La Ciudad

Antonio Pasquali
Caracas, octubre 2010

Concluyó casi en el anonimato, sin despedidas, el más que bi-milenario ciclo de Utopía iniciado, se asegura, por Hipodamos de Mileto en el siglo v a.C. Sucedió probablemente hacia 1972, cuando una breve obra de Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, voló por los aires aquel macizo concepto convertido en fuegos pirotécnicos, en una sheherezade de cincuenta y cinco ciudades de ningún lugar, todas ellas simbolizadas, si cabe, por Trude, una de miles idénticas a todas las demás «en las que sólo cambia el nombre del aeropuerto». Cincuenta años antes, en 1922, un polígrafo y urbanista genial, el americano Lewis Mumford, había publicado la última Historia de las Utopías como la escribiría un creyente hasta la hoguera inclusive: «En este momento histórico, nuestra más importante tarea es seguir construyendo castillos en el aire…»

El registro de esa partida de defunción requiere un mínimo de precisiones. El posibilismo, el pensar utópico, la gnoseología de realidades futuribles, el prospectivismo, el principio de Esperanza, las posturas proféticas y anti-míticas, la dialéctica de ideología y utopía, el barajar escenarios de planes y proyectos morales o arquitecturas menos imperfectas del convivir, el empleo de utopías como instrumentos teórico-prácticos para negar el presente o para reintroducir finalismo en una razón atosigada desde el Renacimiento por un exceso de mecanicismo, todo esto ha sobrevivido con mucha fuerza en la cultura contemporánea, hasta poderse decir que — desprovista ya la filosofía de muchas de las certezas metafísicas de antaño— Utopía se ha vuelto, por acción o reacción y en todas sus acepciones, una de las categorías más empleadas dentro de los actuales métodos posibilistas de la Razón, de sus fuentes y procedimientos. Persiste con vigor, más particularmente, el pensar utópico como pensamiento negativo, como elaboración de modelos a partir de los cuales pueda negarse lo real existente y declarar, como lo hizo anti-hegelianamente la Escuela de Francfort, que lo que es no es verdad (aún). 

El cierre de ciclo o catalepsia a los que nos referimos no conciernen pues las gnoseologías del futuro, las prospectivas futurológicas o los escenarios de «futuribles» o futuros posibles —que más bien se multiplican y cobran eficacia— sino un binomio conceptual que acompaña la cultura occidental desde hace dos mil quinientos años, un binomio tan apodíctico, incuestionable e intrínseco a nuestro pensar que ya habíamos dejado de percibirlo. Ese binomio es el de Utopía y Ciudad.

Cada vez que pensó Utopía, la mente humana construyó una Ciudad. Desde Hipodamos a hoy, concebir utopías ha significado casi siempre y casi automáticamente diseñar Repúblicas, Atlántidas, Ciudades de Dios, Ciudades del Sol, Nuevas Atlántidas, Christianópolis, Falansterios, Victorias, Spensonias, Freelands, Caprobanas, Icarias, Ucronías, Humanisferas, Undergound Man o Nowhere, esto es, inventar ciudades perfectas, demasiado perfectas, a veces, para ser viables. Esta constatación —que hoy conviene sacar del inconsciente colectivo y racionalizar antes de que se fosilice en reliquia conceptual— pone al descubierto un capital ingrediente teórico-práctico del humanismo profundo, de dimensiones tan absolutamente fundamentales como obliteradas. El género humano, aún en su porción resignada a un mundo valle de lágrimas y antesala de algún eudemonismo post mortem, siempre ha aspirado a una vida terrenal más llevadera, a algún adelanto terrestre de paraíso, y siempre ha considerado que una utopía así era posible, que valía la pena reflexionar y luchar por su advenimiento (hasta los socialismos modernos, aseguraba Kautsky, brotaron todos de Utopía). Siempre creyó además por aplastante mayoría —y esto es para nosotros lo esencial— que ese mini paraíso terrenal otra cosa no era sino una convivencia pacífica, justa, tolerante y amistosa con el prójimo, sin tiranos ni prepotentes, el reino de Omónoia o Concordia, y eso lo condujo muy naturalmente a encarnar tal suprema aspiración político-moral en la Ciudad, la Pólis o Urbs, la mejor invención humana para una posible vida cenobítica perfecta. «En ella los hombres se conocerán y —lo que es el bien supremo para una ciudad— se familiarizarán los unos con los otros en recíproca intimidad» (Platón, Leyes 738, d). Quedó de esa forma implícitamente estatuido durante veinticinco siglos que Utopía sólo podía encarnarse en Ciudad, y que toda Ciudad real sería, cual ensayo de convivencia, la exitosa o malograda encarnación de alguna Utopía, y esto —por feliz presagio y predestinación— desde el primer utopista Hipodamos, constructor de ciudades. La reflexión etiológica confirmó tempranamente ese vínculo entre posible paraíso terrenal y ciudad. ¿Por qué tiende el hombre a convivir en pólis? Porque el solitario no logra bastarse a sí mismo, mengua y perece a falta de ayuda mutua, contesta Platón (Rep. 369, c) y Aristóteles, por una vez, confirma: «Pólis… por su naturaleza es pluralidad» (Pol. 1261, a) antecede la familia y toda otra organización social como el todo siempre antecede a las partes; el autárquico no sobrevive, el hombre es por naturaleza zóon politikón, una fórmula demasiado célebre y abusada que sólo los más refinados intérpretes traducen como Dios manda: «destinado a vivir en ciudad» (Pol. I, 8 a13). El supremo anhelo humano, la utopía última, el adelanto de paraíso en tierra y de comunión de los santos, es convivir pacíficamente con el otro, sin déspota interpuesto, con tolerancia y sin odios, y la Ciudad, tópos de la convivencia, es la fábrica humana potencialmente más apta para lograrlo. (Pólis, una escogencia semánticamente impecable: hija predilecta del radical Po —del sánscrito pür— fuente de incontables compuestos en que siempre predomina la connotación a lugar, al concretísimo dónde, al sitio en que puede ejercerse el jus soli).

