Polymythos

De la dimensión odiseica de Mario Vargas Llosa
Mariano Nava Contreras
Mérida, diciembre 2010
Aceptemos la verdad:
somos griegos —¿pero qué somos, además?
Cavafis, Regreso a Grecia

El día 3 de agosto de 2006 se estrenó en el teatro Romano de Mérida, España, y en el marco del Festival de Teatro Clásico que allí se celebra todos los años, la obra Odiseo y Penélope, de Mario Vargas Llosa, inspirada, cómo no, en el inmortal relato homérico. El estreno comportaba un interés especial, pues Don Mario interpretaba él mismo al rey de los itaquenses, mientras que en el papel de su reina estaba una exquisita Aitana Sánchez-Gijón. Lo sabemos, no era la primera vez que el maestro incursionaba en el género dramático. Antes bien, ya poseía una nada despreciable experiencia.


En una especie de ensayo autobiográfico fechado en Salzburgo por aquellos mismos días, Don Mario nos cuenta cómo su afición por el teatro se remonta a los primeros años de su infancia, cuando su madre lo llevaba al teatro en Cochabamba y él presenciaba, incrédulo y fascinado, aunque sin comprender gran cosa. Años después, ya radicado en Lima, se fue aficionando a las comedias que montaba la Escuela Nacional de Arte Escénico en los teatros del centro, así como algunas compañías argentinas que de vez en cuando se llegaban hasta la ciudad. Nos cuenta el maestro que la experiencia decisiva de esos años fue el haber asistido a la puesta en escena de La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Esta experiencia lo impulsó a escribir, en 1951, su primera obra de teatro, La huida del Inca. Al parecer la obra tuvo bastante éxito, pues se hizo merecedora del segundo lugar en un concurso de teatro infantil convocado por el Ministerio de Educación, siendo llevada a las tablas en Piura, al año siguiente, bajo la dirección de un joven Vargas Llosa convencido de que el teatro era «la forma suprema de la ficción». La obra pudo ser repuesta en la misma ciudad, y la estimulante experiencia hizo que nuestro joven autor se entregara, por entonces, a la lectura de los grandes dramaturgos: «Valle-Inclán, Lorca, Camus, Sartre, Anohuil, Miller, Tennessee Williams, Chéjov, Pirandello, Shakespeare, Ibsen, Strindberg y alguno que otro clásico del Siglo de Oro» son recordados por el maestro por haberle suscitado trascendentes cavilaciones: «Siempre consideré el teatro el reverso de la novela, es decir, otra manera de contar historias, más íntima e inmediata, algo que establecía entre ambos géneros una consanguinidad irrenunciable», escribió al recordar aquellos tiempos.

Más tarde, al radicarse en París en 1959, Don Mario entró en contacto con toda la vitalidad teatral que vivía la Francia de aquellos años. Ionesco, Beckett, Adamov y otros llevaban a la escena audaces propuestas junto a célebres directores como Roger Blin o Jean-Marie Serreau. Eran los años del teatro del absurdo, de intrépidos experimentos que comprometían no solo a la escritura, sino también al montaje y a las técnicas de actuación. La cantante calva y La lección, de Ionesco; El zapato de raso, de Claudel; Platonov, de Chéjov, o Los secuestrados de Altona, de Sartre, son algunas de las obras teatrales que Don Mario recuerda de esta época, sin hablar de las obras de Brecht, cuyo descubrimiento, por entonces, llevaba a los franceses al verdadero delirio. Sin embargo, Don Mario, entregado como estaba a sus proyectos novelísticos, no volvió a escribir teatro.

