El signo arbóreo

Alberto Quero

Did they get you to trade
your heroes for ghosts,
hot ashes for trees,
hot air for a cool breeze,
cold comfort for change?


Pink Floyd. Wish you were here

1. Sobre los signos
Duda uno cómo comenzar a hablar acerca de una obra como la de Eugenio Montejo. Duda uno no solamente por la evidente vastedad de este trabajo poético como por las muchas posibilidades que su lectura ofrece. Sea como sea, tengo para mí que lo primero que se debe hacer –y a ello se consagrarán los esfuerzos inmediatos– es traducir la forma en la que el poeta suele presentar el resultado de su labor.


El hacedor 
Empezaré diciendo que Montejo bien puede ser incluido en ese grupo de poetas sumamente meticulosos y ordenados a la hora de escribir. Así, pongamos por ejemplo, cómo se encuentra uno con libros como “Élegos”, donde a pesar de que el tono del libro es en general triste, la expresión es siempre calma y mesurada. Pocas cosas hay en la vida más duras que la pérdida fraternal; es por eso que no extraña que las metáforas mejores le sean destinadas al tema de la muerte del hermano. Es también profundamente significativa la forma del texto, en la cual se narra –con pasmosa claridad, por cierto- todo el proceso de ausencia de Ricardo. Mas a pesar de que Montejo nos habla con la voz entrecortada propia de quienes acaban de sufrir un vacío –irreparable, como todos, pero acaso más doloroso por tratarse de alguien así de cercano– lo hace con lucidez, de modo de no permitir que lo interno se desborde y opaque al lirismo, virtud fundamental suya. 

De tal modo, la forma en la que Montejo dice el mundo está preñada de un cuidado extremo, a fin de evitar caer en meros ejercicios de confesión. Véase por ejemplo el siguiente fragmento:  
Mi hermano ha muerto, sus huesos yacen / caídos en el polvo. Sin ojos con qué llorar / me habla triste, se sienta en su muerte / y me abraza con su llanto sepultado/ (...) / El rey Ricardo está muerto. Sus pasos / de oro amargo resuenan en mi sangre / donde caminan con fragor de tormenta / Su nombre estalla en mi boca como la luz (Élegos). 
En algunas ocasiones se ha hecho evidente, por palabras del mismo poeta, su forma de trabajar. El siguiente texto corrobora lo dicho: 
Escribo muy lento, muy lento / muevo una palabra y después la otra (Adiós al siglo XX).
Años más tarde dirá algo semejante: 
Escribo tarde. Es medianoche / (...) /Escribo tarde. Los gallos cantan demasiado... (Partitura de la Cigarra).
Una de las señales inequívocas de madurez creativa es la capacidad que adquieren los artistas para hablar acerca del trabajo que hacen. Es, por tanto, tremendamente significativo lo que dice Montejo: no qué es para él la poesía sino cómo llega hasta su arte, cómo lo aprovecha y cuántas posibilidades vitales obtiene a partir de su relación con él.  
Llega de lejos y sin hora, nunca avisa; / tiene la llave de la puerta. / Al entrar siempre se detiene a mirarnos: / Después abre su mano y nos entrega / una flor o un guijarro, algo secreto (La Poesía). 
Es indudable que es ese “algo secreto” lo que le interesa a Montejo. Lo que vale no es si lo secreto es guijarro o flor, sino que está allí, que se puede asir gracias a las palabras y a sus infinitas relaciones con el mundo. La importancia capital del poema no reside, pues, en sí mismo, sino en sus posibilidades para ser puente hacia algo más, hacia algo tremendo y constante que cada ser lleva en lo más íntimo. Y es este el supremo ars. 

