Buenos Aires, 2010
Soy lento: he tardado quince años en pasar del mero
nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar
un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé
que me falta mucho para poder decir instantáneamente
lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la
literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a
través de la propia estupidez.
Rodolfo Walsh
Rodolfo Jorge Walsh nació el 9 de enero de 1927 en
Choele-Choel, provincia de Río Negro (Argentina). Fue el tercer hijo de Dora
Gil y de Miguel Esteban Walsh, de ascendencia irlandesa y pertenecientes a la
clase media rural. Posteriormente se establecieron en Juárez con la intención
de que los niños pudieran ir a la escuela, como lo narra el propio autor en «El
37»: «En 1932 dejó un puesto de mayordomo de estancia en Río Negro por una chacra
arrendada en Juárez y una casa alquilada en el pueblo. La razón de esa mudanza
éramos nosotros, los cuatro hijos que seríamos cinco al nacer mi hermana. Había
que educarnos: la exigencia, que él aceptó sin entusiasmo, era de mi madre. En
cuatro años estábamos en la ruina».
Así, después del desastre económico, la familia debe
dispersarse. En 1937, ingresa en un colegio para huérfanos y pobres en Capilla del
Señor (provincia de Buenos Aires). Y, entre 1938 y 1940, permanecerá como
pupilo en el Instituto Faghi, de la localidad de Moreno, que pertenecía a una
congregación irlandesa. Walsh vivirá en internados –que darán marco a los
cuentos que corresponden a la que se conoce como «la saga de los irlandeses»–
hasta comienzos de los cuarenta en que se traslada a Buenos Aires para culminar
la educación secundaria.
En 1944 intenta ingresar en el Liceo Naval pero suspende
en Dibujo –la carrera militar la seguirá su hermano Carlos–, por lo que empieza
a trabajar en la Editorial Hachette, primero como corrector y posteriormente
como prolífico traductor. Con veintiún años publica su versión de Lo que la
noche revela, de Cornell Woolrich, en la Serie Naranja de la Biblioteca de Bolsillo
de Hachette, dedicada al policial.
En 1945 su padre fallece, siendo mayordomo de campo.
Walsh se postula para ese trabajo pero los estancieros lo rechazan por su
juventud. Entre 1945 y 1947 participa en la Alianza Libertadora Argentina, de
carácter nacionalista y anti-imperialista. En una entrevista de 1972 declara:
«A los dieciocho años no estaba en condiciones de interpretar lo que vivía.
Para mí era un año [1945] de trompadas en la calle, de corridas».
Posteriormente cursará algunas asignaturas en la
Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata. En 1950, su relato «Las tres
noches de Isaías Bloom» recibe una mención en el Primer Premio de Cuentos
Policiales que organiza la revista Vea y Lea. A partir de 1951 se dedica al
periodismo y trabaja para Vea y Lea y Leoplán. En ésta también publicará
cuentos, siendo «Los nutrieros» el primero de ellos, aparecido el 26 de junio.
En 1953 compila Diez cuentos policiales argentinos, la
primera antología del género que se edita en el país. También aparece su libro Variaciones
en rojo, tres relatos en clave de policial clásico, con el que obtiene el
Premio Municipal de Literatura.
En torno a estos años se traslada con su mujer, Elina
Tejerina, a La Plata, al haber sido designada directora de una escuela para ciegos.
Allí fijarán su residencia y allí nacerán sus hijas: Patricia Cecilia y María
Victoria. Además, formará parte de la redacción de una revista estudiantil
junto a Elina: Fénix. En su primer número, en 1953, aparecen dos cuentos suyos
de tinte fantástico: «El ajedrez y los dioses» y «El santo».
En 1954 publica en el matutino La Nación un artículo en
calidad de «experto en literatura policial». También un cuento infantil, «La muerte
de los pájaros» –que aborda su preocupación por el poder y por la avidez
económica–, aparece en la recopilación de premiados por la editorial Kraft
(entre ellos, Enriqueta Muñiz, quien acompañará a Walsh en la investigación que
culminó en Operación masacre).
Hasta 1955 escribe artículos de crítica literaria y
divulgación cultural en Leoplán. En cambio, con el triunfo de la Revolución Libertadora
(autodenominación del golpe que derroca a Perón el 16 de septiembre de 1955),
incursiona en lo que conocemos como temas de «interés general». Atraído por
personajes excepcionales, realiza artículos con tintes épicos sobre el mundo de
la política, y en particular sobre el ámbito castrense, pero que abrigan el
germen de su discusión con las instituciones.
Para muchos 1956 es el año crucial que marcará su vida,
cuando decide denunciar la feroz represión que siguió al levantamiento
peronista del general Valle. La noche del 9 de junio la policía bonaerense, bajo
las órdenes del teniente coronel Fernández Suárez y antes de ser promulgada la
ley marcial, realiza un allanamiento en el barrio de Florida donde detiene a un
grupo de personas acusado de estar relacionado con la revuelta. De madrugada
son fusilados en un basural de José León Suárez. Cinco mueren (Carranza,
Garibotti, Lizaso, Rodríguez y Brión) y otros logran fugarse. Es la búsqueda de
uno de ellos, Juan Carlos Livraga, y su testimonio inicial lo que provocará la indagación
y ulterior denuncia de Rodolfo Walsh. Con «Yo también fui fusilado» inicia la
serie de artículos donde reconstruye laboriosamente los hechos, publicada entre
enero y marzo de 1957 en el diario Revolución Nacional. De allí resultará Operación
masacre, obra fundacional de la literatura argentina y verdadero hito del
género testimonial. Entre el 27 de mayo y el 29 de julio la revista Mayoría edita
la segunda serie de notas sobre los fusilamientos clandestinos. «Yo quería
ganar el Pulitzer», recordaría socarronamente tiempo después. Más seriamente
afirmaba: «Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, descubrí, además de
mis perplejidades íntimas, que existía un amenazante mundo exterior». Y
Ediciones Sigla publica Operación masacre, un proceso que no ha sido
clausurado. El libro conocerá varias versiones en vida del autor con notables
cambios hasta dar forma al definitivo: Operación masacre. Se debe a Roberto
Ferro el estudio en profundidad de todas las variantes del texto. Ese año,
además, Walsh escribe artículos en Leoplán, a menudo firmados como «Daniel
Hernández», su álter ego detective de Variaciones y otros cuentos. Publica también
dos cuentos en Vea y Lea («La trampa» y «Zugzwang»), y prepara la Antología del
cuento extraño para Hachette.
