Erotismo y violencia

Una aproximación a la narrativa de Israel Centeno

Valmore Muñoz Arteaga 

I 
En la actual narrativa venezolana, la obra de Israel Centeno se asoma como una de las más originales y más sólidas. Una obra que mezcla acertadamente géneros narrativos aún menospreciados por la crítica como la novela negra y el erotismo, uniéndolos en un ambiente de violencia y caos en donde los rasgos más oscuros de la modernidad vienen torciendo el cuello al hombre, haciéndolo –ahora más que nunca– un ser para la muerte. Quizás por eso se ha transformado, casi unánimemente, en una referencia obligatoria entre los escritores más jóvenes de una Venezuela devorada por el mismo caos que ella engendró. 

Si nos empatamos con esa idea de las generaciones, Israel Centeno pertenecería a la generación en la que Gisela Kosak dice haberse formado bajo la tutela de una democracia representativa que degeneró en una grotesca caricatura represiva y que se volvió caldo de cultivo para los escritores y pensadores que luego ingresarían a las universidades o se reafirmarían en la escritura, nos referimos concretamente a gente como Adriano González León, Eduardo Liendo, Salvador Garmendia, Carlos Noguera, Francisco Massiani, Antonieta Madrid, Laura Antillano y, el conspicuo, Luis Britto García.  

De allí que muchos críticos aseveren que la narrativa de Israel Centeno se construya en torno a la base de una frustración social, motivada por haberse tropezado sin remedio con los enclenques fundamentos revolucionarios auspiciados en los años 60 y que se envilecieron en el camino por una idea tergiversada de la democracia. Naturalmente, y según esta idea, debemos asumir que todos –o casi todos– los escritores contemporáneos con Centeno transitan la misma frustración. Según Carlos Sandoval, la generación a la que pertenece Centeno es a la de los “narradores del noventa”. Sandoval divide las últimas décadas de la narrativa venezolana de la siguiente manera: de 1960 a 1969 “década violenta”, de 1970 a 1979 “década miserable” y de 1980 a 1989 “década de los nuevos románticos”, producto de estas tres décadas insurge la de los noventa donde encontramos, además de Israel Centeno, a Ricardo Azuaje, Rubi Guerra, Milton Ordóñez, Luis Felipe Castillo, Juan Carlos Méndez Guédez, José Roberto Duque, Nelson González Leal, entre otros.  

Efectivamente, somos hijos de nuestra época, estamos condenados a ser reflejos de lo que ocurre a nuestro alrededor y vaya si no será así que somos nosotros mismos quienes damos forma a eso que nos rodea. Sin embargo, reducir a un escritor a esta condición me parece un gesto, además de mezquino, propio de quien no ha asumido la escritura como actividad vital. La literatura tiene tantos caminos, no sólo para llegar a ella, sino para transitarla. La literatura y la escritura tienen infinidad de caminos menos uno, el camino de salida, o quizás sí existe un camino para salir de ella, la muerte. Aquí marco distancia con Vila-Matas y algunos de sus Bartlebys. 

La narrativa de Israel Centeno es ciertamente violenta, pero no creo que se deba a frustraciones sociales, creo más bien que sea una especie de exorcismo para condenar a la desaparición absoluta a los demonios que vienen tragándose la sensibilidad humana. Si para que desaparezcan las cosas hay que nombrarlas, Centeno intenta en sus novelas y cuentos hacer un catálogo de esos demonios que, realmente, no son tan modernos, son, más bien, bastante antiguos. Henry Miller creía que detrás de la palabra está el caos, que cada palabra es una franja, un barrote, pero que por muchos barrotes que empleemos nunca serán suficientes, tal y como ocurre con el Satanás del Códex Gigas, porque –y siguiendo con Miller– el caos es la partitura en la que está escrita la realidad y esa realidad nos devora como un cáncer supurante. 