Montejo asume la postura de dejar que la poesía llegue, invada, sorprenda. Y es evidente, además, que él lo hace por auténtica convicción, por verdadero respeto hacia lo sublime y lo trascendente. No en vano ha dicho nuestro poeta que la poesía es la última religión que nos queda. Precisamente esto es lo que afirma en los versos siguientes: 
Es como si quedara algo sagrado / sobre la tierra todavía / el misterio los junta a cada instante (Ídem). 
En pocas palabras, puede uno percibir claramente que la posición suya es, sin duda, franca y auténtica. Por eso le recomienda al lector que guarde silencio frente al poema. No cabe duda, dicho sea de paso, que versos como los que de inmediato transcribiremos bien los pudo haber estado pensando para sí mismo, y que ese “tú”, esa segunda persona a la que está dedicado el poema no sea más que el propio creador, desdoblado. Exactamente eso transmiten estas palabras: 
Guarda silencio ante el poema / circula entre sus versos, no interrumpas el paso/ (...) / Tal vez rechaces tanta ceremonia / o te colme el ritual que los convoca, / da lo mismo. No hables. / Descifra despacio cada letra / como quien oye un gallo a media noche... (Ídem). 
Delante de la creación literaria es mejor no hablar, no buscar explicaciones ni interrogar demasiado. Aunque un poema es obra de uno mismo, no cabe duda de que la poesía –en algún momento– se hace exterior al escritor, lo sobrepasa, lo excede. Por tanto debe uno saber que la forma de acercarse a la obra (aún a la que uno mismo ha escrito) es siempre la misma: en silencio. Y es mejor acostumbrarse, no vale la pena ser renuente. Sin embargo, eso que desborda al escritor –y al lector– es controlable. El hecho de ser colmado por la intensidad de las palabras y de la literatura, lejos de ser excusa para caer en aspavientos, es precisamente lo que llama a la circunspección. Es claro, pues, cómo Montejo logra lo que declara. Estamos, obviamente, frente a un proceso complejo, paciente y lleno de profundo celo por la palabra. Dice Octavio Paz (1987:94) que “al afirmar la primacía de la inspiración, la pasión y la sensibilidad, el romanticismo borró las fronteras entre el arte y la vida: el poema fue una experiencia vital y la vida adquirió la intensidad de la poesía”.

Así, es fácil advertir la frecuente alternancia entre los signos que el poeta ya ha comenzado a madurar y la aparición progresiva de nuevos símbolos. No quiere esto decir que el bardo se olvide de sus viejos nortes. Muy por el contrario: existen ciertos referentes que se repetirán constantemente y servirán de base para todos los textos. Así pues, la obra de Montejo semeja una pirámide que se va formando y constituyendo sobre los ladrillos que han sido colocados primero. Sobre éstos irá descansando otra capa de significados que no arropa a la primera, sino que sólo se apoya en ella. A su vez, estos nuevos valores servirán de soporte a otros e interactuarán con ellos, tal como sucedió con sus predecesores. 

No puede ser de otro modo. Es obvio que la técnica de Montejo revele lo mismo que sus contenidos más profundos: se contenta el vate con rumiar los significados. Claro es que continuamente está encontrando Montejo nuevas expresiones, pero nunca deja de retroceder hasta las más viejas. Busca con tales artes, perfeccionarlos todos a la vez que los hace jugar entre sí. Recuerda perfectamente el poeta al malabarista que comienza su número haciendo volar dos pelotas y luego, gradualmente, va incorporando más y más. Y a todas hace volar con igual presteza. 

Así pues, los elementos que el poeta ha utilizado anteriormente se conjugarán y se entrelazarán siempre en sus libros posteriores. Es como si una especie de eco quedara resonando no sólo en el escritor, sino también en el hombre. De tal modo, serán recurrentes imágenes como el caballo, la silla, el árbol, la casa... y tantos otros: admito que no corresponde a este trabajo hacer una puntillosa relación ni un recuento exhaustivo acerca de cuáles temas se tocan y cuáles se dejan de lado. Se trata solamente de contar cuáles serán los faros de la producción del poeta. 

Es constante esta forma de trabajar. Al tiempo que las ideas anteriores son tratadas, comienza el poeta a introducir otros signos inéditos: suele suceder que mientras se van desarrollando nuevos argumentos, que a partir de su “estreno” poético van a comenzar a ser tratados independientemente y tendrán nuevas significaciones en sí mismos. 