A mediados de 1958 denuncia un nuevo crimen: publicará
en Mayoría la serie completa de artículos del «Caso Satanowsky» donde aborda el
asesinato, el 13 de junio de 1957, de Marcos Satanowsky, abogado de Peralta
Ramos, principal accionista de La Razón, ordenado por los Servicios de
Inteligencia del Estado para hacerse con el periódico. Para llevar a cabo estas
indagaciones y proteger su vida, se mueve armado y con documento falso –como
«Francisco Freyre»– y evita vivir en su domicilio habitual, recalando en El
Tigre o en un rancho de Merlo.
En 1959, tiene una sección fija en Leoplán, «Argentina
en el ojo del mundo», donde comenta la información que le consagran al país los
medios extranjeros. Ese año es reclamado por Jorge Massetti para poner en
marcha la agencia de noticias Prensa Latina en Cuba, a la que se sumarán otros
grandes escritores del periodismo americano (como García Márquez, Onetti,
García Lupo, Triveri, Díaz Range…). A fines de julio se traslada a La Habana
con su segunda mujer, Estela «Poupeé» Blanchard, donde dirigirá el
Departamento de Servicios Especiales, dedicado a los problemas políticos de
América Latina y los culturales.
De su experiencia cubana, el episodio más recordado
(estupendamente narrado por García Márquez en «El escritor que se le adelantó a
la CIA») es aquel en que Walsh, aficionado a la criptografía, logra descifrar
un mensaje oculto en unos teletipos y descubre el plan para invadir Bahía de
Cochinos, instrumentado por la CIA a través de agentes en Guatemala. Enumerando
sus oficios, él mismo lo destacaba así: «El más espectacular: limpiador de
ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de
antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba».
De regreso a Argentina, Walsh inicia una relación con
Susana «Piri» Lugones. Se intensifica su creación literaria. Continúa
cultivando el policial (en 1961 obtiene dos distinciones en un concurso organizado
por Vea y Lea) y escribe dos obras de teatro, feroces sátiras del estamento
militar: La batalla y La granada. Esta última se estrenó en abril de 1965,
dirigida por Osvaldo Bonet, que leyó la obra y la consideró excelente cuando
formaba parte del jurado que se limitó a concederle sólo el «segundo» premio de
la Comedia Nacional, debido a que creyó inadecuado premiar un texto que se
mofaba del Ejército. Walsh habla al respecto en una carta a su hija Victoria:
«Lo ocurrido ahí demuestra que están equivocados quienes creen que me bastaría
escribir cosas “inofensivas” para que me llovieran los premios. Aquí hay todo
un sector de la cultura “oficial”, del periodismo “serio”, etc., que nunca me
va a perdonar que haya escrito Operación masacre y Caso Satanowsky, y que haya estado
en Cuba».
Por esta época se vuelca en la creación de cuentos
breves, a los que se refiere en carta a Donald Yates en 1964: «He abordado otro
género nuevo para mí, el humor, con piezas breves que ya se están publicando en
Leoplán y de las que, probablemente, saldrá un nuevo libro. Tienen una remota
deuda con Borges, pero sobre todo con Macedonio Fernández, el padre de todos
los humoristas argentinos».
En 1965 y 1967 publicará sus dos libros de cuentos
fundamentales (Los oficios terrestres y Un kilo de oro). Sus notas en Panorama (1966-1967)
señalan una cumbre en la historia del periodismo gráfico en Argentina: con un
estilo excéntrico en relación al tono general de la revista, los artículos
toman como objeto el noroeste del país, el mundo rural o selvático (paisajes y personajes
correspondientes a las provincias de Misiones, Corrientes o Chaco), a los que
incorpora fotografías como soporte del punto de vista que sostiene el relato.
Son grandes ejemplos de «antropología cultural» donde se combinan su magistral
forma con el respeto por la textura de las voces de los entrevistados. Una
atención a la oralidad que se encuentra en los cuentos que escribe en esos
años.
Retornará en distintas ocasiones a Cuba, en especial
para participar como jurado en el Premio Casa de las Américas o en el Congreso Cultural
de La Habana en 1967. Sobre su experiencia en la Revolución dirá: «Me fui a
Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a
veces fastidioso».
En 1969 publica ¿Quién mató a Rosendo?, obra en la que
acusa al mayor representante de la burocracia sindical del momento, Augusto Vandor,
por su responsabilidad en el asesinato del dirigente metalúrgico Rosendo
García, en mayo de 1966. Según palabras del autor: «Su tema superficial es la
muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García,
su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus
destinatarios naturales son los trabajadores de mi país». Además dirigirá el
periódico de la organización CGT de los Argentinos, el cual terminará
editándose clandestinamente (1968-1970).
Con gran intensidad vive Walsh en estos momentos la
tensión entre escritura y militancia política. Así lo resume Ricardo Piglia en la
entrevista que le realizó en 1970 y que acompaña la edición de Un oscuro día de
justicia (1973): «Su obra está escindida por ese contraste y lo significativo
es que a diferencia de tantos otros comprendió claramente que debía trabajar
esa contradicción y exasperarla. Liberar a la ficción de las contaminaciones
explícitas y usar su destreza de narrador para construir textos de crítica
política y de denuncia».
