Walsh: el oficio de narrar

Viviana Paletta
Buenos Aires, 2010

Soy lento: he tardado quince años en pasar del mero
nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar
un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé
que me falta mucho para poder decir instantáneamente
lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la
literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a
través de la propia estupidez.
Rodolfo Walsh

Su vida
Rodolfo Jorge Walsh nació el 9 de enero de 1927 en Choele-Choel, provincia de Río Negro (Argentina). Fue el tercer hijo de Dora Gil y de Miguel Esteban Walsh, de ascendencia irlandesa y pertenecientes a la clase media rural. Posteriormente se establecieron en Juárez con la intención de que los niños pudieran ir a la escuela, como lo narra el propio autor en «El 37»: «En 1932 dejó un puesto de mayordomo de estancia en Río Negro por una chacra arrendada en Juárez y una casa alquilada en el pueblo. La razón de esa mudanza éramos nosotros, los cuatro hijos que seríamos cinco al nacer mi hermana. Había que educarnos: la exigencia, que él aceptó sin entusiasmo, era de mi madre. En cuatro años estábamos en la ruina».

Así, después del desastre económico, la familia debe dispersarse. En 1937, ingresa en un colegio para huérfanos y pobres en Capilla del Señor (provincia de Buenos Aires). Y, entre 1938 y 1940, permanecerá como pupilo en el Instituto Faghi, de la localidad de Moreno, que pertenecía a una congregación irlandesa. Walsh vivirá en internados –que darán marco a los cuentos que corresponden a la que se conoce como «la saga de los irlandeses»– hasta comienzos de los cuarenta en que se traslada a Buenos Aires para culminar la educación secundaria.

En 1944 intenta ingresar en el Liceo Naval pero suspende en Dibujo –la carrera militar la seguirá su hermano Carlos–, por lo que empieza a trabajar en la Editorial Hachette, primero como corrector y posteriormente como prolífico traductor. Con veintiún años publica su versión de Lo que la noche revela, de Cornell Woolrich, en la Serie Naranja de la Biblioteca de Bolsillo de Hachette, dedicada al policial.

En 1945 su padre fallece, siendo mayordomo de campo. Walsh se postula para ese trabajo pero los estancieros lo rechazan por su juventud. Entre 1945 y 1947 participa en la Alianza Libertadora Argentina, de carácter nacionalista y anti-imperialista. En una entrevista de 1972 declara: «A los dieciocho años no estaba en condiciones de interpretar lo que vivía. Para mí era un año [1945] de trompadas en la calle, de corridas».

Posteriormente cursará algunas asignaturas en la Facultad de Humanidades de la Universidad de La Plata. En 1950, su relato «Las tres noches de Isaías Bloom» recibe una mención en el Primer Premio de Cuentos Policiales que organiza la revista Vea y Lea. A partir de 1951 se dedica al periodismo y trabaja para Vea y Lea y Leoplán. En ésta también publicará cuentos, siendo «Los nutrieros» el primero de ellos, aparecido el 26 de junio.

En 1953 compila Diez cuentos policiales argentinos, la primera antología del género que se edita en el país. También aparece su libro Variaciones en rojo, tres relatos en clave de policial clásico, con el que obtiene el Premio Municipal de Literatura.


En torno a estos años se traslada con su mujer, Elina Tejerina, a La Plata, al haber sido designada directora de una escuela para ciegos. Allí fijarán su residencia y allí nacerán sus hijas: Patricia Cecilia y María Victoria. Además, formará parte de la redacción de una revista estudiantil junto a Elina: Fénix. En su primer número, en 1953, aparecen dos cuentos suyos de tinte fantástico: «El ajedrez y los dioses» y «El santo».

En 1954 publica en el matutino La Nación un artículo en calidad de «experto en literatura policial». También un cuento infantil, «La muerte de los pájaros» –que aborda su preocupación por el poder y por la avidez económica–, aparece en la recopilación de premiados por la editorial Kraft (entre ellos, Enriqueta Muñiz, quien acompañará a Walsh en la investigación que culminó en Operación masacre).

Hasta 1955 escribe artículos de crítica literaria y divulgación cultural en Leoplán. En cambio, con el triunfo de la Revolución Libertadora (autodenominación del golpe que derroca a Perón el 16 de septiembre de 1955), incursiona en lo que conocemos como temas de «interés general». Atraído por personajes excepcionales, realiza artículos con tintes épicos sobre el mundo de la política, y en particular sobre el ámbito castrense, pero que abrigan el germen de su discusión con las instituciones.

Para muchos 1956 es el año crucial que marcará su vida, cuando decide denunciar la feroz represión que siguió al levantamiento peronista del general Valle. La noche del 9 de junio la policía bonaerense, bajo las órdenes del teniente coronel Fernández Suárez y antes de ser promulgada la ley marcial, realiza un allanamiento en el barrio de Florida donde detiene a un grupo de personas acusado de estar relacionado con la revuelta. De madrugada son fusilados en un basural de José León Suárez. Cinco mueren (Carranza, Garibotti, Lizaso, Rodríguez y Brión) y otros logran fugarse. Es la búsqueda de uno de ellos, Juan Carlos Livraga, y su testimonio inicial lo que provocará la indagación y ulterior denuncia de Rodolfo Walsh. Con «Yo también fui fusilado» inicia la serie de artículos donde reconstruye laboriosamente los hechos, publicada entre enero y marzo de 1957 en el diario Revolución Nacional. De allí resultará Operación masacre, obra fundacional de la literatura argentina y verdadero hito del género testimonial. Entre el 27 de mayo y el 29 de julio la revista Mayoría edita la segunda serie de notas sobre los fusilamientos clandestinos. «Yo quería ganar el Pulitzer», recordaría socarronamente tiempo después. Más seriamente afirmaba: «Operación masacre cambió mi vida. Haciéndola, descubrí, además de mis perplejidades íntimas, que existía un amenazante mundo exterior». Y Ediciones Sigla publica Operación masacre, un proceso que no ha sido clausurado. El libro conocerá varias versiones en vida del autor con notables cambios hasta dar forma al definitivo: Operación masacre. Se debe a Roberto Ferro el estudio en profundidad de todas las variantes del texto. Ese año, además, Walsh escribe artículos en Leoplán, a menudo firmados como «Daniel Hernández», su álter ego detective de Variaciones y otros cuentos. Publica también dos cuentos en Vea y Lea («La trampa» y «Zugzwang»), y prepara la Antología del cuento extraño para Hachette.