Hubo que esperar veinte años, hasta mediados de los ochenta, para que nuestro autor se atreviera, de nuevo, a poner en las tablas alguna de sus ficciones. La historia de aquella pariente suya, una tía abuela de vida entre trágica y patética, le sirvió para escribir el primero de sus dramas célebres, La señorita de Tacna (1981). La precisión visual de su recuerdo nítido y tierno, nos confiesa, le exigía una historia concisa y no una novela, de esas que «reclaman espacio y tiempo donde crecer y multiplicarse». El escritor había hallado la diferencia entre la ficción novelesca y la teatral, aquella por la que una historia prolija y multiforme le pide un relato extenso, radial y polifónico; y otra historia breve y concisa, cargada de reminiscencias altamente visuales, le pide otro desnudo y preciso, estructurado bajo las normas del gesto y del diálogo. Más recuerdos y anécdotas de sus tantas correrías por América y Europa le fueron inspirando las obras que escribió durante los ochenta y noventa: Kathie y el hipopótamo (1983), La chunga (1986), El loco de los balcones (1993) y Ojos bonitos, cuadros feos (1996), así como también, más recientemente, Al pie del Támesis (2008).

No fue, sin embargo, hasta octubre de 2005 cuando Don Mario se atrevió a subirse él mismo a las tablas. Fue en octubre de ese año, en el Teatro Romea de Barcelona, cuando se estrenó La verdad de las mentiras. Lo acompañaron en aquella primera aventura Aitana Sánchez-Gijón, la misma que un año después sería su Penélope, y el director Joan Ollé. Se trataba de un espectáculo que conjugaba las dos tradiciones fundadoras y complementarias que conforman la raíz de la literatura: por un lado la alegría y la frescura del relato oral, la tradición de los cuenta-cuentos, y, por el otro, la concisión del texto escrito, la previsión el relato literario. La verdad de las mentiras era un espectáculo inspirado en la exitosa experiencia que en Italia tuvo Tótem, de Alessandro Boricco (el mismo de Seda y de Homero, Ilíada), en el que había cuenta-cuentos, lecturas dramatizadas de textos literarios y, cómo no, música. Don Mario quiso reproducir la experiencia en España y propuso un proyecto similar. Fue como a sus 69 años lo tuvimos, por primera vez, subido a un escenario, muerto de miedo aunque, ahora lo recuerda, con resultados «menos catastróficos de lo que pudo ser».

Así, el Mario Vargas Llosa que en el verano del 2006 vestía los harapos del más insigne de los vagabundos no era, ni mucho menos, un recién llegado a las tablas, ni como actor ni como dramaturgo. Era, sí, el mismo enamorado de la escena, con un entusiasmo igual si no mayor que el de aquel imberbe que estrenaba su primera obra, en Piura, cincuenta años antes. «El teatro no cuenta una historia, como hacen las novelas. La representa, la mima, la finge, la encarna, la vive. Es, de todos los géneros que se proponen crear una ilusión de vida, el que está más cerca de la vida de verdad», dijo.

Es verdad que sin la experiencia de La verdad de las mentiras, que después pudo llevar a Madrid, Buenos Aires y Guadalajara, no habría podido llegar a Odiseo y Penélope. Pero tampoco sin la fama y seducción que desde siempre han acompañado al sin igual relato homérico. Lo dice el mismo escritor: «la Odisea es, todavía más que la Ilíada, el texto literario y la fantasía mítica que funda la cultura occidental». Debido al éxito alcanzado por La verdad de las mentiras, Aitana Sánchez-Gijón había recibido el encargo de proponer a Don Mario que adaptara alguna obra para ser representada en el Festival de Teatro Clásico de Mérida. Una buena mañana, sentados en un taxi que intentaba conducirlos por las atestadas y rectas calles de la capital tapatía, la actriz se lo propuso. ¿Le interesaba? El maestro lo tuvo claro desde el primer momento.