La Ciudad se vuelve, de paso, un argumento fáctico a favor de Utopía dentro del conflicto aporético que desde siempre enfrenta Utopía y Mito, entre la búsqueda arqueológica de un paraíso pasado a recomponer, o la futurológica de un paraíso que no-es-aún a inventar. Todo utopista genuino (conviene subrayarlo en tiempos de oscurantismo retrógrado) se ubica así en las antípodas del pensar mítico y de sus chamanes, vestales, teorías del eterno retorno, ritos propiciatorios a super-héroes ancestrales y verdades totemizados y manipulables; el pensar utópico es de los visionarios y profetas poco memoriosos y poco amigos de paradigmas y númenes tutelares, riesgosamente libres entre infinitos posibles y concepciones lineales del tiempo, con la aún desconocida perfección siempre a fronte, atrayéndolos, y nunca a tergo en el tiempo, descontada y obligándolos a revivirla. El pensar mítico añora paraísos perdidos y busca en textos intencionalmente sacralizados la pasada verdad; el utópico anhela y profetiza paraísos aún por inventar y sólo busca en el futuro la convalidación de su acción (un utopista malgré lui, el Dante, sentenció en el siglo xiv que «Nuestro conocimiento sería letra muerta si se nos cerraran las puertas del futuro», Infierno, X,5 103-108). La Ciudad es hija de Utopía, no de Mito, y es el lugar donde incesantemente ensayamos la utópica convivencia perfecta. Como encarnación de nuestra humanidad destinada a vivir junta, Ciudad trasciende enormemente las menudencias que de ella a veces nos narran arquitectos, paisajistas y estetas.

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Esa pérdida del referente utópico ¿hasta dónde compromete nuestra tradicional comprensión del fenómeno Ciudad; disponemos de mejores sistemas categoriales de remplazo? Pero antes que nada, ¿es realmente importante y prioritario entender más a fondo los procesos de aglomeración urbana? Sobre esto último la respuesta es no sólo afirmativa sino apremiante: la precipitosa realidad, bajo el fuerte impulso de tecnologías siempre más innovadoras, viene dando vida a formas y modalidades inéditas del convivir en sus varios niveles, que terminarán originando nuevas políticas tout court y ciudades hoy apenas imaginables en su estructura y gobierno. Desde las primigenias y diminutas Guajarat, Catal Hüyük o Ur de hace ocho o cinco milenios, a las monstruosas Tokio, Seúl, Ciudad de México y Delhi de hoy (la suma de cuyos habitantes supera la entera población del mundo de la época de Troya) la carrera del hombre sedentario a concentrarse en grandes aglomeraciones ha recorrido más trecho que nuestra lenta capacidad de entender el fenómeno Ciudad. Y así será, por lo visto, hasta el final de los siglos: «destinados a vivir en ciudades», cada una —esperemos— con algún sello propio para que no se cumpla la espantable anti-utopía de Calvino («puedes tomar el avión donde quieras, pero siempre llegarás a otra Trude… el mundo está cubierto por una misma Trude que no comienza y no termina, sólo cambia el nombre del aeropuerto» op.cit. VIII,2), y guarden su vigencia tanto el axioma no-global de Octavio Paz de que cada civilización es su urbanismo como el preámbulo de los Estatutos de UNESCO que convoca a «salvaguardar la fecunda diversidad de las culturas». En 2050, cuando seremos 9,1 millardos, el «enurbamiento» habrá dado otro salto más del 49%, y más del setenta por ciento de la humanidad vivirá en pólis, neópolis o megalópolis cuyas ergonomía, organigramas y flujos serán casi copias carbón de la red Internet (hasta en África se vivirá al 50% en ciudades, tres de ellas, El Cairo, Kinshasa y Lagos, de veinte millones de habitantes; la población venezolana, por su parte, ya está hiper-urbanizada en casi un 90%). «El siglo xxi (Ferrier) será el primero de civilización enteramente urbana; la mayoría nacerá y morirá en ciudades sin haber visto jamás el campo». Pese a semejante aceleración, y a que manejamos masas inmensas y casi ingerenciables de datos, mucho discurso sobre la Ciudad sigue siendo reductivo (a listado de edificaciones), voluntarista, nostálgico, culterano, vetusto o estetizante, modelo revista de arquitectura en papel satinado años ’60, seudo-globalizado y oliendo a pachulí.