A mediados de 1958 denuncia un nuevo crimen: publicará en Mayoría la serie completa de artículos del «Caso Satanowsky» donde aborda el asesinato, el 13 de junio de 1957, de Marcos Satanowsky, abogado de Peralta Ramos, principal accionista de La Razón, ordenado por los Servicios de Inteligencia del Estado para hacerse con el periódico. Para llevar a cabo estas indagaciones y proteger su vida, se mueve armado y con documento falso –como «Francisco Freyre»– y evita vivir en su domicilio habitual, recalando en El Tigre o en un rancho de Merlo.

En 1959, tiene una sección fija en Leoplán, «Argentina en el ojo del mundo», donde comenta la información que le consagran al país los medios extranjeros. Ese año es reclamado por Jorge Massetti para poner en marcha la agencia de noticias Prensa Latina en Cuba, a la que se sumarán otros grandes escritores del periodismo americano (como García Márquez, Onetti, García Lupo, Triveri, Díaz Range…). A fines de julio se traslada a La Habana con su segunda mujer, Estela «Poupeé» Blanchard, donde dirigirá el Departamento de Servicios Especiales, dedicado a los problemas políticos de América Latina y los culturales.

De su experiencia cubana, el episodio más recordado (estupendamente narrado por García Márquez en «El escritor que se le adelantó a la CIA») es aquel en que Walsh, aficionado a la criptografía, logra descifrar un mensaje oculto en unos teletipos y descubre el plan para invadir Bahía de Cochinos, instrumentado por la CIA a través de agentes en Guatemala. Enumerando sus oficios, él mismo lo destacaba así: «El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués: comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba».

De regreso a Argentina, Walsh inicia una relación con Susana «Piri» Lugones. Se intensifica su creación literaria. Continúa cultivando el policial (en 1961 obtiene dos distinciones en un concurso organizado por Vea y Lea) y escribe dos obras de teatro, feroces sátiras del estamento militar: La batalla y La granada. Esta última se estrenó en abril de 1965, dirigida por Osvaldo Bonet, que leyó la obra y la consideró excelente cuando formaba parte del jurado que se limitó a concederle sólo el «segundo» premio de la Comedia Nacional, debido a que creyó inadecuado premiar un texto que se mofaba del Ejército. Walsh habla al respecto en una carta a su hija Victoria: «Lo ocurrido ahí demuestra que están equivocados quienes creen que me bastaría escribir cosas “inofensivas” para que me llovieran los premios. Aquí hay todo un sector de la cultura “oficial”, del periodismo “serio”, etc., que nunca me va a perdonar que haya escrito Operación masacre y Caso Satanowsky, y que haya estado en Cuba».

Por esta época se vuelca en la creación de cuentos breves, a los que se refiere en carta a Donald Yates en 1964: «He abordado otro género nuevo para mí, el humor, con piezas breves que ya se están publicando en Leoplán y de las que, probablemente, saldrá un nuevo libro. Tienen una remota deuda con Borges, pero sobre todo con Macedonio Fernández, el padre de todos los humoristas argentinos».

En 1965 y 1967 publicará sus dos libros de cuentos fundamentales (Los oficios terrestres y Un kilo de oro). Sus notas en Panorama (1966-1967) señalan una cumbre en la historia del periodismo gráfico en Argentina: con un estilo excéntrico en relación al tono general de la revista, los artículos toman como objeto el noroeste del país, el mundo rural o selvático (paisajes y personajes correspondientes a las provincias de Misiones, Corrientes o Chaco), a los que incorpora fotografías como soporte del punto de vista que sostiene el relato. Son grandes ejemplos de «antropología cultural» donde se combinan su magistral forma con el respeto por la textura de las voces de los entrevistados. Una atención a la oralidad que se encuentra en los cuentos que escribe en esos años.

Retornará en distintas ocasiones a Cuba, en especial para participar como jurado en el Premio Casa de las Américas o en el Congreso Cultural de La Habana en 1967. Sobre su experiencia en la Revolución dirá: «Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso».

En 1969 publica ¿Quién mató a Rosendo?, obra en la que acusa al mayor representante de la burocracia sindical del momento, Augusto Vandor, por su responsabilidad en el asesinato del dirigente metalúrgico Rosendo García, en mayo de 1966. Según palabras del autor: «Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país». Además dirigirá el periódico de la organización CGT de los Argentinos, el cual terminará editándose clandestinamente (1968-1970).

Con gran intensidad vive Walsh en estos momentos la tensión entre escritura y militancia política. Así lo resume Ricardo Piglia en la entrevista que le realizó en 1970 y que acompaña la edición de Un oscuro día de justicia (1973): «Su obra está escindida por ese contraste y lo significativo es que a diferencia de tantos otros comprendió claramente que debía trabajar esa contradicción y exasperarla. Liberar a la ficción de las contaminaciones explícitas y usar su destreza de narrador para construir textos de crítica política y de denuncia».

En todos estos años, como revelan sus diarios, es permanente su preocupación por la escritura de una novela –que tiene ya contratada con el editor–, a la que se une la de sus graves problemas económicos, casi de subsistencia; así, se presenta a un concurso de La Nación que se declara desierto; y se plantea presentar la novela una vez acabada al Seix Barral. Con dramatismo describe su precaria situación en 1969: «Mi deuda con Jorge Álvarez alcanza en este momento a 2.250 dólares […]. El tiempo que debí dedicar a la novela lo dediqué, en gran parte, a fundar y dirigir el semanario de la CGT. […] La falta absoluta de ahorros, y el punto extremo de deterioro a que hemos llegado en ropa, mobiliario, atención médica, etc., hace más insostenible el déficit. […] yo entro en Panorama como un derrotado, por causas ajenas a mi voluntad, y porque esa voluntad no es lo bastante fuerte para buscar otras salidas. Estoy harto de mi pobreza, y siquiera por algunos meses quisiera remediarla».

A partir de 1970 milita en las Fuerzas Armadas Peronistas. Sigue publicando esporádicamente notas de política internacional centradas especialmente en América Latina. Viaja a Chile y a Bolivia. También imparte clases de periodismo en barrios marginales, y crea el Semanario Villero (1970-1973) del que no se conservan ejemplares.

En 1972 se traslada a una isla de El Tigre, junto a Lilia Ferreyra –quien será su última compañera, a la que había conocido en 1967–, allí residirán hasta 1976.

En 1973 se incorpora a la organización Montoneros donde, como oficial segundo con el alias de «Esteban» (el nombre de su padre), integrará el área específica de inteligencia y en cuyo órgano de prensa participará. Hasta ese momento el semanario El descamisado había tenido una importante circulación. Pero, como señala Eduardo Jozami en su biografía de Rodolfo Walsh, «para llegar a un público más amplio tenía que ofrecer mucha información, estar bien hecho y registrar los acontecimientos con una visión que excediera la mirada de las agrupaciones de la Juventud Peronista»; por ello crearán Noticias, que alcanzará los 130.000 ejemplares diarios y en el que trabajarán excelentes periodistas, como Bonasso, Gelman, Urondo y Verbitsky. Walsh tiene allí a su cargo la sección de policiales, una de las más importantes –como la de deportes o hípica– si querían disputarle al diario Crónica los lectores de la capa más popular. Este año, publica como libro el Caso Satanowsky e integra el jurado –junto a Cortázar, Onetti y Roa Bastos– del Premio Internacional de Novela América Latina, auspiciado por La Opinión y editorial Sudamericana. Además, se estrena la película Operación masacre, que rodó clandestinamente Jorge Cedrón dos años antes, y en la que participó Julio Troxler, uno de los sobrevivientes.

A mediados de 1974, con posterioridad a la muerte de Juan Domingo Perón, se clausura Noticias, estando ya la organización Montoneros en la clandestinidad. Como en otras ocasiones, asiste al rápido deterioro político del país y a un nuevo golpe de Estado (24 de marzo de 1976) con que se produce la instauración de la dictadura bajo el eufemismo de «Proceso de Reorganización Nacional».

El 29 de septiembre de 1976 caerá en combate su hija Victoria. En este contexto de desesperación y terror, Walsh desarrolla una nueva estrategia periodística: escribirá desde la clandestinidad y el nomadismo. Bajo el nombre de ANCLA (Agencia Clandestina de Noticias) tanto como del de Cadena Informativa publicará textos mimeografiados que son distribuidos por correo o de mano en mano; con ellos denuncia el poder devastador de la Junta Militar, enfrentándose a la censura, en un recurso más de su imaginación política y de su coraje. Además, disiente en repetidas ocasiones de la cúpula de Montoneros; su oposición radica en que considera un error la persistencia en la lucha armada contra un enemigo tan poderoso. Y se retira. Junto a su mujer se traslada a San Vicente, en las lagunas del sur, a una humilde vivienda sin agua corriente ni electricidad, lejos del «territorio cercado» de la ciudad. Allí adopta la falsa identidad de un profesor de inglés jubilado y se marca «dos apuestas para el 24 de marzo del 77: aniversario del primer año de gobierno de la dictadura: terminar el cuento “Juan se iba por el río” y difundir un documento que denunciara los crímenes de la dictadura», según ha señalado Lilia Ferreyra, que también lo recuerda recitando, con ironía, como un Cicerón de las pampas: «Quosque tandem, Videla, abutere patientia nostra!».

Quedan como último documento de su escritura los textos donde plantea sus diferencias tácticas e ideológicas con los Montoneros; las cartas públicas a los caídos: su hija Vicki y su amigo el poeta Paco Urondo; y la memorable catilinaria que envía a la Junta Militar, su Carta abierta, en ocasión de cumplirse el primer año del golpe de Estado, que firma con su propio nombre. Como afirma Carlos Gamerro en «Rodolfo Walsh, escritor»: «En este texto final el autor individual y el militante anónimo volvieron a encontrarse». Se trata de la culminación de una labor intelectual signada por la vocación irrenunciable de la ética, del ejercicio de la libertad y de la autonomía del escritor. El 25 de marzo de 1977 cae en una emboscada. No se entrega. Es acribillado y su cadáver es trasladado a la Escuela de Mecánica de la Armada. Tenía 50 años. Veinticuatro horas después, su casa será arrasada.

Sus cuentos
Rodolfo Walsh ingresa en el mundo del cuento con «Las tres noches de Isaías Bloom», de 1950, que recibe una mención en el Primer Premio de Cuentos Policiales organizado por la revista Vea y Lea y la editorial Emecé, cuyo jurado integran Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Leónidas Barletta. De este relato dirá, años después en una entrevista para Vea y Lea (1961), que se trataba de «una historia notablemente mal contada».

«Las tres noches de Isaías Bloom» conoció una segunda y definitiva versión en 1964, cuando se publica en la antología de Donald A. Yates, Tiempo de puñales. La comparación entre ambas –incluidas en esta edición– permite observar la evolución de la escritura walshiana, y el modo en que llegan a tomar forma algunos aspectos de su particular poética.

Como modelo de su escritura, en primer lugar, se inclina por los maestros del relato breve en lengua inglesa. Dedica un elogioso artículo a Ambrose Bierce, «La misteriosa desaparición de un creador de misterios», en 1958. Allí se advierten algunas de las claves de su búsqueda estética: «[Bierce] posee elementos de técnica que Poe desconoce: el final sorpresivo, el incisivo humorismo, la lúcida facultad descriptiva». Otro artículo clave para fijar su poética es «Un estremecimiento, por favor (en torno al cuento fantástico y de suspenso)», aparecido en Leoplán, en mayo de 1955. En él se señala la importancia de Poe para la construcción del relato: «Ya no se puede escribir como antes, amontonando episodios en una masa informe. La obra de Poe es de purificación, de poda, de síntesis: atrapar la idea básica y seguirla sin desviaciones, sin hojarasca, ateniéndose al efecto único que se desea producir». Allí menciona otras figuras emblemáticas para él: H. G. Wells y Jack London.

En 1953 publica Variaciones en rojo, su primer libro de cuentos, protagonizados por el corrector de pruebas Daniel Hernández –que remite al Daniel bíblico, el «primer detective de la historia» según Walsh, y que curiosamente comparte sus iniciales con el maestro del policial negro Dashiell Hammett–, que actúa como un detective a la manera anglosajona, junto al comisario Jiménez. La dupla también protagonizará «La sombra de un pájaro», un cuento con solución «lírica», como «geométrica» es la de «Tres portugueses bajo de un paraguas».

Casi se podría afirmar que las perfectas piezas de maquinaria intelectual que integran Variaciones suponen más bien un islote en su producción, un texto «diseñado» para obtener un premio, un libro que «está lleno de pedantería», en palabras del autor, del que incluso llega a afirmar en 1966: «Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial, del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y en el dinero». En efecto, con estos textos de estilo clásico, plagados de referencias literarias y guiños al lector, obtuvo el Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires. Y allí se encuentran esbozados ya elementos que distinguirán al Walsh posterior: la preocupación por el habla, el cuestionamiento de la justicia, y el humor.

Con anterioridad había publicado en revistas relatos de adscripción fantástica, alguno con remembranzas borgeanas, como «Los ojos del traidor» y «El viaje circular» (1952), y «El santo» y «El ajedrez y los dioses» (1953).

Al tiempo cultiva el cuento de enigma: el mencionado «Las tres noches de Isaías Bloom» (1950), «Los nutrieros», «Cuento para tahúres » y «En defensa propia» (1951), que inicia la serie protagonizada por el comisario Laurenzi. En estos relatos se supera el modelo del policial anglosajón. Así, tienen cabida otros elementos como el registro de la oralidad –que alcanzará sus mayores logros en el Walsh posterior; para ejemplo véase «Cartas», «Corso», «La máquina del bien y del mal»– o la recreación de localizaciones populares; su interés por el habla y el paisaje argentinos denotan la intención de «nacionalizar» el género que, como indica Lafforgue, compartió con otros autores del momento (además de Borges y Bioy, Castellani, Pérez Zelaschi o Ayala Gauna). Sin embargo, es reseñable que Walsh crea el detective de mayor espesor, un personaje poliédrico para quien la Ley y el sentido de la justicia quedan relativizados; algo inimaginable en el policial clásico, pero inherente a «un mundo de necesaria violencia», en sus palabras.

Entre 1956 y 1961, sigue publicando cuentos en revistas pero bajo el seudónimo de Daniel Hernández, en particular los protagonizados por el comisario Laurenzi. Éstos –a excepción de «Los dos montones de tierra»– siguen el mismo esquema: un jubilado Laurenzi que rememora sus casos mantiene charlas de café, entre partidas de casín o de ajedrez, con un escritor. En 1964, cierra la serie con «En defensa propia», que aborda el mundo de la extorsión y la droga.
La preocupación por el paisaje argentino recorrerá toda su obra. Sus primeros relatos se sitúan en muy diferentes localizaciones (Choele- Choel, el litoral entrerriano, un pueblo perdido de Santiago del Estero…), para terminar ambientando en la pampa, como escenario privilegiado, sus cuentos capitales, los de composición más perfecta e impronta más personal, y que se incluyen en Los oficios terrestres, Un kilo de oro y Un oscuro día de justicia. Su tratamiento del motivo paisajístico tiene reverberaciones espirituales; se podría hablar de una «metafísica» de la pampa. En ella, el hombre se halla solo ante la inmensidad, se torna silencioso e introspectivo, y los eternos interrogantes sobre el sentido del vivir se trasladan al paisaje; de manera que la naturaleza adquiere atributos de espejismo, de irrealidad, hasta de cierto animismo. Lo vemos en «Los nutrieros», relato policial que aborda la problemática social de los desplazados del sistema –preocupación que recorrerá toda la obra walshiana–, y que trata sobre un crimen de clase: «El agua había tomado un color plomizo, y en el oro verde de los juncos se alargaban las primeras sombras. Por los confines de la laguna, ensimismada en la quietud vesperal… […] En el fondo del juncal gritó la nutria; era un grito quejumbroso, como el gemido de un ser humano».

Eduardo Romano señala que en este cuento, el personaje del “gringo” establece una relación particular con el padre muerto y, por ende, con la tierra; y que aquí se abre la vía «por la que transitarán, en el futuro, las figuras de dos magníficos relatos walshianos: “Cartas” y “Fotos”»: «Su padre había querido tener un tractor. […] Ahora estaba muerto, en medio del campo, y los tractores pasaban por encima de sus huesos. Muerto, para siempre, y sin estrellas. El espejismo había renacido en el hijo, más torturado y violento: para hacerlo realidad a la fuerza, se había metido a nutriero. […] acaso sin saberlo, tenía la tierra metida en todo el cuerpo, como sus padres y sus abuelos».