El hombre astuto que tanto tiempo anduvo errante
Fue así como se lanzó a la relectura febril y profunda del largo poema, convencido de antemano, lo confiesa, de que lo deslumbraría cada uno de sus casi trece mil hexámetros, una por una de sus veinticuatro rapsodias. «Me procuré todas las traducciones en lenguas a mi alcance y las seis versiones que circulan en español», nos cuenta, aunque seguramente hayan sido muchas más desde que Gonzalo Pérez hiciera la primera traducción española por allá por el siglo XV. Pero, ¿qué es, en juicio de Vargas Llosa, aquello que hace que tres mil y pico de años después volvamos una y otra vez a la Odisea? ¿Por qué el cíclope Polifemo nos sigue asqueando tanto, por qué nos produce la misma fascinación Circe la hechicera, la misma ternura la doncella Nausícaa, el mismo terror los monstruosos Caribdis y Escila? En un ensayo luminoso y mordaz, un poco como él mismo, decía Borges que «clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad» (1). Borges, que fue poeta y ciego como Homero, sabía muy bien que la razón de los clásicos es un secreto difícil de observar a simple vista. Difícil tarea la de indagar el motivo que ha concitado a innumerables gentes de todas las épocas a vivir las sufridas aventuras de nuestro héroe. Sin embargo, como bien nota Don Mario, Odiseo es, a más de un esforzado aventurero, un maravilloso contador de cuentos, y en ese sentido complace uno de los más esenciales placeres del hombre: el de escuchar historias.

Quizás por ello es Odiseo también el héroe moderno por antonomasia. Mucho más que el guerrero Aquiles, cruel matador de soldados cuya sola mención infundía terror entre los troyanos. Mucho más que Agamenón Atrida, caudillo de los bravos ejércitos helenos al rescate de la bella Helena. Mucho más que Alejandro, el seductor por excelencia de todos los tiempos. Odiseo es y ha sido el héroe mimado de poetas y narradores de la modernidad. ¿A qué se debe tan inusual seducción? A más de esa dimensión hiperbólica que es sino de todo héroe, el rey itaquense comporta una combinación de cualidades que lo acercan al hombre moderno mucho más que cualquier otro héroe de la antigüedad. Estando su reino en los bordes del mundo conocido, no debe extrañar que Odiseo tenga que ser, por antonomasia, «el héroe de los viajes aventurados, el explorador de los pasos del mar», nos dice Alfonso Reyes en su Junta de sombras. Porque nuestro héroe es mucho más que un personaje épico. Su cualidad fronteriza excede, con mucho, tan estrechos linderos. Su figura no destaca por su agresividad ni por su furor guerrero, ni mucho menos por su belleza física. Antes bien, Odiseo es «ingenioso», «astuto», «prudente», aquello que los griegos llamaban con una singular palabra, polytropos: que adopta muchas formas, que tiene muchas mañas, o mejor dicho: «mañoso». El adjetivo aparece solo dos veces en el poema, pero basta (2). Significa que la superioridad de nuestro héroe no es física, sino mental. Y eso lo acerca mucho más a la psicología moderna que a aquella mucho más chata del héroe épico, del paladín y del guerrero. Más allá del estruendo de las armas y del combate, su sutil, pero esencial cualidad, esa de ser muchas cosas y no ser nada, lo convierte en criatura especialmente cercana a la divinidad. Son Atenea y Hermes, dioses de las artes y de las ciencias, quienes lo protegen, y no el belicoso Ares o el trabajoso Hefesto. No hay que olvidar las palabras con que responde al cíclope Polifemo, a quien emborracha con su mejor vino antes de clavarle una estaca en el único ojo, sola forma de escapar del monstruo, allá por la rapsodia IX de la Odisea. Polifemo pregunta por su nombre y Odiseo le responde: «Nadie es mi nombre. Nadie me llaman mi madre y mi padre y todos mis compañeros» (3). Todos y nadie a la vez. Guerrero, esposo, marinero, rey, hijo, padre y amante a la vez que nada. Por eso es que Homero no se cansa de llamarlo theîos, divino.