¿Disponemos hoy de sistemas categoriales de remplazo para una mirada nueva al fenómeno urbano? De haber pasado realmente Utopía, o Utopía/Ciudad, a los archivos muertos ¿no sería el caso de entonar un «ha muerto el rey, viva el rey» y hurgar con adecuado aggiornamento en los nuevos saberes hasta dar con más recientes conceptos, valores y enfoques que hagan avanzar nuestra comprensión de uno de los mayores problemas sociales de nuestra época, causalmente vinculado al de la irresuelta e inquietante explosión demográfica? Con sus nuevas ciencias, sutilezas interdisciplinarias y refinados métodos interpretativos, ¿tiene la cultura actual con qué renovar la milenaria y hoy asfíctica reflexión sobre pólis, aportando nuevos y reveladores criterios y hermenéuticas?

Sí, sin duda, y desde diferentes ángulos. Uno de ellos, el esbozado en los párrafos siguientes, consistiría en someter la Ciudad, y cada ciudad en concreto, a una exégesis comunicacional fundamentada en una compleja base conceptual que entremezcle la gnoseología derivable de una de las categorías supremas del entendimiento, la Relación, con los axiomas esenciales que permiten concebir la Moral y la Política como aplicaciones de dicha Relación a escala antropológico-práctica, y con los grandes teoremas de las novísimas Teorías de la Comunicación y de la Información. Si el hombre ha tipificado su paraíso en tierra como reino de una intersubjetividad pacífica y cooperativa, y si llegó a determinar que su histórica encarnación espacio-temporal era la Ciudad, ésta debe comenzar a comprenderse entonces (antes de cualquier otra disquisición formal) como el templo de la relación, el espacio sagrado inventado por la humanidad para el apoyo mutuo, el artefacto de base para el convivir en concordia, pudiéndose por consiguiente medir su «rendimiento relacional» (llamémosle así) en términos de aproximación o alejamiento de dicho paradigma. La manifestación primigenia de la relacionalidad a escala antropológica es la Comunicación, tanto física como inmaterial: debo saber del otro para interactuar con él. Vista como templo y principal artefacto para la interrelación humana, la Ciudad aparece, pues, in primis, como una máquina comunicante inventada para facilitar la interconexión y el mutuo conocimiento y apoyo entre sus habitantes, y así debemos aprender a leer cada ciudad concreta, por la escogencia topográfica de sus fundadores y la calidad del entramado de sus calles y plazas, llenos y vacíos, espacios sagrados y profanos, públicos y privados. A toda estructura urbana, como artefacto de yuxtapuestos ingredientes etnográficos, topográficos, logísticos e institucionales finalizados a un estar-juntos, debe preguntársele in primis cómo y de qué manera ella favorece en el cives o ciudadano —primero en sentido espacial, o sea topográfico-urbanístico, pero también en sentido jurídico, político y tecnológico— el disfrute de aquellas relaciones de comunicación físicas y no físicas, presenciales y virtuales, accidentales o voluntarias sin las cuales no puede darse una sana comunidad o pólis, y cuyas insuficiencias espacio-jurídico-tecnológicas revierten en otros tantos traumas sociales, en un descosido ciudadano o social, hasta verificar si sus creadores y sucesivas autoridades privilegiaron la verticalidad o la horizontalidad, la interconexión o la privacidad, el modelo de sociedad abierta o cerrada, democrática o clasista, el diálogo o la orden; si ellas son generosas en lugares de encuentro (plazas aceras parques espacios y edificios públicos y peatonales, patios internos, etc.) o erizadas de impasses para el desencuentro; si predisponen al conocerse o al ignorarse, a la democracia o al despotismo, en suma, si su diseño urbanístico propende a facilitar una intercomunicación de calidad, suficiente y eficaz, un coexistir real y concretamente cenobítico de todos con todos, o a centrifugar a sus habitantes separando lo sagrado de lo profano, el poderoso del sin poder, el rico del pobre, el barrio de la urbanización, el «pater familias» (según estatuyó el Sínodo Interprovincial de Caracas de 1687) de la «multitud promiscual». Porque los griegos, al moldear su refinado código idiomático, no se equivocaron: siendo koinós (que daría el latín communis) todo lo común-comunitario, la carga de ideas creencias valores lugares tiempo bienes e insumos compartidos por el grupo, llamaron con el único término de koinoonía o «comunitariedad» tanto la Comunidad como la Comunicación, una manera semánticamente perfecta de subrayar la estricta inherencia (más que una relación de causa/efecto) entre comunicar y formar comunidad, términos que en casi todas las lenguas han conservado un mismo radical. Intuyeron lo que hoy sabemos científicamente, que entes aun coexistentes pero incomunicados, que no saben uno-del-otro, son entes irrelacionados, próximos pero no prójimos, imposibilitados a priori a saber y estar-con-otro, a formar ciudad y convertir la co-presencia en ciudadanía plena.