Ahora bien, no debe entenderse esta multiplicidad temática como una señal de poca cohesión entre los poemarios, sino sólo de encontrar las convergencias reeditadas a través de los años. Piénsese por ejemplo en este fragmento, proveniente de un poema titulado “La Cigarra”. 
De la cigarra, animal melancólico, / insecto de líricos hábitos, / sólo nos queda la ceniza / y anillos secos en los árboles (Algunas Palabras).
Es natural que este cuarteto de versos nos remita, indefectiblemente, a la “Partitura de la Cigarra”, donde se reedita este tema y sus muchas implicaciones 
La cigarra y su lámpara sónica / alumbra hasta incendiarse / hasta que deja su cuerpo reseco / a la intemperie, entre las ramas de los árboles / (...) / Queda en el viento su ceniza cantora / que se dispersa ya inaudible / hasta que su rumor regrese en otro cuerpo, / en otro vuelo de sus alas (Partitura de la Cigarra). 
Es para recordar que entre ambos poemarios median unos veinticinco años. Y sin embargo, las búsquedas poéticas se mantienen intactas, sobreviviendo al tiempo. Es notable, también, que las imágenes se hallan fundidas: la cigarra ha aparecido –no por coincidencia– junto al árbol. Pero sobre este signo volveremos luego. 

Sirve bien este ejemplo para demostrar cuán difícil resulta separar las imágenes unas de otras. Cada uno de los libros de Eugenio Montejo propone al lector una serie –aparentemente infinita, de tanto que crece con el transcurrir del tiempo– de elementos y de signos constantemente renovados. Por ello, a pesar de que todos los libros mantienen el mismo tono (ora triste y nostálgico, como los primeros, ora sereno y tranquilo como los más recientes) los hilos constructores se hallan más en plan de sujetar compactamente los temas que formando una urdimbre por sí mismos. 

Sin embargo, para lograr la total inteligencia de los afanes poéticos –¿y vitales también?– de este literato, es imprescindible hacer un breve recorrido por lo más resaltante de su obra: si hemos visto ya el cómo, detengámonos ahora en el qué.  

Pentateuco 
He aquí, pues, que ha llegado el momento de explorar el gran quinteto de cifras montejianas: la casa, la silla, el caballo, las voces de los ancestros y el árbol. Sobre todo el árbol. Burgos (1995:49) “la intuición del artista tiende a manifestarse siempre de modos nuevos en la belleza sin que corra jamás –si se trata de una verdadera intuición– el peligro de repetirse o agotarse porque su fuente es un trascendental que contiene una riqueza inextinguible”. 

La casa remite a dos ideas distintas: en primer lugar se refiere a los conceptos de seguridad, tranquilidad y –evidentemente el más importante– la noción de familia. El ambiente íntimo y casero se encontrará siempre presente en toda la obra de Montejo. Y no sólo en sus poemarios: el hermoso libro –mitad ensayo, mitad autobiografía- El Taller Blanco se inicia y toma su nombre a partir de los recuerdos que guarda el poeta. La casa, ya lo dijimos, traduce invulnerabilidad y resguardo. Pero esa sensación de refugio proviene, en ocasiones, no de la casa en cuanto vivienda material sino también de la marca de abrigo vital que, indefectiblemente, proviene de la mujer. Y nótese bien: la mujer. No una en especial, sino la mujer en abstracto. Es decir, celebra el poeta que el solo acercamiento a la idea de lo femenino es capaz de provocar el más intenso de los sosiegos. Piénsese en este fragmento.  
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo / se construye la casa, / entre murmullos y silencios. / Hay que acarrear sombras de piedras, / leves andamios, / imitar a las aves. / Especialmente cuando duerme / y en el sueño sonríe / -nivelar hacia el fondo / no despertarla, / seguir el declive de sus formas, / los movimientos de sus manos (Terredad). 
La casa, sin embargo, no siempre es hermosa: a veces es la casa deshabitada que se derrumba, la casa un tanto fantasmal que todos llevamos a cuestas. Es también esa irremediable carencia de la niñez y de ese pacífico estado, presente en todas las personas. Así lo demuestra este trozo: 
¿De quién es esta casa que está caída? / ¿De quién eran sus alas atormentadas? / Hay una puerta con ojos de caballo / y flancos secos en la brida muerta / de su aldaba (Muerte y Memoria). 
o por ejemplo este otro: 
Entro en la casa agreste / recubierta con periódicos viejos, / de oblicuos muros donde declina el viento / (...) / Aquí al azar con que me albergo / mi poesía se reconoce / en la humildad de esta casa de piedra (Algunas Palabras)
De este modo, también el autor canta a esa infancia, a esos recuerdos siempre vivos –y revividos en y por la escritura– con el eterno aderezo de la nostalgia.