En un singular pasaje de la Ilíada se da lugar a una conversación fundamental para reconocer a nuestro héroe. Se trata de la rapsodia tercera: la hermosa Helena ha subido a las murallas de Troya para presenciar los combates que en breve se darán entre griegos y troyanos. Las tropas se alinean unas frente a otras. La bella se encuentra ansiosa. Su corazón, que se debate, late a la vista de los viejos compañeros después de tantos años: ¿la odiarán todavía?, ¿aún la culpan por ser la causante de tan funesta guerra? Allí, sentados en la atalaya, se encuentran los ancianos de la ciudad, también ansiosos, admirando armas y guerreros. Quieren saber quiénes son uno por uno aquellos magníficos reyes que blanden las brillantes armas. Reconocidos algunos de los principales, se acerca el rey Príamo y pregunta de nuevo a su nuera, la más hermosa de las mujeres:
Y dime también este otro, hija querida, ¿quién es? Un poco más bajo que Agamenón Atrida, aunque más ancho se ve de hombros y de pecho, sus armas yacen sobre la tierra fértil, pero él, como un carnero, pasa revista a las filas de los guerreros: me parece en efecto un carnero de espeso pelaje que recorre un gran rebaño de blancas ovejas.
Y la hermosa responde: «Ése es el hijo de Laertes, Odiseo, el muy ingenioso, que se crió en el país de Ítaca rocosa, y conoce toda clase de engaños y sutiles ardides». A tal respuesta interviene el sabio Antenor, de los ancianos allegados al rey, que añade lo siguiente:
¡Ay mujer! Cuán ciertas son las palabras que dices, pues hasta aquí vino una vez Odiseo divino junto con Menelao, querido de Ares, a traer un mensaje referido a ti. Yo los hospedé, acogiéndolos en el palacio, y de ambos conocí el natural y el agudo razonar, que cuando estaban en medio de los troyanos reunidos, de pie sobresalía Menelao de anchos hombros, pero, sentados, era más majestuoso Odiseo; y cuando de urdir palabras e ideas se trataba ciertamente Menelao era parco al hablar, decía poco aunque sonoro, pues no era elocuente ni tampoco verboso, sino sólo más joven. Pero cuando el ingenioso Odiseo se levantaba, quedaba de pie, fijamente mirando el suelo con inmóviles ojos, y ya no movía el cetro ni hacia atrás ni hacia adelante, sino que lo tenía quieto, parecía un ignorante, y lo habrías tomado por alguien que estaba enojado o por un imbécil, hasta que voces sonoras comenzaba a lanzar su pecho, palabras semejantes a las nieves de invierno: entonces ningún mortal hubiera querido desafiar a Odiseo y nadie pensaba ya tanto en su aspecto (4)


Es, pues, esa relación especial con las palabras, con el lenguaje, con el lógos, lo que determina la condición heroica de Odiseo, lo que hace que se destaque de los demás héroes, más allá de su condición física o guerrera. Nuestro héroe, a más de mañoso, polytropos, es «verboso», «poseedor de muchas fábulas», polymythos. En su mente, solo aquél que domina el habla articulada puede ser tenido como persona civilizada. Solo aquel país que posee la palabra y el relato merece ser sacado de la informe masa de los pueblos bárbaros. Es lo que parece decirnos en sus cavilaciones, allá por la rapsodia sexta de la Odisea. Recordemos. El héroe naufraga en una tempestad que ha suscitado el airado Poseidón. A duras penas salva a nado la costa aunque, extenuado, sucumbe al profundo sueño. Sin embargo, Atenea ha dispuesto otra cosa. Dispone que Odiseo y Nausícaa se conozcan y que la princesa se enamore del héroe. La ha convencido de que acuda a la playa so pretexto de lavar los vestidos de sus hermanos. Cumplida la tarea, Nausícaa comienza a jugar a la pelota con las demás doncellas en la playa. Un ventarrón se lleva la pelota hacia las aguas y se alza el griterío de las niñas. Nuestro héroe despierta sobresaltado y se pregunta:
¡Ay de mí! ¿De qué hombres mortales es la tierra a la que llego? ¿Quizás violentos, injustos y salvajes? ¿Quizás hospitalarios, con temor de los dioses? Me han llegado gritos de voces femeninas ¿Provienen de las ninfas de los bosques escarpados, junto a los manantiales y los pastos herbosos? ¿Estoy acaso cerca de hombres que poseen el habla? ¡Pero vamos! Yo mismo he de saberlo (5).