Los tiempos son otros, los lenguajes y saberes se han especializado y refinado, la bomba demográfica sigue sin desarmarse y fagocitando una tras otra las ciudades de dimensión humana, pero la inherencia entre comunicar y formar comunidad ha sobrevivido sedimentariamente en algún piso de la conciencia colectiva.

Todos captamos o intuimos que existe alguna simetría o relación fondo/forma o exterioridad/interioridad entre la bilateralidad y reciprocidad de un libre intercambio de personas bienes o mensajes, y una plena y respetuosa convivencia internacional, nacional o ciudadana; que espacios y servicios públicos de uso universal generan más comunidad que el más liberal espacio privado; que una calle interconectada a todas las demás y un impasse o embolia vial, prefiguran e inducen respectivamente comportamientos de comunicación abierta o impedida; que el entramado omnidireccional de una vialidad ciudadana perfectamente señalizada que asegura un poder ir a todas partes (como al emitir un mensaje por la web), y por el contrario la abundancia de impasses y exclusiones, de auto-segregaciones y zonas inasequibles, tipifican respectivamente la comunicabilidad y la incomunicabilidad, un ser ciudad y un no ser ciudad aún. Porque el traje sí hace al monje, ¡y cómo!: el entramado vial ciudadano es el código precursor e inductor de más específicos códigos de comportamiento comunicacional y colectivo, predispone la urbe a ser una sociedad abierta o cerrada, al límite, una cuna de demócratas o de tiranos. Una suerte de armonía preestablecida rige así las relaciones entre el mallado vial y los modos de comunicarse y relacionarse El ordenamiento territorial-urbanístico asume entonces el rol apofántico o revelador de una utopía, del modelo de convivencia que se quiso ensayar.

Es cosa corriente leer y escuchar en análisis de urbanismo estetizante, o con una interesada propensión a disolver urbanismo en arquitectura, que tal o cual ciudad es una sucursal del cielo, una sultana recostada en el regazo de una montaña y cofre de bellas edificaciones pese a que, añade una minoría en un rapto de objetividad, un pequeño y accidental lunar, su mala vialidad, perturbe semejante retablo de perfecciones. Esa imagen invertida por espejos deformantes ha de ponerse cabeza arriba: aquel «accidente» es en realidad un componente sustantivo, inherente a la esencia misma de Ciudad, y todo lo demás (la franquicia celeste, el sultanato y sus arquitecturas) optionals embellecedores, superestructuras y modas. Un primer ejercicio de nueva exégesis urbana consistirá pues en aprender y practicar en profundidad la lectura comunicacional de una planta física de ciudad, esto es, en determinar el quantum y la qualitas del espacio reservado en ella a la interconexión y el estar juntos, una connotación esencial preñada de significados. Un solo ejemplo: un 25% de territorio ciudadano reservado a lo público y vial representa, afirman los expertos, un buen standard promedio, lo que indica que una capital como Caracas, que sólo llega al 17%, presenta en este específico y nada accidental aspecto un importante déficit del 32%.

