerra. Se pregunta con razón y con dolor la autora, aunque no sin ironía: “¿Quién ganó la guerra?”

Nos habla Torres del duelo irresoluto por el derrotero truncado, de brechas no cerradas, de procesos dejados a medias, que extrapolados quizás a nuestros días podrían explicar en parte el actual trance político que se ha encarnecido en Venezuela. Esa misma ‘epopeya’ inacabada por ese Bolívar trágico, que tuvo que ir a morir fuera de su ciudad, con escasas pertenencias y muchos desengaños sobre los hombros, debe ser concluida para que se pueda alcanzar —ahora sí— la verdadera independencia, de manos de los nuevos héroes, de los continuadores de aquellos, de los patriotas redivivos que en el siglo XXI levantan la espada del Libertador y juran al pie de un samán no dar descanso a sus almas hasta haber alcanzado el objetivo de rescatar la patria perdida.

Henos aquí entonces sumidos en una nueva guerra a muerte, solamente que en distintos contextos, con otras armas, con disímiles objetivos, con “nuevos” hombres. La “restitución” de la patria perdida deberá estar —como ayer— en las mejores manos, es decir, en las de los militares, porque la civilidad no es posible cuando la utopía de ayer dejó guardada la espada a la espera de un nuevo héroe (y aquí héroe es sinónimo de militar, de militarismo; aquí no caben las virtudes cívicas). Las armas tienen la extraña virtud de generar consensos, asentimientos, aquiescencias, subordinación y venias. En pocas palabras: las armas, ergo, los militares quienes las portan, siempre se han erigido a lo largo de nuestra historia en símbolo de unión nacional, no en balde estudiamos desde niños la revolución libertadora, la restauradora, la federal (y ahora nuestros hijos la bolivariana), entre otras, porque representan de alguna manera y en algún sentido el deseo de unión nacional; ayer patentizado en la figura de Bolívar, luego en su memoria y hoy en su nombre. Aunque en el intento —como también es experta en contarnos la historia—, sólo se recuerde el totalitarismo ejercido sobre lo tangible y lo intangible, sobre lo humano y divino, y al final el fracaso social. El nombre de Bolívar, elevado a la categoría de mito por los mandamases de turno, fue transformado en patente de corso para hacer con él lo que les venía en gana, incluso —y sobre todo— delinquir, ganar voluntades y torcer de manera descarada e irracional el destino de las gentes en particular, y del colectivo en general.

La herencia de la tribu de Ana Teresa Torres se circunscribe en este sentido a los integrantes de una extraordinaria tétrada que desde hace algunos años (en ciertos casos, décadas) han intentado la desmitificación de nuestros héroes, bajar de los altares a personajes encumbrados, develar los pies de barro de muchas figuras que hemos deificado en perjuicio de una comprensión real de nuestra historia. Hablo de libros ya clásicos contemporáneos como: El culto a Bolívar (2) de Germán Carrera Damas (que en este propósito marca escuela); Gómez el tirano liberal(3) y Rómulo Betancourt, político de nación(4) de Manuel Caballero, y El divino Bolívar(5) de Elías Pino Iturrieta, quienes en un intento desesperado por recomponer el denso entramado de nuestra historia, la elevaron a cimas insospechadas de análisis y de estudio, como nunca se había intentado en nuestro medio, pero no desde el punto de vista meramente historiográfico y hasta retórico, sino como aportes para una nueva lectura de nuestro pasado y presente. Incluso exponiéndose a los ditirambos de los seguidores de la religión bolivariana, así como de sus enconados detractores. Tétrada en la cual también podríamos incorporar al libro La criolla principal(6) de Inés Quintero, que de alguna manera deja al desnudo las interioridades de los Bolívar, así como la férrea oposición que asumió María Antonia frente al proyecto libertario de su hermano menor, que los despojaba de sus privilegios de clase mantuana, y de sus cuantiosos bienes de fortuna.