En todos estos años, como revelan sus diarios, es
permanente su preocupación por la escritura de una novela –que tiene ya
contratada con el editor–, a la que se une la de sus graves problemas
económicos, casi de subsistencia; así, se presenta a un concurso de La Nación que
se declara desierto; y se plantea presentar la novela una vez acabada al Seix
Barral. Con dramatismo describe su precaria situación en 1969: «Mi deuda con
Jorge Álvarez alcanza en este momento a 2.250 dólares […]. El tiempo que debí
dedicar a la novela lo dediqué, en gran parte, a fundar y dirigir el semanario
de la CGT. […] La falta absoluta de ahorros, y el punto extremo de deterioro a
que hemos llegado en ropa, mobiliario, atención médica, etc., hace más insostenible
el déficit. […] yo entro en Panorama como un derrotado, por causas ajenas a mi
voluntad, y porque esa voluntad no es lo bastante fuerte para buscar otras
salidas. Estoy harto de mi pobreza, y siquiera por algunos meses quisiera
remediarla».
A partir de 1970 milita en las Fuerzas Armadas
Peronistas. Sigue publicando esporádicamente notas de política internacional
centradas especialmente en América Latina. Viaja a Chile y a Bolivia. También imparte
clases de periodismo en barrios marginales, y crea el Semanario Villero (1970-1973)
del que no se conservan ejemplares.
En 1972 se traslada a una isla de El Tigre, junto a
Lilia Ferreyra –quien será su última compañera, a la que había conocido en
1967–, allí residirán hasta 1976.
En 1973 se incorpora a la organización Montoneros donde,
como oficial segundo con el alias de «Esteban» (el nombre de su padre),
integrará el área específica de inteligencia y en cuyo órgano de prensa
participará. Hasta ese momento el semanario El descamisado había tenido una
importante circulación. Pero, como señala Eduardo Jozami en su biografía de
Rodolfo Walsh, «para llegar a un público más amplio tenía que ofrecer mucha
información, estar bien hecho y registrar los acontecimientos con una visión
que excediera la mirada de las agrupaciones de la Juventud Peronista»; por ello
crearán Noticias, que alcanzará los 130.000 ejemplares diarios y en el que
trabajarán excelentes periodistas, como Bonasso, Gelman, Urondo y Verbitsky.
Walsh tiene allí a su cargo la sección de policiales, una de las más
importantes –como la de deportes o hípica– si querían disputarle al diario Crónica
los lectores de la capa más popular. Este año, publica como libro el Caso
Satanowsky e integra el jurado –junto a Cortázar, Onetti y Roa Bastos– del
Premio Internacional de Novela América Latina, auspiciado por La Opinión y
editorial Sudamericana. Además, se estrena la película Operación masacre, que
rodó clandestinamente Jorge Cedrón dos años antes, y en la que participó Julio
Troxler, uno de los sobrevivientes.
A mediados de 1974, con posterioridad a la muerte de
Juan Domingo Perón, se clausura Noticias, estando ya la organización Montoneros
en la clandestinidad. Como en otras ocasiones, asiste al rápido deterioro
político del país y a un nuevo golpe de Estado (24 de marzo de 1976) con que se
produce la instauración de la dictadura bajo el eufemismo de «Proceso de
Reorganización Nacional».
El 29 de septiembre de 1976 caerá en combate su hija
Victoria. En este contexto de desesperación y terror, Walsh desarrolla una
nueva estrategia periodística: escribirá desde la clandestinidad y el
nomadismo. Bajo el nombre de ANCLA (Agencia Clandestina de Noticias) tanto como
del de Cadena Informativa publicará textos mimeografiados que son distribuidos
por correo o de mano en mano; con ellos denuncia el poder devastador de la
Junta Militar, enfrentándose a la censura, en un recurso más de su imaginación política
y de su coraje. Además, disiente en repetidas ocasiones de la cúpula de
Montoneros; su oposición radica en que considera un error la persistencia en la
lucha armada contra un enemigo tan poderoso. Y se retira. Junto a su mujer se
traslada a San Vicente, en las lagunas del sur, a una humilde vivienda sin agua
corriente ni electricidad, lejos del «territorio cercado» de la ciudad. Allí
adopta la falsa identidad de un profesor de inglés jubilado y se marca «dos
apuestas para el 24 de marzo del 77: aniversario del primer año de gobierno de
la dictadura: terminar el cuento “Juan se iba por el río” y difundir un
documento que denunciara los crímenes de la dictadura», según ha señalado Lilia
Ferreyra, que también lo recuerda recitando, con ironía, como un Cicerón de las
pampas: «Quosque tandem, Videla, abutere patientia nostra!».
Quedan como último documento de su escritura los textos
donde plantea sus diferencias tácticas e ideológicas con los Montoneros; las
cartas públicas a los caídos: su hija Vicki y su amigo el poeta Paco Urondo; y
la memorable catilinaria que envía a la Junta Militar, su Carta abierta, en
ocasión de cumplirse el primer año del golpe de Estado, que firma con su propio
nombre. Como afirma Carlos Gamerro en «Rodolfo Walsh, escritor»: «En este texto
final el autor individual y el militante anónimo volvieron a encontrarse». Se
trata de la culminación de una labor intelectual signada por la vocación irrenunciable
de la ética, del ejercicio de la libertad y de la autonomía del escritor. El 25
de marzo de 1977 cae en una emboscada. No se entrega. Es acribillado y su
cadáver es trasladado a la Escuela de Mecánica de la Armada. Tenía 50 años.
Veinticuatro horas después, su casa será arrasada.
Sus cuentos
Rodolfo Walsh ingresa en el mundo del cuento con «Las
tres noches de Isaías Bloom», de 1950, que recibe una mención en el Primer Premio
de Cuentos Policiales organizado por la revista Vea y Lea y la editorial Emecé,
cuyo jurado integran Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Leónidas
Barletta. De este relato dirá, años después en una entrevista para Vea y Lea (1961),
que se trataba de «una historia notablemente mal contada».
«Las tres noches de Isaías Bloom» conoció una segunda y
definitiva versión en 1964, cuando se publica en la antología de Donald A.
Yates, Tiempo de puñales. La comparación entre ambas –incluidas en esta
edición– permite observar la evolución de la escritura walshiana, y el modo en
que llegan a tomar forma algunos aspectos de su particular poética.