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Antes de ofrecer un primer ejemplo de lectura comunicacional de una ciudad, constatemos la falta de análisis similares en el pasado y su por qué. Comunicación —y a fortiori las disciplinas cibernéticas vinculadas a la Teoría de la Información— ha llegado a erigirse en problema y teoría tan sólo en la edad contemporánea, por presiones de una revolución tecnológica que le impuso varios saltos cualitativos. Los antiguos e incluso los modernos no llegaron a problematizarla (Galileo intuye sólo por un instante sus dimensiones, y en el propio Marx el Comunicar no está tematizado) lo que les impidió parar mientes en la inherencia comunicar/comunidad, profundizar la intuición democritea de que en la protocélula de la intercomunicación nace lo social, sospechar siquiera que entre transporte y comunicación hay un fuerte aire de parentesco, concluir que toda comunicación tiene un carácter ontológicamente político. Esta carencia categorial o conceptual está a la base de una de las más vistosas y sorprendentes lagunas en la literatura utópica: al no concebir el tejido urbano como trama o red comunicante precursora, epifenómeno y vitrina del nuevo modelo de comunidad deseada, casi ninguna de las Utopías clásicas se esmeró en ofrecernos el detalle topográfico de las ciudades ideales que describía, privilegiando hasta la obsesión su orden institucional, jerarquías y leyes. Desde Piero della Francesca y otros renacentistas a Sant’Elía, De Chirico y Le Corbusier, una corriente paralela intentó durante siglos dar forma plástica y arquitectónica a la noción de «ciudad ideal», pero no hay evidencia (hasta tiempos recientes) de vasos comunicantes entre ciudad ideal y utopía moderna. Pocos utopistas se preocuparon realmente (como por el contrario fue el caso de Auroville y Brasilia el pasado siglo, o de Masdar City en éste) de que el diseño, planta y red vial ciudadana encarnaran y exhibieran, cual símbolos tangibles, el nuevo ideal de sociedad que allí se pretendía fundar. Las escasas descripciones topográficas que nos ha legado esa literatura social parecieran más bien reflejar, con pocas excepciones, preocupaciones estéticas, religiosas o esotéricas, un hecho doblemente sorprendente y contradictorio con su matriz inicial si se considera que el patriarca Hipodamos fue un urbanista de la época de Pericles que —inspirándose en aislados antecedentes babilónicos y egipcios— formalizó y dio concreción a la ciudad-utopía en su propia Mileto y en Turios, el Pireo y Rodas, legando a la cultura occidental no sólo una abstracta e imaginada concepción de nueva pólis (cosa que también hizo, y que no gustó a Aristóteles) sino su terrenal asentamiento bajo forma de un concretísimo y muy ortogonal plano cuadriculado o «trazado hipodámico», (Figura 1) ese damero todo abierto y sin impasses que España popularizaría luego en las Américas; una planta urbana que sí se proponía deliberadamente representar, prefigurar e inducir en sus habitantes los grandes ideales helenos de la racionalidad, la democracia y la concordia ciudadana.

Figura 1. Plano urbanístico de la reconstrucción de Mileto, su ciudad natal destruida por los Persas, trazado por Hipodamos el año 479 antes de Cristo y prototipo del llamado «trazado hipodámico». Tales, Anaximandro y Anaxímenes, también milesios, dieron allí nacimiento a la filosofía occidental.


Como insisten los manuales de Filosofía e inmortalizó Rafael en su «Escuela de Atenas», Platón no se ocupó más de la cuenta de las concreciones y materializaciones de la Idea. No dejó casi indicaciones urbanísticas ni arquitecturales de la ciudad que encarnaría su nueva y complicada República «ni muy pequeña ni muy grande» (Rep. 423,c) dividida en doce partes con 5040 lotes de tierra en propiedad, 37 guardianes de la ley, 12 pritanes y cofradías de 360 habitantes, a no ser la muy apretada descripción administrativa, unas veinte líneas, de Las Leyes (745,b). Casi nada igualmente en San Agustín, ni en Thomas Moro padre del término Utopía, quien tuvo el acierto, aún sir ser el primero de la serie (Evemero, en el siglo iii a.C., ya había inventado Pancaya, una isla imaginaria) de ubicar prudentemente Amaurot, su ciudad ideal, en una menos contaminable y mejor gobernable isla, con 54 pueblos cada uno de 4 barrios y abundantes jardines donde la gente se sienta a comer junta; ni en Francis Bacon, cuya Nueva Atlántida también es ubicada en una isla, Bensalem, donde se reedita un gobierno platónico de sabios, pero esta vez científicos y tecnócratas. También La Ciudad del Sol, de Tomás Campanella, está asentada en una isla imaginaria, Taprobana, con una teocracia fuertemente comunista (sus escasos y obscuros detalles urbanísticos hablan de un enorme templo central sobre una montaña, con siete anillos y cuatro puertas), y lo mismo dígase de la Christianopolis de Andrea, rosacruz y único utopista alemán, ubicada en la inexistente isla de Capharsalama, un minúsculo y ordenadísimo poblado igualmente teocrático-comunista de 400 habitantes, de una sola vía central y una sola plaza, en que todo detalle de vida está predispuesto por la autoridad y faltar a la castidad es crimen gravísimo (la figura 2 muestra una libre interpretación artística de la época).