La herencia de la tribu se erige, pues, en una pieza importante de todo este movimiento intelectual e historiográfico, que pretende desentrañar las claves de un devenir, que por incomprendido, luce tergiversado, imponiéndose como pensamiento totalizante y totalitario en pos del rescate del mito de ese gran padre que fue Bolívar, que regresa de ultratumba después de casi doscientos años para unir lo disjunto y reestructurar los pedazos desperdigados y dejados a lo largo del camino. En tal sentido, esta obra que hoy presentamos intenta romper —si se quiere— con el denominado culto bolivariano ilustrado, que por haber idealizado a la figura central de la gesta de independencia (Simón Bolívar), dejó en el olvido muchas aristas necesarias de comprender y de asumir, y abrió entre el pasado y el perenne discurrir del presente, un hiato imposible de zanjar por las nuevas generaciones de venezolanos, al tratarse ya de un mito, a no ser que nos montemos sobre ese mito y como jinetes sobre caballos de un nuevo apocalipsis arrasemos con todo y volvamos a contar la historia. Una historia nacida de la amalgama de lo religioso y lo político, lo imaginado y lo objetivo, lo real y lo ficcional. Una historia manoseada, sopeteada por muchos de los que nos antecedieron a los fines de hacer coincidir lo sagrado con lo meramente telúrico, al héroe de carne y huesos (con todas sus miserias a cuestas), con el dios impoluto y posible en medio de la pérfida devastación de la guerra. En fin: conjuntar la historia nacional con la historia de lo sagrado, para hacerla inmortal, con visos divinos, “por la gracia del todopoderoso”. Convirtiendo luchas azuzadas muchas veces por el botín, o por el anhelo de saqueo y de perversión, o por el odio de clases, en toda una ‘epopeya’ universal sobre la base de unos principios rectores: libertad, igualdad y confraternidad. En un intento fallido, además, de sustituir al dios encarnado en el Rey a quien se dejaba de lado con ferocidad y desdén, se impuso al héroe nacional (un héroe truncado): el criollo, el nacido de las propias entrañas de la tierra mancillada; aunque ese dios fuese paradójicamente un mantuano, pero no un mantuano común y corriente, sino el más mantuano de todos los mantuanos que quedaban en la Capitanía General de Venezuela.

Ahora bien, de alguna manera los intelectuales hemos sido copartícipes a lo largo del tiempo de serias distorsiones de nuestro pasado, que si no lucen para nada deliberadas (eso queremos pensar), sí se muestran incongruentes desde el necesario cotejo de épocas y de situaciones disonantes. No es un secreto que comenzando por José Antonio Páez (paradoja de paradojas) hasta llegar a los presidentes del denominado puntofijismo, todos fueron miembros correlegionarios de la misma religión bolivariana (unos más, otros menos), colocando cada uno en su momento flores y ofrendas a unos héroes elevados hasta los altares. Sabemos el porqué de tal religión, sabemos cómo se estructuró a lo largo del tiempo el mito, sabemos por qué se han mantenido y profundizado sus leyendas, pero lo que no logramos entender es cómo se han podido ocultar —por obvias— sus costuras, sus rendijas, para así evitar las ominosas torceduras de nuestro devenir. En este sentido, a Ana Teresa Torres no le ha temblado el pulso ni la voz a la hora de refutar —por decirlo de alguna manera— en este nuevo libro esos lugares comunes que colman las páginas de la historiografía nacional. De manera precisa la autora rebate frases hechas que sacralizaron en su tiempo a nuestras mejores plumas, que por inercia han pasado a la posteridad sin que casi nadie se atreviera a ponerles una lupa. Las nuevas generaciones de intelectuales y de escritores nos hemos levantado en medio de un sinnúmero de apotegmas, que por provenir de vacas sagradas, fueron asumidos y repetidos maquinalmente, pero que en el fondo han distorsionado por la vía del mentís, o de la asunción de verdad irrebatible, la comprensión de nuestro pasado. En el caso preciso de don Mariano Picón Salas y de su celebérrima frase de que Venezuela entró en el siglo XX a la muerte de Juan Vicente Gómez, es decir, treinta y cinco años después, repetida al infinito por propios y extraños, no es tan cierta para la autora, quien argumenta que posiblemente no haya sido así, todo lo contrario: nació Venezuela para la modernidad con la explotación petrolera en plena dictadura gomecista. De igual forma, Torres fija su posición crítica en torno de algunas ideas de Arturo Uslar Pietri, sobre todo en el aspecto de una tensión existente entre quien no quería perder la patria “ensanchada y embellecida” del pasado, a cambio de una nación moderna. Para estos intelectuales la noción de “autenticidad”, si se quiere de patria, estaba ligada básicamente a lo telúrico. La frase “sembrar el petróleo” que posiblemente le reserve al autor de Las lanzas coloradas un lugar en la historia de las frases de mayor peso y contundencia proferidas durante el siglo XX venezolano, es criticada por la autora como un deseo por parte del novelista de “volver a lo rural”; cuestión que podría ser discutible, toda vez que en esencia lo que se desprende de ella es un crítica —no muy alejada de nuestra realidad— en cuanto a la ausencia de visión por parte de nuestros gobernantes, al no invertir en desarrollo los cuantiosos recursos derivados del petróleo y hacer a la nación dependiente de una riqueza fácil, no trabajada, no diversificada, y de nuestra economía un proceso mono rentista. En todo caso, el “sembrar el petróleo” fue, más que literal en el sentido de volver al campo, una figura literaria, algo metafórico. 