La silla parte también del concepto de quietud. La silla sugiere lo estático, lo silencioso. Hace ella pensar, inequívocamente, en la inmovilidad de la muerte, en lo que se detiene para nunca más seguir, la inercia final a lo que todo está condenado. Veámoslo claramente en estas líneas:
¿Qué está claveteado en esta silla / sobre su rugoso cuero, bajo sus patas, / para que aceche aquí un peligro tan fuerte? (Muerte y Memoria). 
Ese peligro que acecha fuertemente no es otro que la posibilidad de llegar a la última inmovilidad. Y es que lo petrificado no representa para Montejo la serenidad ni la paz; o al menos es esa la impresión que deriva de la imagen del asiento. De tal modo, salvo la que proviene de la serenidad viva de los árboles, para el poeta la quietud es algo altamente temible, porque recuerda la parálisis, la espera del fin inevitable. 

La señal equina remite a lo indómito, a lo que está en constante movimiento, a lo que es imposible detener. Tal quería también –y, por lo pertinente es imposible dejar de mencionarlo– el inmenso García Lorca, que con tanta insistencia también la utiliza. El caballo es, pues, algo que no se identifica con lo desbocado en sí, sino con lo que de desbocado tienen los recuerdos, lo impredecible de las reminiscencias: el pasado, con todas sus cargas de vivencias y de sentidos, constituye algo de lo que no sólo no puede uno librarse, sino también algo que resulta absolutamente imposible de vaticinar. Escuchemos estos versos: 
El viento te lleva lo que escribo / en su posta de noche y de caballo (Muerte y Memoria). 
O valen también estas líneas: 
Seré un cadáver inocente / contemplativo inmóvil de mis restos / aunque a pesar mío suene a réquiem / aquel llanto en la sombra sin nadie / en los cascos del viejo caballo (Muerte y Memoria). 
El pasado, lo que se evoca –voluntariamente o no– resiste toda prueba: puede él pasar inviernos y arideces y seguir incólume. El poeta intuye, sin embargo, que acaso ello sea –precisamente– la mayor fuerza (¿y utilidad?) de lo pretérito: su fortísima capacidad para servir de santo y seña, su magnífica posibilidad para funcionar como identificación permanente.   
En el próximo pueblo hay un rostro / al que he conocido hace siglos, / salvo la lluvia y el polvo / salvo el tacto en los espejos, / me reconocerá por el caballo / y los cascos llenos de nieve (Muerte y Memoria). 

