El debate en la historiografía marxista anglosajona en torno al concepto y análisis de clase

Alejandro Estrella González
Cádiz, octubre 2010

Introducción
Las ciencias sociales no son inmunes al contexto histórico en el que desarrollan su práctica. La vieja concepción de una ciencia que se desarrolla al margen de los condicionamientos sociales ha sido desechada por la casi totalidad de las comunidades científicas. Desde esta perspectiva debemos considerar que, un hito histórico como fue la caída del Muro de Berlín trastocó, no sólo el orden político, económico y social hasta entonces imperante, sino todo el campo de las ciencias sociales. Este Nuevo Orden Mundial hizo temblar los cimientos de los proyectos intelectuales que, de una u otra forma, se habían opuesto a las propuestas vinculadas al liberal-capitalismo. Entre ellos, el marxismo fue sin duda la tradición que de forma más palmaria y decisiva sufrió la arremetida de la nueva situación.

Puede resultar gráfico considerar cómo la vieja tríada que sustentaba la teoría social y el proyecto político marxista (clase-trabajo-producción) quedó pronto arrinconada por la neo-tríada (individuo-propiedad-mercado). Los actos de constricción intelectual y política abundaron en la década de los 90 ante lo que para muchos se había convertido en un inapelable fin de la historia.

Más aun si así hubiera sido, sabemos que ni la historia separa de la noche a la mañana ni los muros se derrumban si alguien —a alguno de los lados— no se ha dedicado a una paciente labor de zapa. En un artículo titulado «España en la encrucijada del capitalismo global», J. Pérez Serrano remonta a la fecha emblemática de 1973 el comienzo del proceso histórico que desemboca en este Nuevo Orden Global. Entre los vectores claves que confluyen en esta fecha destaca el golpe de estado en Chile, convertido desde ese momento en el primer laboratorio del experimento neoliberal que se venía fraguando en las universidades anglosajonas (encabezadas, sin duda, por los «Chicago Boys»). A partir de los años 80 este experimento retornaría a su lugar de origen: con mano de hierro, el tándem Reagan-Thatcher impuso a sus respectivos conciudadanos, políticas inspiradas en los principios de la neo-tríada liberal. Una década después, ésta se extendería indefectiblemente a todo el planeta.

Uno de los primeros bastiones teóricos sobre los que se volcó la artillería de la intelectualidad neoliberal fue el ocupado por la noción y análisis de clases. Ya desde finales de la década de los 60 diferentes sociologías conservadoras venían trabajando en la demolición del concepto de clase como categoría que pudiera hacer referencia a una realidad existente. Cualquier intento de demostrar la existencia de clases sociales mediante trabajos empíricos, se decía, tropezaría con la imposibilidad de encontrar, en el mundo real, discontinuidades claras: la clase deja de actuar como principio de diferenciación social, lo que existe es un continuum social compuesto por individuos aislados (Bourdieu, 2000: 3). Con la victoria del Nuevo Orden este principio de la teoría social liberal-capitalista se convirtió en dominante —por vías diversas y sutiles— en el campo de las ciencias sociales.


Pero dominancia no es sinónimo de totalización. El triunfo del Nuevo Orden no ha venido acompañado, como según era de esperar, por la hibernación de la acción colectiva. Todo lo contrario. La aparición de nuevos movimientos sociales y populares que desafían de una u otra manera el proyecto neoliberal ponen sobre la mesa la necesidad de pensar aquello que se ha definido como la vuelta de los sujetos colectivos a la historia. Ante este hecho innegable, diversos sectores académicos se han apresurado a recordar que los fenómenos de acción colectiva de este Nuevo Orden se caracterizarían por poseer un contenido cultural, religioso, nacional o de género antes que clasista.

No es el objetivo de este breve ensayo falsar tal afirmación. Partiremos, en cambio, de la hipótesis de que la clase continúa siendo operativa a nivel ontológico, en tanto que principio de diferenciación y acción social. Si consideramos que esta hipótesis de partida no es descabellada, cabe preguntarse de qué forma —desde que horizonte teórico— es posible analizar el componente de clase de esos nuevos fenómenos de acción colectiva. Si bien se ofrece al respecto toda una amplia gama de posibilidades (desde la sociología neoweberiana de Giddens, a la propuesta de P. Bourdieu, pasando por la etnometodología), este ensayo se centrará en la tradición marxista. Podemos esgrimir varias razones.