II
La obra de Israel Centeno se condensa entre la novela y el cuento. Calletania es su primera novela, fue publicada en 1992 y reeditada en 2008. Esta novela es un entramado de diálogos entre diversos rostros de la realidad. Una realidad que aflora en un barrio de Catia, una realidad que toma forma de protesta contra los traficantes de droga que hacen vida en la zona y en el transcurso de la protesta asistimos a un festín de la carne. Las transgresiones dan vida a los personajes que terminan sucumbiendo, corroídos por sus propios demonios. Luego publica en 1993 El rabo del diablo y otros cuentos. Sobre este libro nos cuenta Eduardo Cobos: “Su segundo libro, El rabo del diablo, pareciera una extensión de aquella novela [Calletania], sin embargo, Centeno incursiona en relatos de poco trasiego, entre ellos el erótico duro que colinda con la pornografía, como lo mencionó Salvador Garmendia en el bautizo de ese libro. El lenguaje de El rabo del diablo se nos torna despojado y efectivo, en sus rasgos se nos presenta como una bisagra en la obra de nuestro autor”. En 1997 publica otro libro que reúne dos novelas cortas Hilo de cometa y otras iniciaciones, son las historias iniciáticas, digamos dos soberanas patadas al trasero de las ampulosas bildunsgroman clásicas, puesto que estas se sostienen sobre el muy humano debate de la iniciación sexual paseada por transgresiones, los parricidios kafkianos y la búsqueda del amor ideal entre la pelambre de sus propias vicisitudes. A este libro le sigue la novela Exilio en Bowery, publicada en 1998. Esta novela es toda una curiosidad de la narrativa moderna venezolana, debido a que mezcla con maestría géneros “tradicionalmente” antagónicos, la novela y la estética del cómic. Una mezcla de la cual terminarán alimentándose muchas de las más recientes figuras de la narrativa nacional como Roberto Echeto y Fedosy Santaella. La novela parte de una búsqueda, lo que la hace en cierta forma una novela negra, de tres objetos (un soneto de Aguirre, una estatuilla polinesia y una estrella de siete puntas romas) que suponen la necesidad de unificar aspectos en los exploradores que, históricamente, han separado a la humanidad: la religión y la cultura.  

En 2000 aparece Criaturas de la noche, un libro que reúne cuatro narraciones en torno a ciertos elementos fundamentales en la tradición de la literatura gótica y a la figura tácita de José Antonio Ramos Sucre. Elementos góticos traídos –y no por los pelos– hasta Venezuela y ubicados bajo los incontrastables símbolos de nuestra identidad. Figuras arquetípicas de las ficciones góticas (vampiros, licántropos, dobles, entre otros) puestos a deambular diabólicamente por el cerro el Ávila, conducidos sigilosamente por los aullidos de una perra amarilla. Historias que demuestran la veracidad de Poe cuando argüía que “el horror no viene de Alemania, viene del alma”. A estas criaturas le sigue una nueva novela, El Complot, en 2002, una ficción política que se enmarca en una ucronía. La novela va tejiendo en sus páginas una historia que funde el pasado con el presente de un país en torno a un intento de magnicidio. Una aventura narrativa que reúne en un mismo hilo argumental ficción y realidad que exige del lector una amplia visión acerca del contexto social y político actual, en especial, del venezolano, puesto que puede tomarse equivocadamente el sentido de la novela.  

Nuevamente la transgresión se asoma en la narrativa de Israel Centeno, esta vez a través de una poderosa novela erótica publicada en 2002 y que se titula La casa del dragón. La novela cuenta la historia de un grupo de personas que se encierran en un restaurante para entregarse a los placeres inconfesables de la lujuria.

Unos personajes alucinantes que se subyugan al poder pervertidor del sexo, un juego, algunas veces macabros, donde esclavitud y liberación tienen una misma cara. Las voces de Israel Centeno vuelven a cristalizarse en su, hasta ahora, última novela, Bengala, publicada en 2005. Rafael Rattia afirma sobre Bengala algo que nos llevará a una reflexión inicial: “Bengala, es una novela escrita desde el fondo turbio y desgarrado de la vida. Más aún, es la novela por excelencia de los tiempos que corren. Si es verdad el antiguo precepto árabe que tanto gusta citar cierto amigo; “los hombres se parecen cada vez más a su tiempo que a sus padres” entonces he aquí la comprobación empírica y subjetiva de la semejanza del narrador con su época, su tiempo histórico, su irrenunciable presente que lo funda y constituye”. 