Ese ideario intelectual analizado por la autora en el discurso de figuras prominentes de nuestro siglo XX, así como el denominado enfrentamiento campo-ciudad, percibido, no sólo en las ideas expresadas en ensayos y en artículos, sino como reflejo de sus obras literarias, podría ser explicado perfectamente —y en ello se detiene un poco Torres— en la nostalgia del intelectual provinciano, al marcharse de su tierra para intentar desarrollar en la capital unas potencialidades que le eran sesgadas (cuando no negadas) en sus acotamientos naturales. Mi admirado coterráneo Picón Salas siente que su Mérida bucólica se hace pequeña para el tamaño de sus sueños y abandona su ciudad a los veinte años y se instala en Caracas. Poco le duró el encanto de la capital y los problemas económicos agudizaron su angustia, teniendo que abandonar los estudios de Derecho que seguía en la Universidad de Caracas y regresar a su ciudad a finales de 1921, luego de una breve pasantía como jefe de Servicios de la Dirección de Política Internacional de la Cancillería (febrero-junio) y como director de Política Económica (julio-noviembre), de la mano de Esteban Gil Borges. En Mérida permanece hasta marzo de 1923, cuando la crisis económica familiar se agudiza y prepara maletas para irse a Santiago de Chile, dando inicio a una trashumancia que sólo es detenida por su muerte temprana a comienzos de 1965.

Según la autora, la tesis del enfrentamiento campo-ciudad es tomada por los mentores de la denominada revolución bolivariana y se convierte en excusa perfecta —y en terreno abonado, qué dudas caben— para desempolvar el marxismo y así resucitar su vieja e incumplida promesa de la aniquilación de la explotación del hombre por el hombre y las diferencias de clases. Por otra parte, la presencia del paisaje como factor catalizador de lo atávico, permite que aflore en pleno final del siglo XX la utópica visión del pasado en detrimento de lo negativo y pérfido del presente, a pesar de las guerras, la miseria y la muerte que trajo consigo ese pasado infectado de revoluciones, de odios intestinos y de luchas fratricidas por la posesión del poder político. Concluye enfática la autora: “La nostalgia sustituye la conciencia histórica”. En el movimiento pendular utopía-nostalgia-nostalgia-utopía, se alimenta y crece la actual revolución bolivariana. De igual forma se alimentaron y crecieron los cúmulos de revoluciones reales y ficticias que plagaron nuestra historia de vergüenza, y tal vez sigan haciéndolo las revoluciones por venir, hasta el infinito, a ese mismo ritmo y compás con nuevos caudillos, con nuevos salvadores, para hacer de nuestro devenir un camino de obstáculos y desaciertos, de errores y más errores, de eternos comienzos y estrepitosos finales. En palabras de la propia autora: la “transitoriedad como elemento propio de la modernidad venezolana”.


Sin duda alguna, Hugo Chávez encontró en nuestra democracia maltrecha —y con mucho plomo en el ala— el terreno propicio para echar raíces, para fructificar. Promesas incumplidas, corrupción, demagogia, malversación, miseria, debacle económica y pobreza, representaron a finales del siglo pasado los anclajes de un viejo lenguaje; el lenguaje del hombre fuerte, el de la bota militar; el lenguaje de la ‘epopeya’ inconclusa por culpa de los herederos de quienes le hicieron la vida amarga a Bolívar, de quienes lo sacaron de su tierra para que se fuera a morir a Santa Marta; el lenguaje decimonónico del salvador de la patria, del hombre bueno investido del poder político y de lo sobrenatural para acometer la ingente tarea no cerrada del padre de la patria, del padre abandonado a su suerte, del padre traicionado y humillado después de haber entregado todo, absolutamente todo por sus amados hijos, y que nos ha dejado como tarea pendiente el enmendar las torceduras, el juntar lo disjunto, el recomponer la moral perdida, el castigar a los traidores: a los que venden la patria, a los que olvidaron y denostaron de su juramento en Roma. Sobre todo, concluir la tarea pendiente de refundar la patria sobre la base de la moral ciudadana, hoy contaminada —por cierto— con ideologías foráneas como el marxismo y con otros “ismos” hallados a la vera del camino. Así como se han unido otros elementos de la ficción literaria para hacer de nuestra historia un mito; en todo caso —como lo expresa la autora—: un “relato novelado de la historia de Venezuela”.