Primero, porque, sin lugar a dudas, el concepto y el análisis de clase se constituye, más que en ninguna otra propuesta, en piedra angular del proyecto político e intelectual del marxismo, de aquí que haya sido la propuesta que de forma más contundente ha sufrido el impacto y la dominancia ejercida por la tesis de la inexistencia y la inoperatividad de las clases. De esta manera, explorar la salud heurística de los análisis de clase marxista se convierte en un terreno privilegiado para diagnosticar el impacto y la dominancia ejercidos por el Nuevo Orden intelectual del liberalismo.

En segundo lugar, centrar nuestra atención en la tradición marxista puede convertirse en un sano ejercicio de higiene intelectual. Al hacerlo críticamente podemos poner en marcha una labor de criba que permita distinguir aquello que pertenece a la derrota política y aquello que pertenece a la derrota intelectual (sin duda vinculadas, pero con un inexcusable grado de autonomía respecto a la otra). Más de cien años arrojando resultados teóricos y empíricos deben ponernos en guardia ante lo que se convierte en un recurso de las luchas científicas: la interesada y apresurada indentificación entre los campos políticos y científico.

El marxismo se trata, sin duda, de una rica tradición, en muchas ocasiones contradictoria. A lo largo de este ensayo me centraré en una problemática concreta: el debate en torno al análisis de clase en la historiografía marxista anglosajona desde la década de los 70 hasta los años 90. Este ejercicio de historia de la historiografía —delimitado en un espacio concreto— adquiere, a mi juicio, una triple utilidad a la hora de explorar el potencial heurístico de los análisis de clase de la tradición marxista.

En primer lugar, supone ubicarnos en el contexto académico en el que, como hemos visto, se estaban fraguando los principios intelectuales que conformarían la propuesta neoliberal, lo que puede ser útil como referente para contrastar la dinámica que han seguido ambas tradiciones rivales. En segundo lugar, porque ese debate en el seno de la historiografía marxista anglosajona no se reduce a una mera querella escolástica o terminológica. El gran debate que subyace a lo largo de estos 20 años implica la disyuntiva que ha ocupado secularmente a las ciencias sociales: la relación entre objeto (estructura) y sujeto (acción); así como el papel que la clase juega en dicha relación. No es extraño, por tanto, que en esta discusión se vieran implicadas, no sólo un número creciente de disciplinas sociales, sino diferentes propuestas teóricas que contribuyeron a enriquecer —en una suerte de cooperación-conflictiva— los análisis de clase de la tradición marxista.

Como consecuencia, y esta sería la tercera utilidad, el debate dotó de un enorme dinamismo a la propuesta marxista; dinamismo que redundaría, como espero poner de manifiesto, en la buena salud de una tradición rica en propuestas analíticas, capaz de encarar hoy día el desafío del proyecto neoliberal.

Si bien cabe retrotraerse a los años 60, comenzaremos nuestro recorrido ubicando el origen del debate en la crítica que, a finales de los 70, Richard Johnson y Perry Anderson realizaron de lo que, el primero de ellos, denominó como culturalismo o socialismo-humanista. Pasaremos a continuación a caracterizar los marcos interpretativos que, herederos de ese debate, se encuentran actualmente más capacitados para encarar el problema de la acción colectiva y su contenido de clase. Estos marcos interpretativos serían tres: el materialismo histórico cultural (heredero directo de ese culturalismo criticado por el tándem Johnson-Anderson), el marxismo analítico y la «new social history».