III
Dos de los elementos que constantemente se repiten en la narrativa de Israel Centeno son un erotismo cargado de poesía alucinante y una particular visión de la violencia que nos recuerda, en muchos casos, a las narradas por Carver y el realismo sucio norteamericano. Dos elementos que en algunas oportunidades vienen anudados y se transforman en un solo discurso desintegrador y atomista.   

Las calles de las ciudades de Centeno se vuelven de pronto, caminos tortuosos que se abren en el cuerpo de los personajes. Ciudad y hombre se combinan para contarse, para descubrirse en la ira de vivir chupando de las ubres apolilladas del caos. Un caos cuyas dimensiones son las mismas del fracaso de las utopías con las que se había llenado de esperanzas una juventud que esperaba con euforia el advenimiento de tiempos mejores. Esos sueños de un hombre nuevo se transformaron en una llaga, en una herida lacerante que buscaba verterse por cualquier parte. Los caminos se bifurcaron y el que tomó Israel Centeno fue el de la literatura. La literatura y la escritura fueron las alternativas para descender hacia él mismo, hasta su propio infierno y volcarse en una pasión desmedida para ahogarlo. Centeno vertía palabras que terminaban hurgando en sus propias heridas que no eran otras que las mismas heridas de la ciudad, del país, de todos. “Hay que ir hacia una literatura acorde con el espíritu del tiempo”, dijo Vila-Matas en 2001, pero ya ese descubrimiento –de serlo– lo había hecho Israel Centeno desde su primera novela casi 10 años antes. Para ir hacia esa literatura, hay que primero, acercarse al propio espíritu, coquetear con lo desconocido y dejarse llevar por el asombro, como apuntó Baudelaire, para descubrirse en lo nuevo. Y esa novedad se busca en la esperanza de no esperar ya nada o de, como dijera Eliot, esperar sin esperanza. La narrativa de Centeno es la historia de la frustración: “Mi país resentía los arrebatos de la violencia, unos enloquecieron, pocos volvieron, con el alma y los huesos sanos, de la erosiva disolución. Ésa era la calle. Anarquía o bochinche”.  


Los personajes en las historias de Israel Centeno no son personas como cualquiera, son demonios sueltos. Demonios sueltos que devoran los paraísos falsos de los falsos profetas. Los personajes de Centeno son sombras funestas que viene tumbándolo todo y con hambre de no dejar nada en pie. Hombres y mujeres que muchas veces nos recuerdan al Harry Haller de Hesse, hombre cansado y hastiado de ver cómo las fórmulas se repiten dando siempre el mismo resultado: la disolución, el emborronamiento. Los personajes de Centeno son fauces enormes a las cuales ingresa el propio autor para desintegrarse o quizás no sea eso, quizás más bien busca integrarse en otra realidad. Así como solía hacer Pessoa antes de fusionarse entre las geometrías del abismo, o como Walser pretendió antes de hacerse uno con la nieve de la invisibilidad. También como el propio Hesnor Rivera quien se dejó devorar por sus propias palabras para hacerse invisible y volver a la tierra de las mujeres de otra raza. Salir de una realidad para ingresar a otra, la que proporciona la literatura, una realidad demencial, pero que equilibra al espíritu. 

Los personajes de Israel Centeno son demonios, aunque quizás no lo sean. Quizás son seres posesos por un demonio, el inabordable demonio de la violencia. Una plaga que termina por devorar las bases de un cuerpo social que sucumbe orgiásticamente y sin conciencia. Volvemos entonces a la necesidad de escribir desde el espíritu del tiempo en que se vive: Centeno mete sus manos en su realidad contemporánea y desde allí emprende el tejido de sus historias. Probablemente, busca descender hacia el infierno de esa violencia colectiva para fustigarla, para encerrarla en los territorios de una hoja en blanco y así poder, ilusoriamente, dominarla. ¿Buscando veracidad como apuntara Antonieta Madrid? No lo creo, no creo que sea ese el interés de Centeno. Creo que Centeno escribe no con ánimos de hacer creíble sus historias, lo hace por una necesidad vital: exorcizar sus demonios. 