Como modelo de su escritura, en primer lugar, se inclina
por los maestros del relato breve en lengua inglesa. Dedica un elogioso artículo
a Ambrose Bierce, «La misteriosa desaparición de un creador de misterios», en
1958. Allí se advierten algunas de las claves de su búsqueda estética:
«[Bierce] posee elementos de técnica que Poe desconoce: el final sorpresivo, el
incisivo humorismo, la lúcida facultad descriptiva». Otro artículo clave para
fijar su poética es «Un estremecimiento, por favor (en torno al cuento
fantástico y de suspenso)», aparecido en Leoplán, en mayo de 1955. En él se
señala la importancia de Poe para la construcción del relato: «Ya no se puede escribir
como antes, amontonando episodios en una masa informe. La obra de Poe es de
purificación, de poda, de síntesis: atrapar la idea básica y seguirla sin
desviaciones, sin hojarasca, ateniéndose al efecto único que se desea
producir». Allí menciona otras figuras emblemáticas para él: H. G. Wells y Jack
London.
En 1953 publica Variaciones en rojo, su primer libro de
cuentos, protagonizados por el corrector de pruebas Daniel Hernández –que remite
al Daniel bíblico, el «primer detective de la historia» según Walsh, y que curiosamente comparte sus iniciales con el
maestro del policial negro Dashiell Hammett–, que actúa como un detective a la manera
anglosajona, junto al comisario Jiménez. La dupla también protagonizará «La
sombra de un pájaro», un cuento con solución «lírica», como «geométrica» es la
de «Tres portugueses bajo de un paraguas».
Casi se podría afirmar que las perfectas piezas de
maquinaria intelectual que integran Variaciones suponen más bien un islote en
su producción, un texto «diseñado» para obtener un premio, un libro que «está
lleno de pedantería», en palabras del autor, del que incluso llega a afirmar en
1966: «Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del
que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en
la diversión y en el dinero». En efecto, con estos textos de estilo clásico,
plagados de referencias literarias y guiños al lector, obtuvo el Premio
Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires. Y allí se encuentran
esbozados ya elementos que distinguirán al Walsh posterior: la preocupación por
el habla, el cuestionamiento de la justicia, y el humor.
Con anterioridad había publicado en revistas relatos de
adscripción fantástica, alguno con remembranzas borgeanas, como «Los ojos del
traidor» y «El viaje circular» (1952), y «El santo» y «El ajedrez y los dioses»
(1953).
Al tiempo cultiva el cuento de enigma: el mencionado
«Las tres noches de Isaías Bloom» (1950), «Los nutrieros», «Cuento para tahúres
» y «En defensa propia» (1951), que inicia la serie protagonizada por el
comisario Laurenzi. En estos relatos se supera el modelo del policial
anglosajón. Así, tienen cabida otros elementos como el registro de la oralidad
–que alcanzará sus mayores logros en el Walsh posterior; para ejemplo véase
«Cartas», «Corso», «La máquina del bien y del mal»– o la recreación de
localizaciones populares; su interés por el habla y el paisaje argentinos
denotan la intención de «nacionalizar» el género que, como indica Lafforgue,
compartió con otros autores del momento (además de Borges y Bioy, Castellani, Pérez
Zelaschi o Ayala Gauna). Sin embargo, es reseñable que Walsh crea el detective
de mayor espesor, un personaje poliédrico para quien la Ley y el sentido de la
justicia quedan relativizados; algo inimaginable en el policial clásico, pero
inherente a «un mundo de necesaria violencia», en sus palabras.
Entre 1956 y 1961, sigue publicando cuentos en revistas
pero bajo el seudónimo de Daniel Hernández, en particular los protagonizados por
el comisario Laurenzi. Éstos –a excepción de «Los dos montones de tierra»–
siguen el mismo esquema: un jubilado Laurenzi que rememora sus casos mantiene
charlas de café, entre partidas de casín o de ajedrez, con un escritor. En
1964, cierra la serie con «En defensa propia», que aborda el mundo de la
extorsión y la droga.
La preocupación por el paisaje argentino recorrerá toda
su obra. Sus primeros relatos se sitúan en muy diferentes localizaciones (Choele-
Choel, el litoral entrerriano, un pueblo perdido de Santiago del Estero…), para
terminar ambientando en la pampa, como escenario privilegiado, sus cuentos
capitales, los de composición más perfecta e impronta más personal, y que se
incluyen en Los oficios terrestres, Un kilo de oro y Un oscuro día de justicia.
Su tratamiento del motivo paisajístico tiene reverberaciones espirituales; se
podría hablar de una «metafísica» de la pampa. En ella, el hombre se halla solo
ante la inmensidad, se torna silencioso e introspectivo, y los eternos
interrogantes sobre el sentido del vivir se trasladan al paisaje; de manera que
la naturaleza adquiere atributos de espejismo, de irrealidad, hasta de cierto
animismo. Lo vemos en «Los nutrieros», relato policial que aborda la
problemática social de los desplazados del sistema –preocupación que recorrerá
toda la obra walshiana–, y que trata sobre un crimen de clase: «El agua había
tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las
primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud
vesperal… […] En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso,
como el gemido de un ser humano».
Eduardo Romano señala que en este cuento, el personaje
del “gringo” establece una relación particular con el padre muerto y, por ende,
con la tierra; y que aquí se abre la vía «por la que transitarán, en el futuro,
las figuras de dos magníficos relatos walshianos: “Cartas” y “Fotos”»: «Su
padre había querido tener un tractor. […] Ahora estaba muerto, en medio del
campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre,
y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y
violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. […]
acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y
sus abuelos».
Esa «veneración» por la tierra se observa en «Los dos
montones de tierra». Allí Laurenzi se desplaza al campo a investigar una
muerte, reclamado por un estanciero, Julián Arce. Éste, igual que Silverio Funes,
personaje de «Asesinato a distancia» (Variaciones), es un hombre hecho a sí
mismo, que domina y transforma el paisaje: «Un hombre duro como un poste, que
había llegado casi con lo puesto, treinta años atrás, cuando esos campos eran
una soledad, y compró una chacra abandonada y la hizo producir […]; y al fin
todas las chacras de los alrededores, con o sin colonos; llevado por una
formidable fuerza constructora que lo quemaba vivo, parado frente a las plagas,
los hombres y el tiempo, sin razón aparente, sin más ley que esa implacable de
dejar cosas hechas a la manera humana…».
Con los años de trabajo, cuando Walsh haya sometido a su
escritura a una extrema labor de depuración, que se distinguirá por el dominio magistral
de la condensación y la elipsis, que adquieren mayor fuerza junto al examen
social y la denuncia política, continuará fiel al tratamiento de la relación
entre hombre y paisaje. Así encontramos este parlamento de un estanciero en
«Fotos»: «La ciudad se muere sin el campo, y el campo es nuestro. El campo es
como el mar, y las estancias están ancladas para siempre, como acorazados de
fierro. Otras veces han querido hundirnos y el campo siempre los tragó: advenedizos
sin ley y sin sangre, el viento de la historia se los lleva, porque no tienen
raíces». También en «Cartas» retrata al mismo personaje con una concisión
genial: «Calentura, llegó a tener Tolosa con esa loma. Ninguna mujer lo calentó
tanto».
Son el campo y el registro de la oralidad, elementos que
se atisban en el primer Walsh, los que nos llevarán a sus cuentos más logrados,
narraciones que tenían en el horizonte una novela que nunca llegó a escribir.
La fuerza de «Cartas» y «Fotos» radica en la selección, organización y
disposición de los fragmentos: desde lo coloquial hasta el lenguaje
periodístico, poemas, lecciones escolares, monólogos, resúmenes, el lenguaje de
los anuncios de periódicos locales (de los que asimila sus recursos
tipográficos), letreros, y especialmente la disposición textual como fotos o
cartas reproducidas.
«Fotos» está construido al modo de un álbum, con
imágenes individuales y numeradas, de instantáneas de la infancia y de la
amistad de dos jóvenes pertenecientes a distintos estamentos. El conflicto filial,
los avatares de sus vidas, la experiencia del primer amor, están constituidos
sobre el trasfondo de la lucha de clase y las ambiciones políticas locales;
todo ello, en un contexto histórico preciso (la reacción de los estancieros
ante Perón). En el texto, los fragmentos como imágenes recortadas,
seleccionadas, tienen la fuerza de la evocación, del aforismo, cuya seducción
radica en la elipsis; pero, sobre todo, en el montaje de las historias
particulares, íntimas, inmersas en la gran marea de la historia colectiva: «Vas
a cambiar de partido porque el nuestro se murió. […] Cuando hablés de los
valores caducos, van a pensar que te referís a mí, poné un poco de sentimiento
en eso. En dos años te puedo sacar diputado provincial». El título de «Fotos»
responde no sólo a la original estructura sino también al tema del relato: el
mismo tiene como protagonista a Mauricio, el fotógrafo y artista no admitido
por una concepción del arte «tradicional» –discutida en el texto–, su vida
bohemia y su patético final, fotografiando su muerte; así se crea un «vínculo
trascendental» entre su rostro fotografiado en el momento de dejar de ser y el
amigo poseedor de la foto que ve la imagen, un documento visual de quien ya no
existe. Como dice Sciascia, «el sentido, la premonición de que la fotografía tiene
que ver con la identidad y la muerte», una afirmación aplicable a este relato. Su
elección es coherente con el terreno que se pisa, el «he visto», el «esto ha
sucedido», de los cuales las cartas y las fotos son el documento más idóneo
para su rememoración, muestran su afinidad con el «testimonio» por la relación
con el pasado que sustentan, por el aura de nostalgia y la confirmación de una
verdad que les son propias.
Más allá llega con «Cartas», cuento emparentado con
«Fotos», no sólo por la absoluta soberanía del montaje sino por la presencia de
ciertos personajes. «Cartas» sería, cronológicamente, el pasado del primero.
Ambientado en «la década infame», en los oligárquicos años treinta del xx,
despliega un marcado predominio del registro coloquial y una mayor preocupación
por la cuestión social. Así, por ejemplo, se recrea el maridaje de las fuerzas
vivas locales, y especialmente la relación entre el hacendado y su tierra:
«Cuando llegué aquí, no había ni alambrados. Tuve que pelear una barbaridad
para que me reconocieran títulos, mojones. […] Pero uno lleva la tierra adentro
de la sangre».
Nos encontramos con perfectos ensamblajes
cinematográficos, un verdadero hallazgo de Walsh para este relato: «… picaba de
un platito: a cada berberecho una frase corta y hondamente meditada. –El país
–un berberecho–, el país sólo empieza a comprenderse –otro berberecho– en el
campo».
De igual calidad son los registros de habla que inserta,
las canciones populares o las letras de tango, y la inclusión de juegos fonéticos
(que encontraremos además en otros cuentos, como «El oñador»):
«La mica se quebraba en los dedos: chac, chac. La mica
era amarilla y cuando uno la doblaba se rompía de golpe: chic». También aparece
el habla infantil: cartas, rezos, ensoñaciones, el discurrir de la conciencia,
siguiendo los pasos de Joyce. Y, en un gesto particularmente comprometido con
su quehacer intelectual, la escritura de los humildes con su expresividad
literal y grafía particular cierra el texto: «Pero si alguno pregunta como vino
Moussompes á la Cárcel no hencuentra á nadies que tenga la culpa. Y la ravia
mas grande que todos los ladrones mas grandes estan sueltos y la gente aca en
la Cárcel pobre que da miedo. […] El que no cae es el que tiene plata ese es el
mejor Juez y Abogado: pero ya les vá a yegar va á venir la igüaldad sin pedirla
la avundancia de todas las vacas al suelo».
En estos dos cuentos aparece un recurso que ya es
emblemático en la escritura de Walsh: la omisión de los nombres de los
personajes políticos a quienes se alude –en este caso el nombre ausente es el de
Perón–: «Ahora nos insulta por la radio, pero tiene que comprar el trigo
afuera…». O: «A veces pensé que me iba a morir sin verlo. Ahora habrá que poner
un poco de orden. Ese hombre echó a perder a la gente, ya no hay moral, ni
respeto ni nada».
Esta técnica será el principal soporte de su máximo
relato sobre ficción política, «Esa mujer». Dice Walsh en la nota que antecede
a los cuentos de Los oficios terrestres: «La conversación que reproduce es, en
lo esencial, verdadera». Está basado en un «fallido» encuentro del autor con el
coronel Carlos E. Moori Koenig, jefe de los Servicios de Informaciones del
Ejército bajo la Revolución Libertadora –que supo de los avatares que sufrió el
cadáver de Eva Perón, secuestrado en 1955–, para animarlo a una transacción: el
narrador podría dar «unos nombres, unos papeles» a cambio de que el coronel le
indique el lugar donde estaría enterrada. Siempre ha sido señalado por la crítica,
y con razón, que la elusión del nombre de «Eva Perón» concentra toda la carga
de sentido que arrastra el relato. Sin embargo, es preciso advertir que no se
indica ninguna identidad en absoluto en la narración; dialogan un «coronel
[que] tiene apellido alemán» y un periodista del que el interlocutor dice: «He
leído sus cosas. Lo felicito ». El narrador es, por tanto, anónimo, aunque dice
de sí: «Yo busco una muerta […]. Aún no es una búsqueda, es apenas una
fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría
ocurrírseme». Es decir, la fuerza y la verosimilitud del relato están
sostenidas en la identidad de quien lo firma. Rodolfo Walsh, cuando escribe este
cuento, ya es un referente del periodismo de investigación y de denuncia en
Argentina.
El cuento no tendría el mismo valor ni supondría ese
«pacto de verdad» si fuese rubricado por otro narrador. Imposible no comprender
las resonancias que tiene y su ineludible valor en el imaginario de un país: el
cuerpo de una mujer desaparecido, una tumba sin nombre: metáfora de todos esos cuerpos
ausentes, el mismo cuerpo de Walsh, tras la industrializada e
institucionalizada «operación masacre» de la última dictadura.
Otro relato magistral en su contenido y en su
disposición gráfica es «Nota al pie» –saludado por Alberto Cousté, en su recensión
de Un kilo de oro en la revista Primera Plana, como «la cumbre del libro […]
veinticinco páginas admirables»–: su protagonista supone la humillante
contrapartida del orgulloso corrector Daniel Hernández, aparecido en «La
aventura de las pruebas de imprenta». Aquí, un traductor, Alfredo de León,
desmenuza de una manera desoladora los engranajes de la vanidad del trabajo
intelectual y de la maquinaria editorial que de él se aprovecha. Afirma David
Viñas que este personaje «no se limita a sintetizar, simbólicamente, el
itinerario de Walsh, sino que (al situarse en el otro extremo del eficaz Daniel
Hernández de Variaciones en rojo), va dibujando un antihéroe análogo a Bloom, a
K o al tío Vania». En sus diarios, Walsh aborda en varias ocasiones este
aspecto del trabajo intelectual. Como ejemplo, una entrada de 1970: «La eterna
historia. Esperando dos horas a Capeluto para al fin arrancarle cinco mil
pesos, previa amenaza de romper el contrato (sic). La humillación. La condición
del escritor (sic)». Pero el mayor hallazgo se encuentra en la disposición
visual del cuento, puesto que en él, una nota al pie –subordinada por
principio–, es la que, ante el lector, se va desplegando, gana terreno a medida
que pasan las páginas, y acaba desplazando, de manera inaudita, al texto
principal; así, el de menor jerarquía, que uno puede pasar sin leer, adquiere
un carácter ineludible para la comprensión de la trama. Esa nota revela así la
verdadera historia «oculta», como si el iceberg de Hemingway sacara entera a
flote la masa helada que cubren las aguas.
Tres cuentos conocidos como la «saga de los irlandeses»
recuperan episodios de la infancia del autor: «Irlandeses detrás de un gato», «Los
oficios terrestres» y «Un oscuro día de justicia», que suponen el Walsh más
alegórico. Así recordaba ese tiempo en «El 37», un texto autobiográfico donde
desgrana su desdichado descenso a un mundo de subordinación y violencia: «El 36
fue el año de la caída. Empezó con un remate y terminó con un éxodo, una
secreta ola de pánico. […] Por debajo de la autoridad había otras cosas que
dirimir. En los dos colegios irlandeses en que he estado, descubrí entre los
pupilos una necesidad compulsiva de establecer escalas del prestigio, el valor,
la fuerza».
La serie está ambientada en un internado de curas,
aislado en el campo, con jerarquías infantiles que se dirimen con golpes y palizas;
los tres comparten protagonistas y motivaciones. La lectura alegórica radica en
que los jóvenes interpretan el papel del «pueblo», dominado por las autoridades
colegiales, incluso por un celador perverso, que pueden ser entendidos como el
poder político y que convierten al colegio en un ámbito equiparable a una nación
sometida.
El último de ellos, «Un oscuro día de justicia», es el
más diáfano y concluyente para esta lectura que los engloba a todos. El mismo Walsh
indica cómo interpretar esa esperanza que ponen los chicos en la llegada de Tío
Malcolm para vengarlos y su derrota, en la entrevista que le realizó Piglia en
1970: «… cuando dice: “el pueblo aprendió que estaba solo”… Creo que ése es el
pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a
situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo e inclusive a
las expectativas revolucionarias que aquí se despertaban o se despertaron con
respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara,
que murió en esos días…». En algún momento David Viñas afirmó que éste era «el
cuento más sagaz de la literatura argentina». Y también de la política. Porque
Walsh lo publica por primera vez en la revista Adán, en diciembre de 1967,
recién muerto el Che, de manera que puede encontrarse en él un claro referente extraliterario,
histórico; pero que adquiere un nuevo sentido cuando se vuelve a publicar como
libro independiente en 1973, año del retorno de Perón como un viejo líder, tras
dieciocho años en el exilio, para asumir el poder. En uno y otro caso, el
cuento puede entenderse como una actitud visionaria y crítica de la posibilidad
de una salida mesiánica, individual, para los problemas colectivos.
Largo tiempo abrigó Walsh la intención de continuar esta
saga en una novela, «una novela hecha de cuentos», que nunca pudo llevar a cabo.
En una entrevista que le realizaron en Primera Plana en 1968 aborda la
construcción de esta «novela geológica», que abarcaría un periplo que iría de
1880 a 1968: «cada historia va a ser tratada con un lenguaje único, porque la
preocupación obsesiva de todo escritor es descubrir el idioma exacto de sus
narraciones, como si ésa fuera la única manera posible de hacerlo». La
denominaba así porque las distintas versiones históricas del habla rioplatense
se irían superponiendo como capas geológicas, y decía: «todo lo que quiero
arrancarles es la atmósfera de la época».
La obra de Rodolfo Walsh ha sido valorada por la crítica
desde diversos ángulos: se ha hecho hincapié en la importancia insoslayable de
su obra testimonial, su periodismo «de acción», sus inconfundibles crónicas, el
cultivo de géneros populares como el relato policial; es decir, se ha destacado
su trabajo literario al margen de los académicamente «consagrados»: en palabras
de Ana M.ª Amar Sánchez, su «adopción de formas no canonizadas».
Ahora bien, su grandeza ha de ser destacada, más allá de
los géneros y de sus actitudes personales, por su talento eminentemente literario.
En efecto, a través de un lento aprendizaje, llega a un consumado manejo de la
técnica de la composición del texto –montaje, elipsis, descripción, testimonios
directos de las personas, uso de diferentes voces, inclusión de la
documentación como pruebas, apoyo del soporte gráfico, etc.–, así como a su
maestría en el empleo de recursos estilísticos, del humor y la ironía, de los
cambios de tono; en resumen, toda la batería de herramientas al alcance de un
escritor.
Esta destreza en el oficio se muestra por igual en los
dos grandes tipos de textos que cultivó a lo largo de toda su vida, y que
suelen clasificarse en ficcionales y no ficcionales. Sin embargo, es preciso observar
cómo estos enriquecieron sobremanera a aquellos. Porque las técnicas propias
del género testimonial que él empleaba en sus crónicas vinieron a alterar las
convenciones de la ficción. De manera que en sus cuentos se promueve la
sensación de verosimilitud de los personajes, de sus formas de vida y de los hechos
narrados; estos recursos periodísticos poseen, entonces, la fuerza de mostrar
la «verdad» de personajes no reales, de los sucesos inventados. Walsh, como
afirma Viñas, «desconfiaba de todos los dualismos: de ninguna manera “ficción”
separada de la “no ficción”, sólo narrativa». La verdad testimonial y la verdad
de la ficción, ambas como construcciones artesanales, son para él una forma de
desvelamiento de la realidad. Todo el sentido político del discurso testimonial
en sí, su implicación social, que le es inherente, se revierte en Walsh, y éste
es el signo más propio de su escritura, encaminada hacia una politización de la
ficción en sí: y esto porque la palabra clave para él es eficacia, eficacia en
la denuncia, eficacia en el texto literario, trasvase absoluto de recursos e
intenciones.
A partir de los ’70 dejó de publicar cuentos aunque se
conservan los borradores de algunos. Es permanente su «dilema» entre la actividad
política y lo literario; sus diarios patentizan de mil maneras su necesidad de escribir:
ya sea como reclamo, discusión, necesidad de organizar el tiempo, tic burgués,
ansia, incluso un «momentáneo fracaso». Piglia dice de esas notas privadas de
Walsh que son «como el diario de un adicto y esa adicción se llama literatura».
El escritor se debate por encontrar la «forma» idónea: decía Viktor Sklovski,
hacia 1923, que las formas también «se cansan», «se fosilizan y dejan de ser
sentidas»: «un material nuevo exige una forma nueva». Esta preocupación no es
anecdótica o pasajera en Walsh; recorre toda su obra, y las soluciones que fue
dando según el momento y la necesidad quedan reflejadas tanto en su obra
periodística y testimonial como en sus cuentos: «A veces me siento capaz de imaginar,
no digo de hacer todavía, una novela o un relato que no sea una denuncia y que
por tanto no sea una presentación, sino una representación, un segundo término de
la historia original, usando las formas tradicionales, pero usándolas de otra
manera. Lo que probablemente suceda cuando escriba una novela es que recogeré
en ella parte del material, del espíritu de la denuncia de mis libros
anteriores, pero elaborados de otro modo».
Este tortuoso camino de reflexión cree él que tendría
que llevarlo a la construcción de una novela, la «Novela», «la última novela burguesa»
como la denominaba, con claras resonancia de Macedonio. Toda su búsqueda
incansable de recursos y modelos está orientada hacia su concreción. Así lo
expresa en sus notas: «Una novela, vgr., que empiece con una declaración franca
de principios políticos; brutal en la mención de nombres y personas, simple en
su lectura (cf. Gutiérrez, Arlt)».
A estas alturas, Walsh aún se debate con sus posibles
influencias y modelos. ¿Cómo escribir? Sea por circunstancias generacionales signadas
por un tiempo y un país, sea por búsquedas estilísticas, su indagación le lleva
a la tradición nacional, donde Roberto Arlt se erige como gran precursor de la
escritura que él quiere lograr. En su diario vemos el sentimiento ambivalente
que le inspira: «¿Me gustaría escribir como Arlt? Me gustaría tener su fuerza,
su resentimiento, su capacidad dramática, su decisión de enfrentar a los
personajes, como quería Shaw; su inventiva incluso; su aptitud fantástica,
porque el mundo de Arlt es fantástico a fuerza de realismo; pero no me gustaría
escribir una sola de sus líneas. […] El problema es si podré volcar ese odio
rabioso en formas que, hoy, tienen que ser mucho más cautelosas, inexpugnables,
cerradas, que las de Arlt, pero que al mismo tiempo tienen que dejar un margen
de literalidad, de condenación explícita. ¿Será este el camino?».