Chávez, en este caso el “héroe”, “reinterpreta el presente en función del pasado”, agrega la autora. En este aspecto de la ficción novelesca inserta en nuestra realidad, ahonda Ana Teresa Torres para demostrar con fuerza y argumentos que la Revolución Bolivariana “puede concebirse como una alegoría cuya función es tejer una narrativa que confiera cierto grado de cohesión y dirección a un imaginario que, por causas demasiado conocidas, se habría vaciado”. Como se han vaciado a lo largo del tiempo las esperanzas y los anhelos de los venezolanos de vivir un presente digno, pero sin tantas sujeciones al pasado, sin tantos compromisos con los muertos.

En este orden, logra Ana Teresa Torres sin pasión política (elevado mérito en medio de la efervescencia de hoy), pero con fuerza argumentativa y con contundencia estilística, tejer lentamente los hilos de un devenir histórico complejo, y llegar hasta nuestros días con la lucidez propia de quien regresa de los caminos de la vida para contarnos sus lecturas de la historia. Una historia plagada —como hemos visto— de fantasmas, de espadas, de pólvora, de proclamas y de sangre, pero un tanto vacía de un verdadero contenido filosófico que nos ayude a vislumbrar los inciertos caminos del futuro. No obstante, la historia se escribe a cada instante y como escribas de ese gran libro que somos todos, nos corresponde deslastrarnos de los atavismos propios del ayer, así como de las ansias de un heroísmo decimonónico que tantos dolores de cabeza nos han dejado y nos seguirán dejando, de no romper con sabiduría con su extraña y perturbadora dependencia.

Echar a andar en el camino sin la ayuda de lazarillos, de salvadores, de caudillos en ciernes, de aprendices de brujos, podría ser una salida sensata a nuestras torceduras como nación, mientras nos ponemos de acuerdo los godos y los liberales, los rojos y los azules, los patriotas y los realistas, de qué manera acometer nuestras tareas y nuestras propias lecturas del pasado y del presente, sin la constante intervención de la espada que se pasea por América Latina y por el mundo, pendiendo permanentemente sobre nuestras cabezas. Ardua tarea, sin duda alguna…
  

Notas
(1)Carrera Damas, G. 2003. El culto a Bolívar. Alfadil Ediciones. Caracas.
(2) El culto a Bolívar…, op. cit.
(3) Caballero, M. 1993. Gómez el tirano liberal. Monte Ávila Editores Latinoamericana. Banco de Maracaibo. Caracas.
(4) Caballero, M. 2004. Rómulo Betancourt, político de nación. Alfadil. Fondo de Cultura Económica. Caracas.
(5) Pino Iturrieta, E. 2003. El divino Bolívar. Ensayo sobre una religión bolivariana. Catarata. Madrid.
(6) Quintero, I. 2003. La criolla principal. Fundación Bigott. Caracas.  

  

2 comentarios:

  1. Ah,
    La revolución Bolivariana: ¿Necesidad reiterativa de validar el sentir una nostalgia preconcebida por lo que Venezuela no ha conocido jamás?

    La alternativa seria sería entonces para

    ¿Libertarnos de los colonizadores o mas bien de nuestras mentes colonizadas por quienes han contado nuestra historia?

    Lo siento, pero siempre he tenido un problema serio, mientras más leo, más interrogantes afloran.

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  2. Había comentado algo pero no apareció
    Repito, Quizás no tenga mucho por decir que sea más interesante. Pero no me importa.
    El texto si tiene dos cualidades que me interesan:
    ese gancho que prácticamente me obliga a leer los textos a los que hace referencia el artículo, no porque sea de difícil lectura y comprension, sino, porque PROVOCA.
    Da ganas de intentar pensar, entender y pronunciar palabras de real Historia.

    No hay adulaciones, es simple curiosidad e interés de mi parte.

    Nos vemos Profesor.

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