IV
Una de las rutas para exorcizar a esos demonios es justamente el otro tema puntual en la narrativa de Israel Centeno: el erotismo. Un erotismo violento, salvaje, que obliga al lector a restregarse contra las paredes de una desvariada lujuria que nos devuelve a nuestros estados más primitivos, al origen. Lo Duca afirma que “el instinto sexual da al hombre la más precisa expresión de sí mismo y lo une sólidamente a los fenómenos cósmicos, cuasi místicos, de la vida”. A través de ese instinto sexual, Centeno elabora una gama de personajes neuróticos que acarrean la propia neurosis del autor. El neurótico, apunta Jung, es sólo un caso especial de hombre culto en desacuerdo consigo mismo. “El proceso cultural consiste en una doma progresiva de lo animal en el hombre; se trata de un proceso de domesticación que no puede llevarse a cabo sin rebeldía por parte de la naturaleza animal, ansiosa de libertad”. No hay nada más liberador que el orgasmo, escribe Vivian Jiménez. 

Israel Centeno desarrolla su obra como una gran edificación para la liberación, una edificación cerrada a las explosiones sociales y al bochinche rutinario. Una edificación cerrada al público, un espacio no para cualquiera, un teatro mágico. Su obra es un testimonio sin lloriqueos ni lamentaciones de la degradación moral erigida desde la propia negación de la naturaleza humana. Centeno reivindica el gozo íntimo por encima de las ligaduras y privilegios morales que, en todo caso, son las fórmulas hipócritas que han encubado el huevo del basilisco: la violencia, que surge, o insurge, desde las falsas bases de la convivencia social. Una liberación irracional si entendemos que, de alguna manera, la sexualidad está compuesta por diversas fibras de pulsiones irracionales.  

Al igual que en Teorema, extraordinaria película de Pasolini, Centeno utiliza al sexo como agente liberador, como vía para escapar de la escalada de violencia que se desarrolla en sus novelas. La ciudad y sus demonios baten sus oscuras alas en el pecho de los personajes. Baten sus alas desde el propio desorden que escupía sobre los códigos de armonía social y hacían del interior de la ciudad un holocausto de sus propias miserias. El sexo se imponía, entonces, sobre ese caos, liberando al hombre de su propia medianía, porque, parafraseando a Pierre Mérot, cuando el hombre no tiene grandeza, el sexo le presta la suya. 

En la novela donde esto queda más evidenciado es en La casa del dragón: “Fuera, a las puertas de aquella barra clausurada, turbas de bandos encontrados se lanzaban piedras entre sí, vaciaban sobre el pavimento la basura de los contenedores y la incendiaba. El caos avanzaba calle a calle por la ciudad como un cáncer que hace metástasis. Dentro, en los espacios fúnebres de La casa del dragón, las tensiones se armonizaban en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo e imponían un orden con la lógica de la gratificación”. La casa del dragón es el reino de la liberación, todo cae a los pies de Fedra, dominatriz lujuriosa que sirve de guía para la emancipación., es, de tal manera, la casa que vence las sombras. 

V
La obra de Israel Centeno no ha sido tratada con justicia, no se le han dedicado los estudios que merece. Permanece, en cierta forma, proscrita, lo cual la revela como una obra maldita como lo son, sin duda, las obras de Ramos Sucre, Mariño Palacio y Argenis Rodríguez. Maldita por escupir sin rubor sobre las miserias del hombre. Maldita por hundir su dedo en la llaga de una sociedad que se cae a pedazos ante la mirada serena de sus constituyentes.  

La obra narrativa de Israel Centeno no es, como se ha querido ver, una oda a la violencia. Por el contrario, es una obra que busca la redención a través del compromiso individual y sin querer asumirse como agente de salvación de la sociedad. No es esa su idea ni la idea de ninguna obra literaria. Sin embargo, es un grito al individuo. Una obra que, tras un matiz político, afirma su preocupación por la escisión del individuo, por la fragmentación de su espíritu y por su apatía ante la posibilidad de quedarse al margen de la historia. 

En Maracaibo, a diciembre de 2009.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario