Encuentros con lo inefable

Una aproximación a El falso cuaderno de Narciso Espejo

Fanny Pirela Sojo

¿Qué sucede en el individuo viviente en el momento en que ocupa el ‘puesto vacío’ del sujeto, en el punto en que, al entrar en un proceso de enunciación, descubre que ‘nuestra razón no es más que la diferencia de los discursos, que nuestra historia no es más que la diferencia de los tiempos, que nuestro yo no es más que la diferencia de las máscaras?
Giorgio Agamben

Nada de colocarse en actitud de sabios que descubren.
Lo que se quiere es algo semejante a la contradicción
Guillermo Meneses

“Intento explicar el por qué de este trabajo; decir la razón que me guió para inventar las falsas memorias de Narciso Espejo” (Meneses, 1981: 123). La entrada de El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952), el “Expediente del cuaderno y del recuerdo” es más que la Explicación de Juan Ruiz. Se trata de una advertencia y una solicitud de complicidad: en el viejo lugar de las certezas, los verdaderismos (1) y las teleologías, vendrá a alojarse la sospecha. La empresa autobiográfica se consagrará a ser lo que no se espera de ella. Ni auto –no hay correlato entre autor/narrador y personaje–, ni bio –el relato, sustraído del contrato de la verdad, no puede “relatar” historia de vida alguna– es nada más (y nada menos) que grafía, escritura. Pero si la escritura acontece con la condición de ser leída (“interpretada” de “determinado modo”, de acuerdo con el DRAE), tal lectura se presenta, de entrada, como algo problemático. El lector, interpelado, solicitado (2) desde ese lugar, habrá de apostar por un contrato de lectura equivocado.

Juan Ruiz confiesa impúdicamente su exilio del –engañoso– lugar del acierto. Frente a una tradición literaria (3) que promete diagnósticos y respuestas, prefiere insistir en la evasión, la incertidumbre, la grieta; la fuga en el sentido más deleuziano: desterritorialización, sin sujeto y sin Dios (4). El gesto es más que insolente, no sólo ante esa tradición que reclama el arraigo de la producción literaria en un “programa”, en un decir alentado y articulado por cierto sentido (la “miseria informativa, instructiva”, diría Macedonio Fernández), sino –y lo más importante– ante toda una narrativa fundada en la propia noción sistémica de sentido. El texto, la multiplicidad de sujetos que hablan en, por y desde él, es una voz plural que difiere y desdice de sí al tiempo que enuncia. Narrador, personajes, tiempo y espacio son instancias contingentes. 

¿Irá entonces deliberada, decididamente a asilarse en la zona del error? El problema no puede resolverse como la paradoja de Epiménides. Como bien dice Foucault (1989): “Cuando el lenguaje se definía como lugar de la verdad y lugar del tiempo, era para él tremendamente peligroso que Epiménides el Cretense afirmase que todos los cretenses eran unos mentirosos: el vínculo de ese discurso consigo mismo lo desvinculaba de toda verdad posible”.

“Yo miento” es un error en tanto existe una operación contractual de realidad que subordina el enunciar al conocer. Epiménides falta a la verdad. Que el enunciado contenga su propia impugnación no representa problema alguno; sólo reitera que lo que separa verdad de mentira se ampara en la convicción ilusoria de que las palabras son efectivamente capaces de nombrar, de revelar y comunicar la totalidad del mundo. Lo que instituye la verdad –y lo que delata su falta– está en los límites de un lenguaje articulado en oposiciones binarias, a partir de los conceptos precarios de acierto y error, donde “acierto” admite los conceptos que enuncian conforme al testimonio del conocimiento, y “error” todo lo que desafía esta correspondencia.

Pero cuando “sé que el mundo a donde voy a llegar es el mismo que construyo con mis palabras cuando fabrico la historia –las historias– de mi vida” (Meneses, 1981: 130), los goznes de la autobiografía, de la literatura, y sobre todo, de la palabra misma, quedan al descubierto. Si el lenguaje no nombra, sino –apenas– registra, re-conoce apriorismos proyectados sobre el mundo, lo “real” no es más que discurso. No hay voluntad de relato y, por tanto, tampoco posibilidad de error: desdibujadas las referencias de lo que el nomos pretendería oponerle (el acierto), se trata, más bien, de una errancia.