Con ese mismo dominio del verbo que Odiseo posee y espera de sus anfitriones, más adelante, cuando sea acogido al palacio del rey de los feacios, nos contará todas sus aventuras, todas sus historias. ¿Son falsas? ¿Son verdaderas? ¡Qué más da! Como bien nota Don Mario, si el relato de Odiseo hubiera sido falso, si todas sus historias hubieran sido inventadas, ello no desmerecería ni un ápice de su condición de héroe. Hoy seguiríamos recordándolo, con la misma devoción, aun si no hubiera vivido nada de lo que contó —aquella larga noche— a Antínoo y a los asombrados y conmovidos feacios.


Comprenderás al fin lo que significan las Ítacas
Así, la vuelta de Odiseo, su largo y aventurado periplo de retorno a su reino, al abrazo de su hijo y al lecho de su esposa se convierte en el arquetipo por excelencia del viaje interior de todos los hombres, de todas las épocas, de todos los lugares. Joyce sucumbió a la tentación de llevarlo a la ciudad lúgubre y lluviosa que era su Dublín natal, por cuyas calles caminaba Leopold Bloom el día 16 de junio de 1904. Cavafis, por su parte, hace de su poema más célebre la más denodada lectura del arquetipo odiseico, como si solo al inaugurar el siglo XX hubiéramos estado preparados para decir el enigma, para descifrar el sortilegio. Es verdad también que la condición ubicua y distópica del relato homérico, ese estar y no estar en tantos sitios inciertos que pudiera ser ninguno, hace que sintonice cómodamente con una vocación cosmopolita y totalizadora que es signo de la literatura del siglo que pasó. Cavafis nos exhorta, con un imperativo dirigido a nuestra profunda intimidad, a nuestra soledad existencial: «a lestrigones ni a cíclopes, ni al airado Poseidón, no temas». Nos desea que arribemos a bahías nunca vistas, nos recomienda que nos detengamos en los emporios de Fenicia, que compremos hermosas mercancías, «madreperla y coral, y ámbar y ébano, perfumes deliciosos y diversos». Al desnudar el arquetipo, el poeta de Alejandría lo renueva y actualiza, en una relectura anidada en el respeto y la veneración por la tradición de la vieja historia homérica.

Será a Borges a quien corresponda hacer, en nuestro idioma, esa relectura entre íntima y existencial. En El otro, el mismo, un soneto, se inspira en la escena imaginada a partir de lo ocurrido en la rapsodia XXIII. Odiseo ha vuelto a su patria y palacio, y ha ejecutado la venganza. Los pretendientes han sido masacrados y el héroe yace al fin en el lecho junto a su reina. Penélope duerme entre plácida e incrédula aún, su mejilla contra el pecho del hombre, y Borges se pregunta:
...Ya en el amor del compartido lecho
duerme la clara reina sobre el pecho
de su rey pero ¿dónde está aquel hombre

que en los días y noches del destierro
erraba por el mundo como un perro
y decía que Nadie era su nombre?

Si Odiseo es Nadie, ¿quién es entonces el que fue reconocido por su mujer y su hijo? ¿Quién, pues, al final, este hombre que tanto anduvo? Retorno como despojo de los atributos que nos visten. Camino de vuelta a una desnudez primigenia. Desnudez que nos provee, sin embargo, de una esencia. Odiseo padece, en palabras de Don Mario, de una especie de «inestabilidad ontológica» propia de los héroes arcaicos.

En otro célebre poema, fechado en Bogotá, en 1963, Borges se formula las mismas preguntas, pero esta vez respecto de sí mismo: ¿Quiénes somos, finalmente, al cabo de tanto andar? Se trata de Elegía, poema que está en el mismo volumen:
Oh destino de Borges,
haber navegado por los diversos mares del mundo
o por el único y solitario mar de nombres diversos,
haber sido una parte de Edimburgo, de Zúrich, de las dos Córdobas,
de Colombia y de Texas…
Pregunta que vale para sí no menos que para cualquiera de nosotros:
Oh destino de Borges,
tal vez no más extraño que el tuyo.