Esa «veneración» por la tierra se observa en «Los dos montones de tierra». Allí Laurenzi se desplaza al campo a investigar una muerte, reclamado por un estanciero, Julián Arce. Éste, igual que Silverio Funes, personaje de «Asesinato a distancia» (Variaciones), es un hombre hecho a sí mismo, que domina y transforma el paisaje: «Un hombre duro como un poste, que había llegado casi con lo puesto, treinta años atrás, cuando esos campos eran una soledad, y compró una chacra abandonada y la hizo producir […]; y al fin todas las chacras de los alrededores, con o sin colonos; llevado por una formidable fuerza constructora que lo quemaba vivo, parado frente a las plagas, los hombres y el tiempo, sin razón aparente, sin más ley que esa implacable de dejar cosas hechas a la manera humana…».

Con los años de trabajo, cuando Walsh haya sometido a su escritura a una extrema labor de depuración, que se distinguirá por el dominio magistral de la condensación y la elipsis, que adquieren mayor fuerza junto al examen social y la denuncia política, continuará fiel al tratamiento de la relación entre hombre y paisaje. Así encontramos este parlamento de un estanciero en «Fotos»: «La ciudad se muere sin el campo, y el campo es nuestro. El campo es como el mar, y las estancias están ancladas para siempre, como acorazados de fierro. Otras veces han querido hundirnos y el campo siempre los tragó: advenedizos sin ley y sin sangre, el viento de la historia se los lleva, porque no tienen raíces». También en «Cartas» retrata al mismo personaje con una concisión genial: «Calentura, llegó a tener Tolosa con esa loma. Ninguna mujer lo calentó tanto».

Son el campo y el registro de la oralidad, elementos que se atisban en el primer Walsh, los que nos llevarán a sus cuentos más logrados, narraciones que tenían en el horizonte una novela que nunca llegó a escribir. La fuerza de «Cartas» y «Fotos» radica en la selección, organización y disposición de los fragmentos: desde lo coloquial hasta el lenguaje periodístico, poemas, lecciones escolares, monólogos, resúmenes, el lenguaje de los anuncios de periódicos locales (de los que asimila sus recursos tipográficos), letreros, y especialmente la disposición textual como fotos o cartas reproducidas.

«Fotos» está construido al modo de un álbum, con imágenes individuales y numeradas, de instantáneas de la infancia y de la amistad de dos jóvenes pertenecientes a distintos estamentos. El conflicto filial, los avatares de sus vidas, la experiencia del primer amor, están constituidos sobre el trasfondo de la lucha de clase y las ambiciones políticas locales; todo ello, en un contexto histórico preciso (la reacción de los estancieros ante Perón). En el texto, los fragmentos como imágenes recortadas, seleccionadas, tienen la fuerza de la evocación, del aforismo, cuya seducción radica en la elipsis; pero, sobre todo, en el montaje de las historias particulares, íntimas, inmersas en la gran marea de la historia colectiva: «Vas a cambiar de partido porque el nuestro se murió. […] Cuando hablés de los valores caducos, van a pensar que te referís a mí, poné un poco de sentimiento en eso. En dos años te puedo sacar diputado provincial». El título de «Fotos» responde no sólo a la original estructura sino también al tema del relato: el mismo tiene como protagonista a Mauricio, el fotógrafo y artista no admitido por una concepción del arte «tradicional» –discutida en el texto–, su vida bohemia y su patético final, fotografiando su muerte; así se crea un «vínculo trascendental» entre su rostro fotografiado en el momento de dejar de ser y el amigo poseedor de la foto que ve la imagen, un documento visual de quien ya no existe. Como dice Sciascia, «el sentido, la premonición de que la fotografía tiene que ver con la identidad y la muerte», una afirmación aplicable a este relato. Su elección es coherente con el terreno que se pisa, el «he visto», el «esto ha sucedido», de los cuales las cartas y las fotos son el documento más idóneo para su rememoración, muestran su afinidad con el «testimonio» por la relación con el pasado que sustentan, por el aura de nostalgia y la confirmación de una verdad que les son propias.

Más allá llega con «Cartas», cuento emparentado con «Fotos», no sólo por la absoluta soberanía del montaje sino por la presencia de ciertos personajes. «Cartas» sería, cronológicamente, el pasado del primero. Ambientado en «la década infame», en los oligárquicos años treinta del xx, despliega un marcado predominio del registro coloquial y una mayor preocupación por la cuestión social. Así, por ejemplo, se recrea el maridaje de las fuerzas vivas locales, y especialmente la relación entre el hacendado y su tierra: «Cuando llegué aquí, no había ni alambrados. Tuve que pelear una barbaridad para que me reconocieran títulos, mojones. […] Pero uno lleva la tierra adentro de la sangre».

Nos encontramos con perfectos ensamblajes cinematográficos, un verdadero hallazgo de Walsh para este relato: «… picaba de un platito: a cada berberecho una frase corta y hondamente meditada. –El país –un berberecho–, el país sólo empieza a comprenderse –otro berberecho– en el campo».

De igual calidad son los registros de habla que inserta, las canciones populares o las letras de tango, y la inclusión de juegos fonéticos (que encontraremos además en otros cuentos, como «El oñador»):

«La mica se quebraba en los dedos: chac, chac. La mica era amarilla y cuando uno la doblaba se rompía de golpe: chic». También aparece el habla infantil: cartas, rezos, ensoñaciones, el discurrir de la conciencia, siguiendo los pasos de Joyce. Y, en un gesto particularmente comprometido con su quehacer intelectual, la escritura de los humildes con su expresividad literal y grafía particular cierra el texto: «Pero si alguno pregunta como vino Moussompes á la Cárcel no hencuentra á nadies que tenga la culpa. Y la ravia mas grande que todos los ladrones mas grandes estan sueltos y la gente aca en la Cárcel pobre que da miedo. […] El que no cae es el que tiene plata ese es el mejor Juez y Abogado: pero ya les vá a yegar va á venir la igüaldad sin pedirla la avundancia de todas las vacas al suelo».