No debemos olvidar que Walsh pertenece a la generación
del ’50 –que incluye a David Viñas, Haroldo Conti, Di Benedetto, Andrés Rivera,
entre otros–, conocida como «los parricidas», en su intención de rebelarse y
superar a los escritores anteriores y, sobre todo, por el compromiso político y
social. Esto es pertinente a la hora de considerar la gran sombra que asedia
toda su escritura: Borges. Como afirma Ángel Rama, el primero en señalar esa
afinidad, Walsh siguió esa «lección de rigor» del maestro argentino; pero es
preciso señalar que, al tratarse de un «descendiente heterodoxo», intentó
asumir nuevas formas y estrategias narrativas con las que escapar de esa
«sombra terrible» al decir de Eloy Martínez. En tanto Carlos Gamerro no cree
que pudiera sustraerse a esa imponente figura, como les ocurrió a todos los
escritores de esa generación; en ella, Puig y Saer optaron por la novela; pero
él compartía un mundo literario semejante al del maestro: «el cuento corto; su
unidad estilística, la frase breve, precisa, trabajada; sus lenguas y
literaturas de referencia, la inglesa y norteamericana; sus recursos favoritos,
en sus propias palabras, “la condensación y el símbolo, la reserva, la anfibología,
el guiño permanente al lector culto y entendido”. En otras palabras: Borges».
Como él, cultivó el policial clásico, amante de los
juegos deductivos de la inteligencia. Así expresa su admiración por Borges en la
presentación de «El milagro secreto» para la Antología del cuento extraño: «Se
le ha acusado [a Borges] de practicar un juego erudito e intrascendente,
olvidando que sus temas son los que atañen en forma permanente al destino
humano: el tiempo y la eternidad, Dios, el misterio de la identidad personal,
la creación literaria». Como él, intentó diluir los límites entre el género
policial y el relato fantástico, recreándolos en el ámbito de la pampa;
igualmente, comparten su interés por la oralidad, que en Walsh obedece a la
intención de dar veracidad a las narraciones. Es innegable, por ejemplo, la
huella borgeana, más precisamente de «La muerte y la brújula» –en palabras de
nuestro autor el «mejor cuento policial argentino»– en «Trasposición de
jugadas», donde se esgrime un acertijo geométrico y aparece el ajedrez como un
juego de lógica. Sin embargo, Walsh se alejará de ese «precursor» y de las
virtudes del relato de enigma, en favor de lo testimonial y sus usos políticos.
Así resumía su postura ante la actividad literaria de Borges: «… si alguien
tiene mucho talento y escaso tiempo para frecuentar las comisarías y los
tribunales, siempre le quedará la oportunidad de evadirse totalmente de lo que ve
y escribir una historia tan irreal y tan perfecta como “El jardín de senderos
que se bifurcan”».
En definitiva, Walsh muestra en su obra y en su
reflexión una búsqueda incesante de formas y actitudes narrativas que, en el
momento de su muerte, en absoluto había concluido. Su ansiada poética se puede
resumir en las palabras que utilizó en la presentación del cuento chino «La
cólera de un particular» –que durante largo tiempo se creyó de su invención–,
para El libro de los autores. Allí afirma: «… tengo un prejuicio a favor de la
literatura breve. Hablo de rendimiento: la proporción entre lo expresado y el
material requerido para expresarlo. Mi segundo motivo es un prejuicio a favor
de la literatura útil».
Al final de su vida, después de años sin publicarlos,
retornó a la escritura de cuentos. Cuando allanaron su casa, al día siguiente
de su muerte, entre sus papeles había bocetos de algunos («El Aviador y la bomba»,
«Ñancahuazú», «El 27»), y uno ya terminado, «Juan se iba por el río». Este
relato poseía un enorme valor significativo. Así lo recuerda Lilia Ferreyra:
«Es su último cuento, el que escribió desglosando el material de la novela que
ya había decidido no escribir. Es la historia del argentino derrotado del siglo
xix; del último argentino antes de las grandes inmigraciones. Del hombre del
pueblo que había sido llevado de guerra en guerra, de tropa en tropa; que sobrevive
a su tiempo y ya viejo, recorre la memoria de su vida y de la época en que
vivió».
El cuento, abrigado en la memoria de quien fuera su
compañera, comenzaba así: «Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su
apellido. Su mejor amigo, Ansina, y su mujer, Teresa». Nunca apareció.
Nota
Prólogo de Cuentos Completos de Rodolfo Walsh, editorial Veintisiete Letras, España.
Esta edición de los cuentos completos de Rodolfo Walsh
recoge los libros publicados por su autor en vida (Variaciones en rojo, Los
oficios terrestres, Un kilo de oro y Un oscuro día de justicia). Además incluye
los reunidos en compilaciones póstumas; en particular, la serie del comisario
Laurenzi (Cuentos para tahúres y otros relatos policiales, ed. Jorge B. Rivera,
1987; La máquina del bien y del mal, ed. Jorge Lafforgue, 1992). En el caso de
los cuentos publicados en la revista Fénix y su cuento infantil, así como la serie de relatos
breves aparecidos en Gregorio en 1964, sus fuentes son: Textos de y sobre
Rodolfo Walsh (ed. Lafforgue, 2000) y Ese hombre y otros papeles personales (ed.
Daniel Link, 1996), respectivamente. La primera versión de «Las tres noches de
Isaías Bloom» corresponde a la publicada en Vea y Lea de agosto de 1950, no
aparecida en libro hasta ahora. Tanto los libros como los cuentos provenientes
de otras fuentes se encuentran ordenados cronológicamente con los datos de su
publicación original.
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