En nuestras letras, fue Montejo el que mejor supo comprender la partitura secreta de este misterio, el hechizo por el cual todo hombre es, también, un poco Odiseo. Es Ítaca el título de uno de sus poemas que, lo reza el epígrafe, está escrito «para un homenaje a C. Cavafis» (6). Aquí, nuestro poeta retoma una dilatada tradición de reflexión poética sobre la figura del héroe homérico. La razón, si es que la hay, por la que aún sigue hoy siendo nuestra su increíble historia. Los ojos asombrados y expectantes observan la extraña metamorfosis y la cantan con desparpajo:
Por esta calle se va a Ítaca
y en su rumor de voces, pasos, sombras,
cualquier hombre es Ulises.
La naturaleza del viaje y del exilio está claramente comprendida, pero también se manifiesta la conciencia de una épica interior cuyos campos de batalla no son otros que los de nuestra propia psique, y aquí se ve la herencia de este siglo XX que releyó la vieja historia de Homero. Si, como dijo Luckács, la novela es la epopeya de un mundo abandonado por los dioses, en el poema de Montejo la lucha por volver se desarrolla, día a día, dentro de la mente de cada hombre. Lo sabe el poeta y lo dice:

En los ojos de los paseantes arde su fuego;
sus pasos rápidos delatan el exilio.
Aun sin moverte, como estos árboles,
hoy o mañana llegarás a Ítaca.
Está escrita en la palma de tu mano
como una raya que se ahonda
día tras día.

Odiseo es, pues, el hombre que marcha y el hombre que queda, el transeúnte ajetreado y el diletante que alarga su espera sentado en la mecedora. Es el hombre que vive. Su llegada a Ítaca es inevitable. El retorno se vuelve memoria postrema. El arribo, diástole final. Metáfora de la vida misma, para Montejo, el rey de Ítaca se vuelve excusa perfecta para el poema total. Así, el arquetipo odiseico es llevado a su último extremo significante. Nadie puede escapar a este destino, pero tampoco hay que entristecerse por ello:
A ese mar no se miente. La furia de sus olas
todo lo hace naufragio. Pero no te amilanes.
Demuéstranos que siempre fuiste Ulises.

Más que un aventurero, un fantaseador
Mario Vargas Llosa está consciente de todas estas lecturas, de la infinita multiplicidad que conlleva la sin igual historia del náufrago vagabundo, de la grave responsabilidad de versionar un texto con semejante tradición. Si ha dicho con honestidad que Tótem, la experiencia que Alessandro Baricco llevara a las tablas pocos años antes, fue fundamental para la puesta en escena de La verdad de las mentiras, pensamos que su Odiseo y Penélope tiene como modelo indiscutible el Homero, Ilíada del escritor turinés. Se trata de un texto que nació con el objeto de efectuar lecturas públicas del poema homérico. Baricco se valió de una traducción moderna al italiano (Maria Grazia Ciani, Venecia 2000) y la adaptó hábilmente para tal fin. La traducción tenía la ventaja de valerse de un italiano vivo, actual, «más que una jerga de filólogos». ¿Cuál es el mérito y la originalidad de su propuesta? Los dioses y los héroes de Baricco hablan en primera persona. Escuchamos así a Criseida, a Helena, a Néstor, a Aquiles, a Odiseo, a Agamenón, a Patroclo, pero también al río Escamandro, todos hablando en primera persona, expresando sus sentimientos desde su propio punto de vista. Sentimos mejor que nunca su ira y su miedo, su esperanza y sus frustraciones, su terror ante el inefable monstruo de la guerra y de la muerte que se les abalanza. El texto así concebido fue leído en Roma y Turín en otoño de 2004, y el resultado del todo inesperado. Asistieron al espectáculo más de diez mil personas que, gustosas, pagaron sus entradas, y fue transmitido por la radio italiana.