El errante vive en el tránsito, se hace con y desde él. Precisamente por no habitar un espacio delimitado, surca, confronta y afronta permanentemente situaciones liminares, de umbralidad. Instala su experiencia en el instante fugaz y eterno del entre de los mundos, de las realidades y los discursos. “Prefiero dejar mi nombre en los edificios de eternidad, en lo efímero de siempre, en la permanencia de lo que sólo dura un instante” –declara Narciso en las primeras páginas del Cuaderno apócrifo– porque “Nadie puede conocer mejor –en lo que a mí respecta– cuándo una mentira es más auténtica que la verdad. El reflejo, inteligentemente preparado, puede ser más valioso que la verdad. Más valiosa aún, la presencia entrevista de lo que se quiere ocultar” (Meneses, 1981: 129).

Como ocurre con las imágenes al confrontar dos espejos, Narciso, Juan Ruiz y ése-que-no-es-Narciso Espejo, se miran, contraponen y traspasan, multiplicándose y disparando cada vez nuevas posibilidades significantes. Más allá de la consabida autorreflexividad de toda la producción contemporánea, el cuestionamiento se centra entonces en lo que implica propiamente el mero hecho de enunciar, el “yo hablo”, que en toda instancia supone la existencia de un sujeto.

“Tomar verdaderamente en serio el enunciado yo hablo significa, de hecho, dejar de pensar el lenguaje como comunicación de un sentido o de una verdad por parte de un sujeto que aparece como titular y responsable de ellos; significa más bien considerar el discurso en su puro tener lugar y considerar al sujeto como la ‘inexistencia en cuyo vacío prosigue sin tregua el derramamiento indefinido del lenguaje” (5) (Agamben, 2000).

Esa “inexistencia” tiene en Meneses la figura de un narrador acéfalo, incierto, proliferante. El “Documento A”, en el que Juan Ruiz se introduce como el autobiógrafo –de otro-, da la entrada al “yo” fragmentario de Narciso, quien a su vez termina por declarar su deserción definitiva del relato en las últimas líneas de la novela:

“Tan convencido estoy de la igualdad de experiencias, que podría contar su vida como si fuese él el narrador. Podría cederle el “yo” de mi relato con la mayor naturalidad. Decirle: “Narciso, aquí tienes la pluma. Comienza…” (Meneses, 1981: 127).

“Para terminar, insisto en afirmar que yo no soy Narciso Espejo. Me llamo Pedro Pérez –u otro nombre sin especial distinción– y soy un hombre –uno como tantos– que escucha sus propios pasos en el silencio de las calles nocturnas y piensa en la angustia del compañero desaparecido” (224).

El “compañero desaparecido” es Juan Ruiz, que “en el momento de comenzar a leer las páginas del cuaderno (…) se debatía quizás en la agonía de su suicidio” (216). Su palabra, ésa que señala “las cosas como un dedo sonoro”, la que conoce, designa, califica, valora y limita, la que crea la realidad y le hace vivir (en) la alucinación del sustantivo –que se pretende pleno y cree identificar el verbo con la experiencia– le “dicta la muerte” (127). El escribidor de las memorias de Narciso Espejo se suicida porque, como Narciso en el acto de negar su nombre, no puede dar cuenta más que de su propia imposibilidad. “El ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto” (Foucault, 1989) o, para decirlo con Agamben, la forma en que un sujeto puede hablar de su propia disolución es ponerse “entre paréntesis” (2000). El enunciante de El falso cuaderno es siempre una potencialidad:

“Aquí terminan las páginas que me cedió hace tiempo Juan Ruiz. Es posible que yo haya cambiado algunas expresiones, aunque creo que el contenido ha sido respetado integralmente. No lo sé. Desde hace algún tiempo me es difícil estar seguro de algo. Es posible que yo haya inventado algunos recuerdos de Juan Ruiz, como es posible que sea Juan Ruiz quien está contando mi historia y colocando sobre mi verdadero nombre –como un antifaz– ese seudónimo a medias mitológico de Narciso Espejo” (Meneses, 1981: 171).

Parentético, el sujeto de la enunciación se convierte en contingencia que habita el testimonio, en ese espacio que está “entre una posibilidad y una imposibilidad de decir” (Agamben, 2000). Si el que cuenta es una pregunta, el reflejo que devuelve es un desarme, un desamparo de las formas convencionales de aproximación al mundo. Desde una voz polifónica que se autoriza y se desmiente al unísono, la novela renuncia a la verosimilitud y se sustrae al impulso de representar, para consagrarse al cuestionamiento de los mecanismos desde los cuales opera el proceso mismo de la representación.

Exiliada del compromiso con la realidad, discurrirá desde la extra-vagancia(6): “Conozco el país donde voy a llegar. Es el mismo que estoy dibujando en estas líneas” (Meneses, 1981: 130). Las palabras que se saben y confiesan artificio no (se) proponen referir, sino producir el mundo. El derramamiento indefinido del lenguaje supone ciertas licencias al desvarío, si por él tomamos la renuncia a la razón convencionalmente entendida como instrumento de conocimiento; implica la aventura promiscua, perpleja y compleja de la pura incertidumbre, de la no-verdad; que no es un simple apartarse de la verdad, sino el total abandono de la idea de que ésta sea: la ruptura con la tranquilidad edípica de la solución y el habitar la zona inquietante de la esfinge (Agamben recuerda el monstruo “mitad humano, mitad fiera” que sorprendía a los hombres en el paso hacia Tebas con un acertijo que debían resolver ante la amenaza de ser devorados: Edipo responde, acierta y “lo que hay de inquietante y de tremendo en el enigma desaparece inmediatamente” (Agamben, 2002: 191), la esfinge se suicida y Occidente termina destinando el pensamiento al desenlace del enigma, en lugar de cultivar la proliferación significante del enigma mismo), que se expande, abunda, cuestiona y, por tanto, desespera: despoja de ser la esperanza, el “apetito ‘unido con la opinión de que se conseguirá’ la meta”. (Bodei, 1995: 86). En el impulso occidental hacia la respuesta, en su insistencia hacia la verdad prometida, está la marca de una fuerte obsesión ansiolítica.

“Los filósofos son a menudo como niños pequeños que primero garabatean con su lápiz algunas rayas sobre un papel y luego preguntan a los adultos ‘¿qué es esto?’ Esto es lo que pasó: el adulto con frecuencia había dibujado algo y dicho: ‘esto es un hombre’. ‘Esto es una casa’, etc. Y ahora el niño hace rayas y pregunta: ‘¿y esto qué es?” (Wittgenstein, 1980). Esta operación de desciframiento es, para decirlo ahora con Nietzsche, la interpretación. Interpretar es la forma que toma el proceso de advertir un “mensaje oculto”, cuyo sentido último debería ser develado: es aquello que funda la significación. Para Meneses, el “elemento razonador”: “Un elemento razonador anda molestando allí, convertido en maniática forma de ordenamiento y explicaciones (…) El molesto elemento razonador asoma las narices en todos mis actos, desde hace un buen poco de tiempo. El pensamiento pretende meterse en delicados vericuetos, conocer las cosas en su estricta verdad, en el límite preciso de sus matices y ese afán de minuciosa curiosidad dirigido contra mí mismo conduce en la mayoría de los casos a una mezcla de disfraz y espejo francamente desagradable” (1981: 134).

Sin meta, el tránsito no se limita a la consecución de un sentido (7). De lo que se trata, entonces, es de procurar eludir la noción interpretativa del lenguaje, de generar nuevas posibilidades de pensamiento ajenas a la glosa, nuevas lógicas que prescindan de la persecución, prosecución y comunicación de la verdad como sentido engendrado o autorizado por una subjetividad particular, que alguna otra debería “desentrañar”.

Así, la intentona autobiográfica cede la “Segunda Parte” de la novela al Primer reportaje sobre la nube amarilla, “reportaje novelado” que alude al acontecimiento:

“Todos tuvieron que notar el redondo brillo de aquel pesado monstruo de pluma y algodón, porque la ciudad se llenó de una tensión ambiental extrañamente delicada (…) un movimiento detenido, un aletear que no llegaba a vuelo, una estridencia de tan corta duración que no podía ser sonido” (Meneses, 1981: 185).

Resultará interesante esta lectura a partir de lo que Gruzinski ha llamado precisamente el Modelo de la nube, que “supone toda realidad extraña, por un lado, una parte irreconocible y, por otro, una dosis de incertidumbre y de aleatoriedad” (2000: 61). La nube amarilla de El falso cuaderno se reconoce en esta caracterización: es “sagrada”, “enferma y asqueante”, “mineral, de cualidades no definidas” y “contradictoria”. A su luz ocurren “tragedias” y sucesos “desesperados”. Congrega y detona todas las situaciones de umbralidad de la novela: Juan Ruiz se suicida esa misma noche, después de entregar a Narciso el cuaderno con sus memorias. Verosímil en tanto nube, pero inverosímilmente amarilla, su sola presencia constituye una figura paradojal; desde lo conocido –cualquier tarde puede posarse sobre la ciudad una nube– deviene extraña, remota, advenediza: ininteligible. “La luz de aquella tarde era como la impresión que puede producir la palabra de un individuo extranjero que nos pregunta algo en un idioma desconocido” (Meneses, 1981: 186).

Si el “Expediente del cuaderno y del recuerdo” desarticula el quien escribe, el “Legajo de la nube y del suicidio” cuestiona el qué. El falso cuaderno no se queda en la negación: al tiempo que desestabiliza las bases de la tradición, erige sobre los escombros una reflexión en torno a sí misma como escritura, como propuesta ficcional y como producción significante.

En tanto el instrumento que permite ver la realidad es precisamente ése que la crea, el sentido de las cosas puede ser transmutado: estamos ante un espacio que se deshabita, se transfigura y se rehabita cada vez. El mundo es inaugurado por la palabra, el territorio de producción de la realidad que forja y deshace, desquicia y articula sentidos, acontecimientos significantes.

“Si el cuento de Jesús había sido realidad una vez, podía repetirse después de muchos siglos un hecho que creara de nuevo el relato evangélico (…) Si había sido posible el antiguo relato del pesebre, otro pesebre podía hacerse en las formas de la vida para que yo naciera de la Madre María” (Meneses, 1981: 138).

Pero la creación de una nueva fábula humana demanda habilitar lo “imposible”, precisamente lo que la sujeción lingüística convencional no permite pensar.

“Aparte imaginerías literarias, sé que estoy trabajando con un material que se me escapa; tengo que ayudarme a mí mismo para lograr la más estricta compresión de los datos que poseo. Trato de realizar el esquema de la lucha que he sostenido contra mis fantasmas. He vencido algunos de esos monstruos al incorporarlos a mi existencia; otros se me han escapado y no sé si están muertos ya que, alguna vez, he creído sorprender atisbos de sus movimientos, como voces que hasta mí llegan desde mundos que desconozco” (130).

Monstruos y voces pertenecen al modelo de la esfinge: demanda crítica y experiencia poética, el texto menesiano atraviesa la paradoja de una palabra que acontece entre la apremiante necesidad de impugnarla y la triste conciencia de que es ella, precisamente, la que habilita esa impugnación: la (im)potencia de una realidad que se presiente de otro modo intransitable.

¿Cómo registrar una palabra incesantemente enfrentada con la imposibilidad de prescindir del significado, o lo que es lo mismo: de su propia imposibilidad? ¿Cómo enunciar al tiempo que se apuesta por la insubordinación ante el lenguaje? Si el límite del pensamiento es el lenguaje, si el lenguaje hace la realidad, ¿cómo presentir o rozar el mundo que lo excede?

“Un pintor que careciese de manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas” (Nietzsche: 1990).

Meneses lograría acaso liberarse del modelo edípico, desde lo que Nietzsche convoca como el “paso de una esfera a otra”, el lugar del sentido donde un gerundio inagotable es capaz de desplazar los confines del pensar, y en el que el lenguaje se ve instado, diría Wittgenstein, a lanzarse contra sus propios límites. En el laberinto que procura la galería de los espejos subyace el advenimiento de un pensar fuera de la diferencia entre el revelar y el esconder, menos próximo a la escisión que produce el significado que al devenir heracliteano del enigma, en el que “los opuestos no se excluyen, sino que señalan hacia su invisible punto de contacto” (Agamben, 2002: 192). Sucede que la imagen de sí mismo contemplada por Narciso en los remansos del agua no es ya Narciso solamente, sino que a ella está unido un misterio, extraño tanto a Narciso como al agua de la fuente.


Notas
(1) El término es de Macedonio Fernández.
(2) “En el sentido en que solicitare significa, en viejo latín, sacudir como un todo, hacer temblar” (Derrida, 1998).
(3) Tradición que él mismo había contribuido a construir: en sus primeros textos, Meneses arrastra el discurso político e ideológico del letrado del siglo XIX, que ve en el arte un tránsito hacia el “progreso” de las naciones. A partir de La mano junto al muro, más allá de un importante quiebre con la tradición que lo precede, genera una ruptura con su propia escritura.
(4) “Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando este trabajo de las materias y la exterioridad de sus relaciones. Se está fabricando un buen Dios para movimientos geológicos. En un libro, como en cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos, territorialidades: pero también hay líneas de fuga, movimientos de desterritorialización y desestratificación” (Deleuze, 2004: 8).
(5) Agamben dialoga aquí precisamente con el texto de Foucault, El pensamiento del afuera.
(6) Exploración alternativa, aleatoria, fuera de orden.
(7) “Un yo que es al mismo tiempo y de manera contradictoria siervo y señor, que consume su propio dominio y sólo puede reencontrarse permaneciendo en la paradoja, en el fiel de la balanza que marca el hecho de que ya no es sustancia, ni objeto, ni siquiera el polo idéntico a sus propios actos ¿Dónde se reencuentra entonces? En el ejercicio mismo, en la práctica misma del distanciamiento, que ya no es, por tanto, sólo una manera de llegar a una meta (a una egología, por ejemplo), sino que es ya el lugar de llegada. El sendero no conduce, literalmente, a ninguna parte: en definitiva, sentido y ‘racionalidad’ se hallan en juego durante el recorrido, en el continuo ir y venir, que para Husserl es una ‘revolución’ en el modo de pensar” (Rovatti: 1989, 62).

Bibliografía
  • Agamben, G. Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental. Editora Nacional, Madrid, 2002.
  • Agamben, G. Lo que queda de Auschwitchz. El archivo y el testigo. Homo sacer III. Pre-textos. Valencia, 2000.
  • Bodei, R. Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político. Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
  • Derrida, J. De la différance. Disponible en: http://www.heideggeriana.com.ar/comentarios/de_la_diferencia.htm
  • Deleuze, G. y Guattari, F. Rizoma (Introducción). Fragmento del libro “Mil Mesetas”.  Pre-textos, Valencia, 2004.
  • Fernández, M. Museo de la novela de la eterna. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1982.
  • Foucault, M. El pensamiento del afuera. Disponible en: http://www.temakel.com/texfilfoucault1.htm
  • Gruzinski, S. El pensamiento mestizo. Paidós, Barcelona, 2000.
  • Meneses, G. Espejos y disfraces. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981.
  • Nietzsche, F. Sobre verdad y mentira en el sentido extramoral. Madrid: Tecnos, 1990. (inédito; escrito/dictado en 1873. Trad. Luis M. Valdés y Teresa Orduña). Disponible en: http://www.nietzscheana.com.ar
  • Rovatti, A. y Dal Lago, A. Elogio del pudor. Paidós, Barcelona, 1989.
  • Wittgenstein, L. Vermischte Bemerkungen, Basil Blackwell, 1980. (Fragmento traducido por Luis Miguel Isava).
 

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