En estos dos cuentos aparece un recurso que ya es emblemático en la escritura de Walsh: la omisión de los nombres de los personajes políticos a quienes se alude –en este caso el nombre ausente es el de Perón–: «Ahora nos insulta por la radio, pero tiene que comprar el trigo afuera…». O: «A veces pensé que me iba a morir sin verlo. Ahora habrá que poner un poco de orden. Ese hombre echó a perder a la gente, ya no hay moral, ni respeto ni nada».
 
Esta técnica será el principal soporte de su máximo relato sobre ficción política, «Esa mujer». Dice Walsh en la nota que antecede a los cuentos de Los oficios terrestres: «La conversación que reproduce es, en lo esencial, verdadera». Está basado en un «fallido» encuentro del autor con el coronel Carlos E. Moori Koenig, jefe de los Servicios de Informaciones del Ejército bajo la Revolución Libertadora –que supo de los avatares que sufrió el cadáver de Eva Perón, secuestrado en 1955–, para animarlo a una transacción: el narrador podría dar «unos nombres, unos papeles» a cambio de que el coronel le indique el lugar donde estaría enterrada. Siempre ha sido señalado por la crítica, y con razón, que la elusión del nombre de «Eva Perón» concentra toda la carga de sentido que arrastra el relato. Sin embargo, es preciso advertir que no se indica ninguna identidad en absoluto en la narración; dialogan un «coronel [que] tiene apellido alemán» y un periodista del que el interlocutor dice: «He leído sus cosas. Lo felicito ». El narrador es, por tanto, anónimo, aunque dice de sí: «Yo busco una muerta […]. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme». Es decir, la fuerza y la verosimilitud del relato están sostenidas en la identidad de quien lo firma. Rodolfo Walsh, cuando escribe este cuento, ya es un referente del periodismo de investigación y de denuncia en Argentina.

El cuento no tendría el mismo valor ni supondría ese «pacto de verdad» si fuese rubricado por otro narrador. Imposible no comprender las resonancias que tiene y su ineludible valor en el imaginario de un país: el cuerpo de una mujer desaparecido, una tumba sin nombre: metáfora de todos esos cuerpos ausentes, el mismo cuerpo de Walsh, tras la industrializada e institucionalizada «operación masacre» de la última dictadura.

Otro relato magistral en su contenido y en su disposición gráfica es «Nota al pie» –saludado por Alberto Cousté, en su recensión de Un kilo de oro en la revista Primera Plana, como «la cumbre del libro […] veinticinco páginas admirables»–: su protagonista supone la humillante contrapartida del orgulloso corrector Daniel Hernández, aparecido en «La aventura de las pruebas de imprenta». Aquí, un traductor, Alfredo de León, desmenuza de una manera desoladora los engranajes de la vanidad del trabajo intelectual y de la maquinaria editorial que de él se aprovecha. Afirma David Viñas que este personaje «no se limita a sintetizar, simbólicamente, el itinerario de Walsh, sino que (al situarse en el otro extremo del eficaz Daniel Hernández de Variaciones en rojo), va dibujando un antihéroe análogo a Bloom, a K o al tío Vania». En sus diarios, Walsh aborda en varias ocasiones este aspecto del trabajo intelectual. Como ejemplo, una entrada de 1970: «La eterna historia. Esperando dos horas a Capeluto para al fin arrancarle cinco mil pesos, previa amenaza de romper el contrato (sic). La humillación. La condición del escritor (sic)». Pero el mayor hallazgo se encuentra en la disposición visual del cuento, puesto que en él, una nota al pie –subordinada por principio–, es la que, ante el lector, se va desplegando, gana terreno a medida que pasan las páginas, y acaba desplazando, de manera inaudita, al texto principal; así, el de menor jerarquía, que uno puede pasar sin leer, adquiere un carácter ineludible para la comprensión de la trama. Esa nota revela así la verdadera historia «oculta», como si el iceberg de Hemingway sacara entera a flote la masa helada que cubren las aguas.

Tres cuentos conocidos como la «saga de los irlandeses» recuperan episodios de la infancia del autor: «Irlandeses detrás de un gato», «Los oficios terrestres» y «Un oscuro día de justicia», que suponen el Walsh más alegórico. Así recordaba ese tiempo en «El 37», un texto autobiográfico donde desgrana su desdichado descenso a un mundo de subordinación y violencia: «El 36 fue el año de la caída. Empezó con un remate y terminó con un éxodo, una secreta ola de pánico. […] Por debajo de la autoridad había otras cosas que dirimir. En los dos colegios irlandeses en que he estado, descubrí entre los pupilos una necesidad compulsiva de establecer escalas del prestigio, el valor, la fuerza».

La serie está ambientada en un internado de curas, aislado en el campo, con jerarquías infantiles que se dirimen con golpes y palizas; los tres comparten protagonistas y motivaciones. La lectura alegórica radica en que los jóvenes interpretan el papel del «pueblo», dominado por las autoridades colegiales, incluso por un celador perverso, que pueden ser entendidos como el poder político y que convierten al colegio en un ámbito equiparable a una nación sometida.

El último de ellos, «Un oscuro día de justicia», es el más diáfano y concluyente para esta lectura que los engloba a todos. El mismo Walsh indica cómo interpretar esa esperanza que ponen los chicos en la llegada de Tío Malcolm para vengarlos y su derrota, en la entrevista que le realizó Piglia en 1970: «… cuando dice: “el pueblo aprendió que estaba solo”… Creo que ése es el pronunciamiento más político de toda la serie de los cuentos y muy aplicable a situaciones muy concretas nuestras: concretamente al peronismo e inclusive a las expectativas revolucionarias que aquí se despertaban o se despertaron con respecto a los héroes revolucionarios, inclusive con respecto al Che Guevara, que murió en esos días…». En algún momento David Viñas afirmó que éste era «el cuento más sagaz de la literatura argentina». Y también de la política. Porque Walsh lo publica por primera vez en la revista Adán, en diciembre de 1967, recién muerto el Che, de manera que puede encontrarse en él un claro referente extraliterario, histórico; pero que adquiere un nuevo sentido cuando se vuelve a publicar como libro independiente en 1973, año del retorno de Perón como un viejo líder, tras dieciocho años en el exilio, para asumir el poder. En uno y otro caso, el cuento puede entenderse como una actitud visionaria y crítica de la posibilidad de una salida mesiánica, individual, para los problemas colectivos.

Largo tiempo abrigó Walsh la intención de continuar esta saga en una novela, «una novela hecha de cuentos», que nunca pudo llevar a cabo. En una entrevista que le realizaron en Primera Plana en 1968 aborda la construcción de esta «novela geológica», que abarcaría un periplo que iría de 1880 a 1968: «cada historia va a ser tratada con un lenguaje único, porque la preocupación obsesiva de todo escritor es descubrir el idioma exacto de sus narraciones, como si ésa fuera la única manera posible de hacerlo». La denominaba así porque las distintas versiones históricas del habla rioplatense se irían superponiendo como capas geológicas, y decía: «todo lo que quiero arrancarles es la atmósfera de la época».

La obra de Rodolfo Walsh ha sido valorada por la crítica desde diversos ángulos: se ha hecho hincapié en la importancia insoslayable de su obra testimonial, su periodismo «de acción», sus inconfundibles crónicas, el cultivo de géneros populares como el relato policial; es decir, se ha destacado su trabajo literario al margen de los académicamente «consagrados»: en palabras de Ana M.ª Amar Sánchez, su «adopción de formas no canonizadas».

Ahora bien, su grandeza ha de ser destacada, más allá de los géneros y de sus actitudes personales, por su talento eminentemente literario. En efecto, a través de un lento aprendizaje, llega a un consumado manejo de la técnica de la composición del texto –montaje, elipsis, descripción, testimonios directos de las personas, uso de diferentes voces, inclusión de la documentación como pruebas, apoyo del soporte gráfico, etc.–, así como a su maestría en el empleo de recursos estilísticos, del humor y la ironía, de los cambios de tono; en resumen, toda la batería de herramientas al alcance de un escritor.

Esta destreza en el oficio se muestra por igual en los dos grandes tipos de textos que cultivó a lo largo de toda su vida, y que suelen clasificarse en ficcionales y no ficcionales. Sin embargo, es preciso observar cómo estos enriquecieron sobremanera a aquellos. Porque las técnicas propias del género testimonial que él empleaba en sus crónicas vinieron a alterar las convenciones de la ficción. De manera que en sus cuentos se promueve la sensación de verosimilitud de los personajes, de sus formas de vida y de los hechos narrados; estos recursos periodísticos poseen, entonces, la fuerza de mostrar la «verdad» de personajes no reales, de los sucesos inventados. Walsh, como afirma Viñas, «desconfiaba de todos los dualismos: de ninguna manera “ficción” separada de la “no ficción”, sólo narrativa». La verdad testimonial y la verdad de la ficción, ambas como construcciones artesanales, son para él una forma de desvelamiento de la realidad. Todo el sentido político del discurso testimonial en sí, su implicación social, que le es inherente, se revierte en Walsh, y éste es el signo más propio de su escritura, encaminada hacia una politización de la ficción en sí: y esto porque la palabra clave para él es eficacia, eficacia en la denuncia, eficacia en el texto literario, trasvase absoluto de recursos e intenciones.

A partir de los ’70 dejó de publicar cuentos aunque se conservan los borradores de algunos. Es permanente su «dilema» entre la actividad política y lo literario; sus diarios patentizan de mil maneras su necesidad de escribir: ya sea como reclamo, discusión, necesidad de organizar el tiempo, tic burgués, ansia, incluso un «momentáneo fracaso». Piglia dice de esas notas privadas de Walsh que son «como el diario de un adicto y esa adicción se llama literatura». El escritor se debate por encontrar la «forma» idónea: decía Viktor Sklovski, hacia 1923, que las formas también «se cansan», «se fosilizan y dejan de ser sentidas»: «un material nuevo exige una forma nueva». Esta preocupación no es anecdótica o pasajera en Walsh; recorre toda su obra, y las soluciones que fue dando según el momento y la necesidad quedan reflejadas tanto en su obra periodística y testimonial como en sus cuentos: «A veces me siento capaz de imaginar, no digo de hacer todavía, una novela o un relato que no sea una denuncia y que por tanto no sea una presentación, sino una representación, un segundo término de la historia original, usando las formas tradicionales, pero usándolas de otra manera. Lo que probablemente suceda cuando escriba una novela es que recogeré en ella parte del material, del espíritu de la denuncia de mis libros anteriores, pero elaborados de otro modo».

Este tortuoso camino de reflexión cree él que tendría que llevarlo a la construcción de una novela, la «Novela», «la última novela burguesa» como la denominaba, con claras resonancia de Macedonio. Toda su búsqueda incansable de recursos y modelos está orientada hacia su concreción. Así lo expresa en sus notas: «Una novela, vgr., que empiece con una declaración franca de principios políticos; brutal en la mención de nombres y personas, simple en su lectura (cf. Gutiérrez, Arlt)».

A estas alturas, Walsh aún se debate con sus posibles influencias y modelos. ¿Cómo escribir? Sea por circunstancias generacionales signadas por un tiempo y un país, sea por búsquedas estilísticas, su indagación le lleva a la tradición nacional, donde Roberto Arlt se erige como gran precursor de la escritura que él quiere lograr. En su diario vemos el sentimiento ambivalente que le inspira: «¿Me gustaría escribir como Arlt? Me gustaría tener su fuerza, su resentimiento, su capacidad dramática, su decisión de enfrentar a los personajes, como quería Shaw; su inventiva incluso; su aptitud fantástica, porque el mundo de Arlt es fantástico a fuerza de realismo; pero no me gustaría escribir una sola de sus líneas. […] El problema es si podré volcar ese odio rabioso en formas que, hoy, tienen que ser mucho más cautelosas, inexpugnables, cerradas, que las de Arlt, pero que al mismo tiempo tienen que dejar un margen de literalidad, de condenación explícita. ¿Será este el camino?».

No debemos olvidar que Walsh pertenece a la generación del ’50 –que incluye a David Viñas, Haroldo Conti, Di Benedetto, Andrés Rivera, entre otros–, conocida como «los parricidas», en su intención de rebelarse y superar a los escritores anteriores y, sobre todo, por el compromiso político y social. Esto es pertinente a la hora de considerar la gran sombra que asedia toda su escritura: Borges. Como afirma Ángel Rama, el primero en señalar esa afinidad, Walsh siguió esa «lección de rigor» del maestro argentino; pero es preciso señalar que, al tratarse de un «descendiente heterodoxo», intentó asumir nuevas formas y estrategias narrativas con las que escapar de esa «sombra terrible» al decir de Eloy Martínez. En tanto Carlos Gamerro no cree que pudiera sustraerse a esa imponente figura, como les ocurrió a todos los escritores de esa generación; en ella, Puig y Saer optaron por la novela; pero él compartía un mundo literario semejante al del maestro: «el cuento corto; su unidad estilística, la frase breve, precisa, trabajada; sus lenguas y literaturas de referencia, la inglesa y norteamericana; sus recursos favoritos, en sus propias palabras, “la condensación y el símbolo, la reserva, la anfibología, el guiño permanente al lector culto y entendido”. En otras palabras: Borges».

Como él, cultivó el policial clásico, amante de los juegos deductivos de la inteligencia. Así expresa su admiración por Borges en la presentación de «El milagro secreto» para la Antología del cuento extraño: «Se le ha acusado [a Borges] de practicar un juego erudito e intrascendente, olvidando que sus temas son los que atañen en forma permanente al destino humano: el tiempo y la eternidad, Dios, el misterio de la identidad personal, la creación literaria». Como él, intentó diluir los límites entre el género policial y el relato fantástico, recreándolos en el ámbito de la pampa; igualmente, comparten su interés por la oralidad, que en Walsh obedece a la intención de dar veracidad a las narraciones. Es innegable, por ejemplo, la huella borgeana, más precisamente de «La muerte y la brújula» –en palabras de nuestro autor el «mejor cuento policial argentino»– en «Trasposición de jugadas», donde se esgrime un acertijo geométrico y aparece el ajedrez como un juego de lógica. Sin embargo, Walsh se alejará de ese «precursor» y de las virtudes del relato de enigma, en favor de lo testimonial y sus usos políticos. Así resumía su postura ante la actividad literaria de Borges: «… si alguien tiene mucho talento y escaso tiempo para frecuentar las comisarías y los tribunales, siempre le quedará la oportunidad de evadirse totalmente de lo que ve y escribir una historia tan irreal y tan perfecta como “El jardín de senderos que se bifurcan”».

En definitiva, Walsh muestra en su obra y en su reflexión una búsqueda incesante de formas y actitudes narrativas que, en el momento de su muerte, en absoluto había concluido. Su ansiada poética se puede resumir en las palabras que utilizó en la presentación del cuento chino «La cólera de un particular» –que durante largo tiempo se creyó de su invención–, para El libro de los autores. Allí afirma: «… tengo un prejuicio a favor de la literatura breve. Hablo de rendimiento: la proporción entre lo expresado y el material requerido para expresarlo. Mi segundo motivo es un prejuicio a favor de la literatura útil».

Al final de su vida, después de años sin publicarlos, retornó a la escritura de cuentos. Cuando allanaron su casa, al día siguiente de su muerte, entre sus papeles había bocetos de algunos («El Aviador y la bomba», «Ñancahuazú», «El 27»), y uno ya terminado, «Juan se iba por el río». Este relato poseía un enorme valor significativo. Así lo recuerda Lilia Ferreyra: «Es su último cuento, el que escribió desglosando el material de la novela que ya había decidido no escribir. Es la historia del argentino derrotado del siglo xix; del último argentino antes de las grandes inmigraciones. Del hombre del pueblo que había sido llevado de guerra en guerra, de tropa en tropa; que sobrevive a su tiempo y ya viejo, recorre la memoria de su vida y de la época en que vivió».

El cuento, abrigado en la memoria de quien fuera su compañera, comenzaba así: «Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina, y su mujer, Teresa». Nunca apareció.


Nota
Prólogo de Cuentos Completos de Rodolfo Walsh, editorial Veintisiete Letras, España.

Esta edición de los cuentos completos de Rodolfo Walsh recoge los libros publicados por su autor en vida (Variaciones en rojo, Los oficios terrestres, Un kilo de oro y Un oscuro día de justicia). Además incluye los reunidos en compilaciones póstumas; en particular, la serie del comisario Laurenzi (Cuentos para tahúres y otros relatos policiales, ed. Jorge B. Rivera, 1987; La máquina del bien y del mal, ed. Jorge Lafforgue, 1992). En el caso de los cuentos publicados en la revista Fénix y su cuento infantil, así como la serie de relatos breves aparecidos en Gregorio en 1964, sus fuentes son: Textos de y sobre Rodolfo Walsh (ed. Lafforgue, 2000) y Ese hombre y otros papeles personales (ed. Daniel Link, 1996), respectivamente. La primera versión de «Las tres noches de Isaías Bloom» corresponde a la publicada en Vea y Lea de agosto de 1950, no aparecida en libro hasta ahora. Tanto los libros como los cuentos provenientes de otras fuentes se encuentran ordenados cronológicamente con los datos de su publicación original.

 
  

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