El sueño de Gregorio

Oswaldo Cortez
Maracaibo, octubre 2010

Todavía pudo vivir aquel comienzo del alba
que despuntaba detrás de los cristales. Luego,
a pesar suyo, su cabeza hundióse por completo y
su hocico exhaló débilmente el postrer aliento.
Franz Kafka

Para Emily

Con la mirada fija en el techo, y con la respiración al punto de la excitación a causa de un mal sueño, Gregorio no podía más que recordar el grotesco delirio de esa noche. De pronto se llevó las manos al rostro, como en busca de algo, para cerciorarse de algún tipo de estado. Observó, minuciosamente, sus dedos. Se movían sin parar, como si tocaran las teclas de un piano. Luego, su aspecto se tornó más tranquilo y supo que todo había sido producto de su noctámbula y turbada imaginación.

Se despojó rápidamente de la colcha y examinó sus piernas, moviéndolas de un lado a otro, sin orden, casi frenético. Fuera de la cama y con movimientos vigorosos, pero a la vez cuidando no hacer ruido, recorrió toda su habitación. «¡Ya no tengo patas!, ¡ya no soy un bicho!», gritaba para sí mismo.

Terminado su agitado festejo debió sentarse en el sofá que antes le sirvió de refugio, ya por vergüenza, ya por protección. Ahora contemplaba su cuarto y notó, con satisfacción, que todos los muebles estaban en su imperturbable lugar. Gregorio volvió a la cama, todavía era temprano para permanecer despierto y recordó que en la mañana tendría que salir a otro viaje de negocios, pero se acostó con el temor de adentrarse en un sueño igual o peor. Esa fogosidad lo azoraba, no lo dejó descansar, y se mantuvo despierto, aguardando la hora prudente.

Gregorio se hizo una última revisión para sentenciar, definitivamente, su estado. Caminó directo al pequeño espejo que se encontraba encima del aparador. Frente a él encontró la imagen de un joven pálido y de contextura débil, «el mismo enclenque de siempre», pensó, inundado de una virulenta felicidad.

Se percató de la hora. Dejó la valija sobre la cama e inició el protocolar acto de empacar vestimentas y otros aparejos. Escuchó al otro lado de la puerta un débil sonido, pisadas viejas y cansadas, quizá de su padre. En ese instante tuvo la sentimental necesidad de salir a verlo, pero se contuvo. Sin anuncio, irrumpió el recuerdo de Emily, la joven cajera que él había pretendido sin mucho éxito. Se despobló de todo temor y en un ataque de valentía, casi sonriente, pensó invitarla a salir.

Listo, decidió ir al comedor para tomar el desayuno. Fue una sorpresa no encontrar la mesa servida, pensaría que la criada se retrasó en sus deberes, y se extrañó de la soledad aparente del lugar. Cercana la hora de ir a la estación del tren, regresó a su cuarto para tomar la valija, y volvió a recordar episodios del sueño. Le vino la imagen de un cuarto apenas ocupado  por el sofá que le sirvió de refugio. También recordó, con zozobra, la indiferencia y la repugnancia de su familia. El sentimiento de culpa le hizo adelantar el regalo de navidad para su hermana y anunciar, ese mismo día, esa mañana, que correría con los gastos del Conservatorio para que Grete pudiera instruirse en el arte de la música.

Con la maleta en la mano, salió de su habitación. Fue directamente al comedor con la esperanza de encontrar reunida a su familia, pero el salón seguía desierto. En dos zancadas llegó a la habitación de sus padres y tocó la puerta. «Adelante hijo», dijo el señor Samsa. La expresión de Gregorio estalló en la oscuridad de la recámara. Sus padres, completamente transformados, seguían echados en la cama, alargados sobre sus caparazones, mientras agitaban sus numerosas patitas, y apenas era diferente el uno del otro. El impasible Gregorio se aterrorizó. Pálido, ya de color necrótico, no podía pronunciar palabra. «Hijo, por favor, ayuda a tu madre a levantarse», dijo la señora Samsa.

Gregorio retrocedía para escapar de esa escena, pero un obstáculo impidió su huída. Pisaba algo crujiente y escuchaba un pueril quejido. Cuando volteó, lentamente, vio a su hermana transformada en otro pequeño bicho. «¡Buen día hermano!, ¿qué querrás desayunar?», balbuceaba Grete.

Gregorio abrió los ojos. Más agitado de lo normal, comprendió que todo había sido un sueño. Volvió a revisarse y se tranquilizó. Sus patitas seguían en su lugar.


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