La crítica al culturalismo
En 1978 Richard Johnson publicó un artículo en History Workshop, titulado «Thompson, Genovese, and Socialist-Humanist History», en el que afirmaba que ambos historiadores representaban una tendencia creciente en la historiografía marxista anglosajona hacia el “culturalismo” (1), lo que suponía una fisura con la tradición economicista británica representada por Maurice Dobb (Johnson, 1983: 52, ss). Según Johnson, esta tendencia culturalista se caracterizaría, con respecto al análisis de clase, por operar una doble reducción (Johnson, 1983: 71). Retomando lo que consideraba el punto fuerte de la crítica de Althusser al humanismo, Johnson entiende que los culturalistas reducen las relaciones de clase a meras relaciones colectivas entre grupos de gente, lo que supondría pasar por alto la contribución fundamental de Marx: el que las relaciones de clase están enraizadas en las relaciones económicas. Esto llevaría a una segunda reducción: una desplazamiento del punto clave del análisis de clase de la esfera económica a lo político y cultural. Si bien los culturalistas no dejan de concebir las determinaciones económicas, entienden que estas sólo se ejercen a través de la forma en que son vividas por los diferentes grupos sociales. Las relaciones económicas objetivas actuarían sólo sobre los individuos a través de los dispositivos culturales que posibilitan y hacen inteligible esa experiencia: como consecuencia, la clase queda reducida a «conciencia de clase» y a «organización de clase».

Según Johnson ambas reducciones en el plano teórico producen efectos empobrecedores sobre los análisis de clase de los culturalistas. Este fenómeno se pone de manifiesto a la hora de abordar el problema clave de la explotación. Por un lado, al marginar el carácter estructural de las relaciones económicas de producción, los culturalistas quedarían atrapados en el estudio de la representación que los individuos tienen de su condición de explotados. Por otro, al abandonar el carácter preciso y definido que tenía dicha categoría en los análisis de Marx, se alejan del materialismo histórico como ciencia para desembocar en una concepción humanista de la historia (Johnson, 1983: 81).

La crítica de Johnson —desde posiciones próximas al althusserianismo— y la acuñación del término culturalismo, hace explícito un divorcio que venía fraguándose ya desde los años 60 en las páginas de la New Left Review y del Socialist Register. Efectivamente, a partir de 1978 el debate teórico se recrudece e implica no sólo a la historiografía marxista, sino a buena parte de especialistas de otras disciplinas. La respuesta al artículo de Johnson por parte de aquellos que defendían una «historia culturalista» —si bien muchos de ellos ni siquiera aceptaban dicho calificativo— no se hicieron esperar. Keith McClelland, Gavin Williams o Robert Sentón, entre otros, criticaron la forma en que Johnson había interpretado la obra de Thompson y Genovese; mientras, Simon Clarke, Tim Mason o Gareth Stedman Jones adoptaron una postura intermedia(2).

Por otro lado, 1978 también es testigo de la publicación de The Poverty of Theory and Others Essays (3), obra en la que Thompson no sólo reafirmaba la práctica histórica llevada a cabo por él y por otros marxistas británicos, sino que acometía una verdadera empresa de demolición de la arquitectura althusseriana y de la historiografía que la tomaba como modelo (4). Sin entrar aquí a juzgar la pertinencia del furibundo ataque thompsoniano contra el marxismo estructuralista, cabe destacar que esta obra pondría de manifiesto una atmósfera proclive al debate teórico, que afectaba incluso a aquellos que, como Thompson, eran reacios a hacer explícitos los presupuestos teóricos de sus obras empíricas.

De hecho, la respuesta a The Poverty vino también del campo de la teoría, en esta ocasión de la mano de Perry Anderson, con su Arguments Withtin English Marxism (5). En este libro, Anderson considera que el tema clave de la obra de Thompson es el problema de la acción humana (Anderson, 1985: 17). Partiendo de la idea de que esta puede definirse como «la actividad consciente dirigida hacia un fin», Anderson distingue tres tipos de fines: los que se encuentran confinados en el contexto de la vida cotidiana, los que persiguen ambiciones de carácter más público, y los que pretenden transformar las relaciones sociales existentes (Anderson, 1985: 20 ss). Según Anderson, Thompson tiende a confundir el primer y segundo tipo con el tercero. Así, del hecho de que los actores sociales persigan objetivos en sus vidas cotidianas no se puede deducir —como parece hacer Thompson— que la historia se organiza en torno a proyectos colectivos de transformación de la sociedad. Esta confusión viene provocada fundamentalmente por la errónea identificación de la acción con la voluntad y no con el razonamiento, error que, a su vez, tendría su origen en el concepto thompsoniano de experiencia (Anderson, 1985: 25,27).