Figura 2. Interpretación imaginaria de Christianopolis, la ciudad-utopía del alemán Andrea, 1619


En el siglo xix, que acumula los dos tercios de todas las Utopías publicadas (Mumford), se esboza un retorno «hipodámico» al tejido urbano y su importancia social. El demasiado célebre Nouveau Monde de Charles Fourier (con falansterios de 1500 habitantes repartidos en 16 tribus y 32 edificios) es tal vez la última obra utópica barroca, de una minuciosidad y un sobrecargado enfermizos cuya lectura muy pocos lectores soportarían hoy. Pero faltaban sólo veinte años para que el extravagante inglés James Buckingham publicase, en 1849, su National Evils… como un Plan of a model town, una obra en que la ingeniería social vuelve a sentir la necesidad del urbanista, dando vida a un proyecto de poblado de 10.000 habitantes, simétrico y sumergido en jardines. Tras una nueva isla, la Spensonia de Thomas Spence, una nueva sociedad comunista, la Freeland de Theodor Hertzka, y la utopía anarquista absoluta del Humanisferio de Joseph Déjacque (que llega a suprimir, inter alia, la familia y la remuneración por el trabajo), el imponente fenómeno del «icarismo» del comunista-democrático francés Etienne Cabet (autor de la obra utópica Viaje en Icaria) llena casi medio siglo de historia, con reiterados intentos de fundar colonias icarianas en varias regiones norteamericanas.

Cabet, faro del socialismo utópico, pudiera considerarse el Hipodamos del siglo xix: soñó fraguar su utopía social en una metrópolis pensada por urbanistas «que escogieran entre miles de planes el modelo más perfecto, concibiendo una ciudad más bella de todas las que la precedieron; eso será Icaria». En 1888 publica E. Bellamy la primera gran utopía socialista americana, Looking Backward, (una obra de enorme repercusión que pregona la entrega de la entera economía al pueblo, exalta la organización industrial perfecta, aboga por la nacionalización de todos los servicios públicos y elimina la propiedad privada, asegurando un ingreso fijo de 4.000 dólares a cada ciudadano); pese a sus abstractos ideales de garden city y a sus referencias a uno que otro edificio futurista (en las que se cree pudo inspirarse King Gillette, el padre de la hojilla, para su faraónica y nonata utopía urbana Metrópolis) la obra no hereda en absoluto el ímpetu urbanista de Cabet, como tampoco lo heredaría News from Nowhere de W. Morris, un retorno nostálgico a una medieval Arcadia, sin dinero ni propiedad privada, toda alegría, arte y vida bucólica, desprovista de referentes urbanísticos pero dudosa olla podrida arquitectónica de «blancos edificios que sintetizan lo mejor del gótico, del mudéjar y del bizantino, con una torre octogonal análoga al Baptisterio de Florencia…» 

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Cuando Diego de Losada funda o refunda Caracas, aún faltaban cinco años para que Felipe ii promulgase, en 1573, su Plan de Ordenamiento urbano para las Indias. La España imperial nada dejaba al azar ni para mañana: de las Capitulaciones de Santa Fe de Granada de abril de 1492, aseguran los historiadores, ya se desprende una suerte de Organización Territorial Colombina ante litteram, a la que siguieron tres muy formales: la que se conoce como Organización Urbana Ovandina, de fray Nicolás de Ovando, gobernador de Santo Domingo, de 1502; el Códice Mendocino, del primer virrey de Nueva España, de 1541, y el citado Plan, de 1573. Dentro de cada uno de esos incunables de la protohistoria americana, y por diferentes entregas, vino Hipodamos a las Américas. Como otras tantas ciudades y capitales de esta parte del mundo, Caracas nació con un trazado ortogonal milesio antes de que Felipe ii ordenara que así fuesen todas, «a eje y cordel», trazado que permaneció inalterado hasta comienzos del siglo xx.