2. El signo arbóreo 
Llegamos así al centro de este trabajo, al núcleo de estas líneas: el árbol. La planta es, dentro de toda la obra montejiana, un símbolo que indefectiblemente produce una resonancia de estoicismo. No puede uno dejar de pensar en cómo los árboles parecen tener esa capacidad para saber resistir, erguidos, todos los avatares que la vida, y acaso también la muerte, puedan presentar. Téngase por modelo este fragmento:
y los árboles majestuosos, / estremecidos en sus follajes oscuros / soportan los fragores de los truenos / como quien oye graznar sus aves familiares (Élegos). 
El árbol es silencio, es paciencia. El árbol es, inclusive, certidumbre. Por eso sabe esperar, por eso siempre se mantiene quedo y firme: 
Se movió el mundo, no mis ramas, / me quedé tenso ante los días / como un volatinero. / (... ) / Estoy donde los vientos me dejaron / sin renegar de mis dioses… (Terredad). 
Por otro lado, es el árbol una encrucijada: él dirige no sólo a lo vertical y a lo que se eleva, sino además a lo que cala hondo y extiende sus raíces, a lo que sale al mundo pero al mismo tiempo se mantiene aferrado al suelo. El árbol es, pues, dentro del vasto imperio de las emociones, el dejo de espiritualidad –¿y ascetismo?– que puebla la voz del autor. 
Los árboles de mi edad / a quienes igualaba de tamaño / ya son más altos que mi cuerpo / y menos solitarios / (...) / Sé que vinimos juntos a la vida, / la hemos amado sol a sol / y piedra a piedra, / bajo flor o palabra hemos buscado a Dios / cada uno en su sueño… (Terredad).
Hablan poco los árboles, se sabe. / Pasan la vida entera meditando / y moviendo las ramas (Algunas Palabras).
Entonces no cabe duda que el signo arbóreo ha sido una de las más caras brújulas de Montejo. La planta y su silencio, su estoico modo de permanecer en pie y recibir cuanto pueda venir de los elementos exógenos, ha estado presente siempre, señera, dentro de la obra. Tanto es así que, a veces, el árbol no es el protagonista del poema, no es su médula, pero es él quien le otorga a todo el conjunto textual la más contundente de las fuerzas. Téngase como ejemplo estos versos: 
La lluvia no se ve. Sólo sus ojos / absortos resplandecen / siguiendo al buey que ara lejano / y a los árboles mudos / que oyen el viento (Terredad).
Todo está aquí clarísimo: el árbol –y la imagen prácticamente inédita del buey– adquiere su vigor máximo si se tiene en cuenta lo súbito de su aparición, ya al final del poema. 
Yo palpo / la intermitencia de las arboladuras / su fuego girante, delirante… (Élegos).
La planta también funciona como encadenador de signos, como vínculo y eslabón entre elementos que, de otro modo, serían poco menos que irreconciliables. Así lo demuestran estas líneas: 
Tengo un pacto sentimental con la madera / (...) / Tengo amistad con el azul a que se abrían / entre inmóviles árboles (Muerte y Memoria).
Es probable que, salvo por la presencia unificadora del árbol, poco en común hubieran tenido la madera y el cielo. Pero allí estaba el signo arbóreo para ligar conceptos aparentemente disímiles: al entrar él en escena, lo vegetal y lo celestial pueden encontrar un punto de fusión. 

En otras ocasiones el signo arbóreo se encuentra en plural: el bosque no hace más que ratificar y afianzar las apariciones del árbol en singular. 
En los bosques de mi antigua casa / oigo el jazz de los muertos (Élegos).
O pueden verse estas líneas, donde lo vegetal quiere unirse con lo humano: 
En el bosque, quien no ha logrado ser un árbol, / sólo puede llegar a ser parte del otoño (Terredad).
El árbol es, finalmente, el hombre mismo, el poeta mismo. Existe entre la planta y el ser humano un vínculo fundamental e ineludible, de tanto que ambos se asemejan. No sólo porque –como ya citamos antes– a veces hombre y planta tienen igual edad, sino también igual búsqueda. El tiempo, que rota y retorna infinitamente une a los humanos y a los vegetales, de allí su familiaridad. 
Pero los más sentimentales no son verdes, / ni siquiera son árboles / sino hombres que viajan por amor a su aldea. / La vida es su color, el tiempo / que dispersa sus hojas… (Terredad).


Referencias bibliográficas de Eugenio Montejo
  • Élegos. Editorial Arte. Caracas, 1967
  • Muerte y Memoria. Ediciones de la Universidad de Carabobo. Valencia 1972
  • Algunas Palabras, Monte Ávila Editores. Caracas, 1976
  • Terredad. Monte Ávila Editores. Caracas, 1978
  • Trópico Absoluto. Fundarte. Caracas, 1982
  • Alfabeto del Mundo. Monte Ávila Editores. Caracas. 1986
  • Adiós al Siglo XX. Editorial Renacimiento. Sevilla 1997
  • Partitura de la Cigarra. Pre-Texto Editores. Valencia, España. 1999
  • Antología. Monte Ávila Editores, Caracas, 1996
  

No hay comentarios:

Publicar un comentario