Para Thompson la experiencia actúa como una mediación entre la objetividad (modo de producción) y la subjetividad (la clase), permitiendo que «la estructura mute en proceso» (Thompson, 1981: 262). Pero para Anderson este mecanismo no termina de estar explicado en la obra de Thompson de manera sistemática. Y es imposible que lo esté porque el análisis thompsoniano en torno a la acción colectiva de las clases carece de un referente objetivo explícito, lo que, finalmente, le obliga a definirlas por su comportamiento. La clase se constituiría como una suerte de identidad cultural subjetiva carente de una definición estructural: Thompson se ve abocado a diluir la historia —al menos la de las sociedades de clases— en la acción de las mismas (Anderson, 1985: 34 ss). En cambio, Anderson —desde posiciones próximas a un materialismo histórico clásico— considera que es el modo de producción el que da unidad a las formaciones sociales, asigna una posición objetiva a las clases dentro de ellas y activa los procesos de lucha de clases, y no al revés como parece plantear Thompson: los cambios acaecidos en el orden social responderían, en última instancia, a las contradicciones entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción (Anderson, 1985: 61).

En resumen, la crítica Johnson-Anderson hacia el concepto de clase de los culturalistas (en concreto al de Thompson) se centra en la tendencia reduccionista del análisis hacia el subjetivismo y el culturalismo, la ambigüedad del concepto de experiencia y el inadecuado tratamiento de la acción humana en relación con las determinaciones estructurales. Esta doble crítica es tratada brillantemente por Miguel A. Caínzos en el artículo «Clase, acción y estructura: de E.P. Thompson al posmarxismo», desde una perspectiva alejada de los planteamientos thompsonianos. No obstante, Caínzos cree ver un importante logro en la obra de los «culturalistas», y en concreto en la de Thompson. Su propuesta de análisis de clase supuso la apertura a nuevas perspectivas y problemáticas que habían sido ignoradas o marginadas en la tradición marxista. Si el envite thompsoniano adolece de insuficiencias teóricas, éstas no pueden actuar en detrimento de la valiosa aportación que supuso «poner a pensar» a un marxismo esclerotizado. Es lo que Caínzos denomina «aspectos desbloqueadores» de la contribución de Thompson a la ciencia social marxista (Caínzos, 1989: 26).

De todos ellos, cabría destacar el intento de dotar al materialismo histórico de una teoría de la acción social y de las clases sociales que superara las barreras impuestas por el reduccionismo economicista. El debate que habría hecho explícito Johnson al intentar responder a este desafío abrió un campo para la reflexión en el seno del marxismo anglosajón que le dotaría, a nuestro juicio, de una saludable dinámica. El debate continuó durante los años 80, dando lugar en los 90 a marcos interpretativos que se alejaban cada vez más del punto de origen en el que se había establecido en décadas anteriores, si bien el núcleo del mismo seguía marcado por las mismas cuestiones: ¿qué relación existe entre la estructura y la acción social?, ¿qué papel juegan las clases sociales en dicha relación?, y, finalmente, ¿sigue siendo el materialismo histórico un marco válido de análisis para la acción colectiva?

El materialismo histórico cultural
La tradición representada por Thompson o Genovese continuó enriqueciéndose teórica y empíricamente a lo largo de los años 80. La idea de que los planteamientos teóricos del marxismo ortodoxo y estructuralista no daban respuestas adecuadas a la cuestión de la acción colectiva y el comportamiento de las clases, llevaron a los historiadores «culturalistas» a un acercamiento progresivo a la antropología, de la que tomaron conceptos y métodos. Paralelamente, se establece una relación ambigua con la sociología. Si bien se procede a un alejamiento de la sociología de corte estructural-funcionalista que imperaba en el mundo académico —y a la que ya Thompson había atacado en The Making— se establece y enriquece cierto vínculo con una sociología de corte weberiano; una sociología en la que el «factor subjetivo» y la sensibilidad histórica eran mucho mayor que en la funcionalista (6).

Estas aproximaciones a la antropología y a la sociología weberiana venían acompañadas de la convicción de que las prácticas culturales, los códigos cognitivos o el orden simbólico eran elementos constitutivos de la acción social y no simplemente epifenómenos de la esfera material. No obstante, en la misma medida que se alejaban del «imperialismo del objeto social» (Giddens, 1995: 40), los culturalistas sostenían que su práctica no suponía una vuelta al subjetivismo de una historia tradicional incapaz de captar los constreñimientos externos de la acción y la dimensión social de los sujetos.