Figura 3. El trazado hipodámico de Caracas, en los siglos XVII y XIX


Luego llegó el petróleo. En 1914 revienta Zumaque 1 dando inicio a incontables cambios y al boom urbanístico. De esa fecha a hoy la población de Venezuela se ha multiplicado por once, pero la de su capital por cuarenta («Tan altos son sus edificios / que ya no se ve nada de mi infancia…», Eugenio Montejo). Surgen las primeras expansiones capitalinas (el Paraíso, San Agustín del Norte, el Silencio, la Florida, San Bernardino) de trazados más libres, pero aún suficiente y armoniosamente intercomunicadas con el viejo casco colonial. Luego, y tras archivar el Plan Rotival, de 1939, por proterva obra mancomunada de urbanistas improvisados o francamente ignorantes, nuevos ricos, especuladores, falsas concepciones de la privacidad o simple mal gusto, insensibilidad ciudadana y culposas irresponsabilidades de ministerios, planificadores e ingenierías municipales, Caracas comienza a descoserse en una suerte de involución perversa de ciudad a no-ciudad, a desmembrar masivamente su tejido orgánico desdibujando así el perfil del caraqueño como ciudadano integrado. Las viejas haciendas agrícolas del valle de Caracas, separadas una de otra por algún accidente topográfico, generalmente una modesta quebrada, se desforestan y desfiguran orográficamente, se embaúlan o aplanan quebradas y se urbanizan una tras otra sin responder a nadie de su inserción en el tejido urbano general, cuidándose de no salirse de los viejos linderos para evitar conectarse con las haciendas colindantes urbanizadas o por urbanizar, inventando modelos de calles, aceras o alumbrado que ninguna autoridad ha homologado, convirtiendo muchas fronteras inter-urbanización en tierra de nadie que pronto ocuparían basureros y rancheríos.

Añádase a lo que antecede lo siguiente: en enero 2010 un especialista calculó en 281 kilómetros el déficit de vías necesarias para fluidificar el tránsito capitalino, a saber, para acercarse al 25% deseable de espacios públicos; otros señalaron que su red vial actual, con cero crecimiento en los últimos diez años frente a un incremento interanual del 15% del parque automotor y una reducción del 75% en la expansión de la metropolitana, le generaba a Caracas una pérdida diaria de diez millones de horas-hombre. En cuando a desconexiones intra-urbanas, la Figura 4, representa uno de los incontables casos de especie. Las adyacentes zonas Sta. Eduvigis/Sebucán y Los Dos Caminos, que comparten una frontera norte-sur de 1.300 metros de largo, nacieron y siguen totalmente incomunicadas: para pasar de una urbanización a otra hay que bajar a la Rómulo Gallegos o subir a la 9° de Los Palos Grandes. Otro corte brutal del tejido urbano lo producen los 2.200 metros del aeropuerto La Carlota sin un solo túnel; hay que circunvalarlo para ir de sur a norte y viceversa. El Country Club, hoy ubicado en medio de la ciudad, sólo dejó tres conexiones este-oeste sobre más de 1.800 metros.

Figura 4. Nacidas para interconectar y comunicar a la gente, hay calles que pervierten su propósito esencial e incomunican. La Avda. Sucre de Los Dos Caminos, cual hachazo en el tejido urbano de Caracas, se incomunica totalmente del resto de la ciudad, por su lado oeste, sobre una longitud de 1300 metros.


Hace años se calculó que tan sólo en el cuadrante noreste de la capital existían 1.100 (mil cien) desconexiones de calles. En el contexto de un análisis comunicacional, esta cifra ya no cuantifica un desdichado lunar en la inmarcesible belleza de la sultana del Ávila, (de los que se dejan para el final de la apología con un simplón «desdichadamente, tenemos problemas de tráfico») sino una grave carencia estructural de sinapsis urbano-sociales, una neoplasia de micro-émbolos que mantienen en estado de pre-infarto el flujo normal de la interrelación física obligándola a transitar por escasas y sobrecargadas arterias principales. Ello pre-configura inconscientemente en la mente del caraqueño, durante su entera existencia, lo difícil, lento, tortuoso y frustrante que es llegar al otro, estar juntos, sentirse partes de una fábrica del convivir o máquina del comunicarse, obligado como está a interrelacionarse físicamente dentro de una ciudad-distopia, de una antípolis que dificulta desde su nivel cero, el vial, la relación y apertura al otro, el apoyo mutuo, la fraternidad conciudadana. Esta patología tan vieja como la explotación petrolera se agrava hoy por lo que los especialistas llaman la «homologación marginal». Todos, indefectiblemente todos los espacios fronterizos abandonados por los urbanizadores para vender falsa privacidad y evitarse gastos de interconexión vial con los vecinos, han sido tumultuosamente ocupados por poblaciones marginales, lo que hace de Caracas una capital en estado de metástasis disociadora avanzada (ver Figura 5) ya que a la voluntarista y planificada incomunicabilidad física inter-urbanizaciones se añade ahora la apresurada creación de otra frontera más, hecha de alambres de púas, vigilantes armados y cables de alta tensión, con la que el urbanizado intenta evitar cualquier promiscuidad con los marginales que viven peligrosamente en la quebrada de al lado, reeditando así, en pleno siglo xxi, el infausto rechazo del mestizaje entre «pater familias» y «multitud promiscual», negador de todo ideal de con-ciudadanía concordemente vivida.