El mismo mecanismo opera en Odiseo y Penélope (7). Durante los once breves actos que dura la obra escuchamos a los esposos contarse ávidamente las aventuras y desventuras de tanta ausencia. Poco a poco, gracias a la magia de la escena, hombre y mujer se van convirtiendo progresivamente en los muchos personajes de la historia. Ambas voces se complementan atravesando las fronteras de su identidad y sacrificando su condición ontológica en pos de una única realidad posible, que es la ficción del relato. Ambos discursos se entrelazan y complementan en la construcción de una historia polifónica en la que domina una multiplicidad de perspectivas. Así escuchamos hablar al cíclope Polifemo, a Circe la hechicera, a los difuntos que moran la lúgubre mansión de Hades, al adivino Tiresias, a los monstruos Escíla y Caribdis, a la ninfa Calipso, a la princesa Nausícaa y a la diosa Palas Atenea. Todos cuentan sus propias historias, vívidas y dolientes como solo pueden contarse en primera persona. Todos se desdoblan y transmutan con la misma inestable intensidad de las pasiones humanas. Pero cada una de esas historias termina siendo una sola y la misma, la del ingenioso Odiseo. Así nos lo dice Don Mario: «Odiseo y Penélope es una versión minimalista de la historia clásica, que los dos protagonistas cuentan, interpretan y leen, una vez concluida la matanza de los pretendientes y las siervas traidoras, en Ítaca. Ambos personajes se metamorfosean sin cesar».

Historia minimal, a cada gesto, a cada palabra le cabe la inmensa responsabilidad de señalar la derrota de un itinerario inconmensurable. Escuetos mojones para un dilatado camino, la extensa plurivalencia del relato homérico debe concretarse en contados minutos sobre la escena. Tensión entre lo preciso y lo difuso, entre ambas caras de la ficción, teatro y narrativa, que nuestro escribidor, lo hemos dicho, conoce muy bien desde antiguo. El ambiguo personaje del rey aventurero supone un formidable reto para tan arriesgada síntesis.

¿Con cuál de tantos Odiseos se nos queda Vargas Llosa? ¿Cuál es el ángulo que interesa a nuestro narrador? El diálogo final entre los esposos nos lo aclara con suficiencia:
PENÉLOPE: ¿Sabes que me cuesta creer que hayas vivido todas esas aventuras? Las que me has contado y las que te quedan por contarme. Se me ocurre, de pronto, que, más que un aventurero, eres un fantaseador. Un contador de cuentos. Uno de esos embaucadores que divierten al público en el ágora con fantasías extravagantes.

ODISEO: Tal vez no estés lejos de la verdad, Penélope. Te confesaré un secreto. Cuando me oigo refiriendo aquellas peripecias ante extraños, ya no estoy muy seguro si es mi memoria la que habla por mi boca, o mi imaginación. Contándolas, las vivo, cierto. Pero no estoy seguro si de veras las viví, o si, al contarlas, cambiaron tanto que es como si las estuviera inventado.

Polytropos, ingenioso, divino, mañoso, a Don Mario le interesa el fabulador, el contador de historias a quien no importa si fueron ciertas o inventadas. El embaucador de realidades al que tiene sin cuidado la verdad de sus mentiras. El transgresor de verdades. El palabrero seductor que mezcla —sin pizca de pudor— sueños, recuerdos, vivencias e invenciones: ése, polymythos. Todo lo demás, el guerrero, el aventurero, el navegante, el amante, el explorador, los demás Odiseos quedan para otros poetas.


Notas
1 "Sobre los clásicos", en Otras inquisiciones.
2 Od. I 1 y X 330.
3 Od. IX 67-68.
4 Il. III 192-224.
5 Od. IV 118-126. El subrayado es nuestro.
6 Alfabeto del mundo, 1986.
7 Y, posteriormente, en su más reciente adaptación de Las mil y una noches, que interpreta Don Mario junto a Aitana Sánchez-Gijón, bajo la dirección de Joan Ollé, y que fue estrenada en Madrid en julio de 2010.

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