A partir de este escenario, el análisis y la categoría de clase social sufren una importante reformulación. Frente al marxismo economicista y estructuralista, podemos decir que el objetivo del materialismo cultural sería investigar los procesos mediante los cuales las relaciones de producción dan lugar «en realidad» a «las formaciones de clase» y a la «disposición a comportarse como clase» (Wood, 1984: 52). O dicho de otro modo, lo que se hace es «problematizar» la fórmula marxista de que el modo de producción determina directamente la formación de clase y su comportamiento. Este mecanismo, que se daba por supuesto en el marxismo clásico y estructuralista, es lo que en realidad debe ser explicado, y, llegado el caso, reinterpretado bajo otra lógica. A la hora de dar cuenta de esta problemática, los culturalistas partirían de dos principios básicos. En primer lugar, antes que derivar mecánicamente la clase de la estructura socioeconómica (lo que ofrecería una noción de clase estática y a-histórica) debemos entenderla un fenómeno que ha acontecido, y por tanto que ha sido hecha o formada a través de un proceso histórico. En segundo lugar, los agentes que constituyen la clase, en tanto que sujeto histórico colectivo, participan de manera activa en este proceso histórico de formación (7).

La articulación teórica de estos dos principios básicos se lleva a cabo a partir de una distinción fundamental entre «situación» de clase y «formación» de clase. La primera hace referencia a la forma en la que las relaciones de producción distribuyen a los individuos, e implica los antagonismos objetivos y los conflictos de intereses que determinan las condiciones en las que tendrá lugar la lucha de clases. La formación surge durante ese proceso de lucha conforme hombres y mujeres viven, experimentan y manejan su situación de clase, dando lugar a la conciencia y la organización de clase. En este sentido, para los culturalistas, el concepto de lucha de clases tiene prioridad histórica y heurística sobre el de clase: la clase no se encuentra «ya-ahí» como una proyección de la estructura social, sino que se construye y surge (históricamente) a partir de ese proceso de lucha (8).

Por otro lado, la distinción entre situación de clase y formación de clase va a permitir a los culturalistas abordar el papel activo que desempeña el agente en los procesos históricos en los que están implicadas relaciones de clases. Efectivamente, se entiende que las determinaciones objetivas de las relaciones de producción no actúan sobre «un material desnudo y en blanco sino sobre seres históricos activos y conscientes» (Wood, 1984: 54), quienes disponen de un bagaje conformado por un universo cultural y expectativas heredadas. Ahora bien, si para que se forme la clase o para que un determinado grupo social se comporte como tal es necesario, por un lado, que los agentes hayan sido objetivamente distribuidos en situaciones de clase; y por otro, que éstos —a través de sus códigos culturales— actúen sobre dicha situación, aún habría que determinar por medio de qué se conectan ambos polos (objeto-sujeto); a través de qué canal las relaciones de producción determinan la acción de los agentes y desembocan en la formación y el comportamiento de clase.

Para los «culturalistas» lo que permite aprehender esa mediación es el concepto de «experiencia». Es a través de la experiencia vivida en común —que tienen los individuos de la relaciones de producción, de las divisiones entre los productores y apropiadores y, sobre todo, de los conflictos y luchas inherentes a las relaciones de explotación— como se moldea la conciencia social y, con ella, la disposición a actuar como clase. Esto no significa que la experiencia se sitúe en un plano externo a la materialidad y que esté sujeta a los caprichos de los sujetos, como señalaban quienes consideraban que esta categoría desplazaría los análisis de clase hacia la voluntad y el libre albedrío de los individuos. Al contrario. La experiencia vivida es el medio por el que el ser social presiona e impone límites a la conciencia social, de manera que las estructuras objetivas e impersonales cobran existencia en los sujetos históricos, humanos y reales (Sewell, 1994:88).