Figura 5. Este gráfico viejo de trece años muestra, sobre todo en el área metropolitana interna, el nivel de penetración de la marginalidad en el tejido urbano de Caracas alcanzado para ese momento y por diversas causas, entre ellas el abandono de los espacios inter-urbanizaciones por razones especulativas y de anomia ciudadana. Desde entonces el fenómeno no ha hecho más que agravarse.


Carencia de espacios y servicios públicos iguales para todos (ellos democratizan indefectiblemente el convivir), embolias viales infartando el entero mallado urbano; estas dos manifestaciones primarias, exteriores, físicas y tangibles de una comunicación cercenada, figuran en la etiología del bajo coeficiente ciudadano del caraqueño, en tanto que materialidades precursoras e inspiradoras de una mentalidad individualista, clasista, resentida o agresiva, incapacitada a priori de jugar limpio el juego de la convivencia por tener que hacerlo sobre un tablero trucado y defectuoso.

En la acera de enfrente se yergue la otra mitad, aquí no mencionada, de las causas del mal-convivir caraqueño, impropiamente llamada (por redundancia) «comunicación social», cubriendo todo lo que concierne el estar relacionados y comunicados de manera no presencial, por intercambio de mensajes inmateriales; un problema en que las modernas tecnologías han minimizado el uso de canales naturales y maximizado los artificiales llamados «medios». Acá también hay desconexiones y embolias, una grave ausencia de verdaderos espacios y servicios público no-gubernamentales y no-comerciales, un exceso de acaparadores del poder de emisión y de abusadores ad nauseam de alguna posición dominante en comunicaciones, causa todo ello de una baja o de una seudo participación ciudadana que igualmente atenta a un armonioso estar juntos en la Ciudad.

Pero volvamos a lo urbano, al radical Po de la pólis, al lugar físico que pisamos y elegimos para vivir. Caracas quiso en un momento imitar Los Ángeles, traicionando al viejo Hipodamos que le olía a Colonia. Ella tendrá que volver a él, aún con moderna mirada pero sin perder la componente utópica, si quiere redevenir ciudad, urbe de todos sus habitantes sin excepción. Para lograrlo, tendrán que sumarse muchas virtudes coincidentes: gobernantes no resentidos que la amen, jardineros que terminen de convertirla en la capital más verde del mundo, ciudadanos mejor atendidos que la respeten y cuiden más, instituciones incorruptas actuando de perros guardianes de su eficiencia, calidad de vida y ornato, buenos arquitectos que la embellezcan. Pero su primera necesidad infraestructural, condición sine qua non para que florezca todo lo demás, es la de recoser y empatar sus arterias venas y capilares, reconectar las miles de desconexiones viales de hoy hasta re-democratizar el entero tablero urbano con fórmula hipodámica: todo el mundo con derecho a una calle de calidad, toda calle abierta a todas las demás. Hablamos de una tarea difícil, valiente y costosa, de eliminar cuanto edificio, quinta, casa o rancho esté impidiendo una reconexión de vías, del saneamiento y rehabilitación de todas las quebradas, de kilómetros de túneles, puentes y viaductos que fluidifiquen la comunicación física, de un reinventar en grande la plaza, el agorá, ese acumulador de multitudes tan temido por los gobiernos, de recuperar cuanto espacio público sea posible, de atenuar cada vez más, con ahínco y perseverancia, el divorcio ciudad/cerro (si algo habrá que retomar de la lección perezjimenista, retómese), recreando aquellas precondiciones físico-urbanas, hoy negadas, sin las cuales los discursos tóxicos de la separación y el odio seguirán prosperando, pero con las cuales sí lograremos generar concordia ciudadana.


* Tomado de la edición impresa de la Revista Latinoamericana de Comunicación Social , Enero-Junio 2010. Vol. I Nº 1, editada por la Universidad Católica Cecilio Acosta.

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