Partiendo de este papel de médium, la experiencia adopta una doble dimensión. Por un lado, la experiencia es considerada como «la experiencia de la determinación» y por tanto equivale sustancialmente al ser social —si lo entendemos en la medida en que fue definido por Marx, no sólo como la estructura objetiva impersonal, sino también como el modo en que las personas lo viven (Wood, 1984:73)—. Desde otro punto de vista, «comprende la respuesta mental y emocional, bien de un individuo o de un grupo social, a muchas situaciones interrelacionadas o a numerosas repeticiones del mismo tipo de situaciones» (Thompson, 1981:253), por lo que equivale, en este caso, a la subjetividad y a la acción; entendidas no como respuestas mecánicas a dichas situaciones, sino como respuestas estructuradas por su espacio de vida histórico-cultural (creencias, valores, etc.) y por su racionalidad. Es esa doble dimensión del concepto de experiencia lo que permite afirmar que «las clases son hechas en la misma medida que se hacen», por medio de la «experiencia de la determinación» y de una «acción estructurada por dicha experiencia».

En conclusión, como señalábamos al principio, asistimos a una problematización de la ecuación marxista que deduce mecánicamente de las relaciones de producción la formación de clase y la conciencia correspondiente. Los «culturalistas» debilitarán la determinación causal entre ambas instancias hasta convertirla en una suerte de coodeterminación dialéctica. En realidad, en ningún momento se considera que los procesos de formación y comportamiento de las clases sociales sean independientes de condicionantes objetivos, que puedan entenderse como procesos meramente culturales, o que un análisis estructural no pueda ser esencial a la hora de arrojar luz sobre los mismos. Lo que se afirma es que los conflictos inherentes a las relaciones de producción más que determinar, «imponen límites» y «ejercen presiones» (Williams, 2000: 103,107) sobre la experiencia social, que ésta lo hace de forma todavía mucho más laxa sobre la acción y la conciencia de los sujetos, y que, por tanto, la forma concreta en que estas presiones son experimentadas y manejadas por las personas, cómo les disponen a actuar como clase y cómo cambia esta disposición, se trata de una cuestión abierta que debe ser resuelta por el análisis empírico de procesos históricos.

El marxismo analítico
El marxismo analítico surgió en los años 70 en el mundo anglosajón y se ha venido desarrollando desde principios de los 80, en el seno del denominado Grupo de Septiembre. Se trata de un grupo interdisciplinar en el que encontramos figuras como G.A. Cohen, Jon Elster, John Roemer, Adam Przeworski, Philippe van Parijs o Eric Olin Wright, entre otros. Sin tratarse de un grupo homogéneo, podemos decir que todos parten del reconocimiento explícito de que el marxismo, como cuerpo teórico concebido en el siglo xix, ha de resultar primitivo en muchos aspectos a la luz de los estándares modernos y de los debates que, como el que acabamos de ver, pretendían complejizar la relación entre los diferentes elementos de la teoría social marxista.

Esto ha dado lugar a una labor de criba con el fin de encontrar nuevos y sólidos fundamentos sobre los que asentar la tradición marxista, fundamentalmente, en torno al problema del materialismo histórico como teoría de la historia, al análisis de clases y a la explotación. En líneas generales podemos decir que el marxismo analítico va a abordar estas cuestiones empleando las herramientas de la lógica, la matemática y la construcción de modelos. Esta apuesta teórico-metodológica que privilegia el plano de la abstracción sobre el de la «historia real» explicaría por qué el marxismo analítico se ha desarrollado, antes que en el terreno historiográfico, en disciplinas como la sociología, la economía o la filosofía. No obstante, su influencia teórica y empírica no sólo no habría pasado desapercibida en el campo historiográfico, sino que incluso habría ido en aumento. Sea como fuere —y teniendo en cuenta que en el Grupo de Septiembre pueden distinguirse diversos «modos de ser» marxista— hemos optado por caracterizar dos de las tendencias más alejadas y representativas (una del campo de la socioeconomía, la otra del de la filosofía) con la intención de delimitar las fronteras externas que distinguen a los analíticos de otras propuestas marxistas.

Uno de estos límites podría estar representado por la obra de J. Elster. Elster considera que, a la hora de abordar el estudio de los procesos de explotación y acción colectiva, el marxismo debe alejarse definitivamente de la sociología de corte funcionalista y optar por la teoría de la decisión racional y la teoría de juegos (Elster, 1984: 21). Según Elster este giro está relacionado con la necesidad de valorar positivamente un individualismo metodológico que habría sido rechazado de plano por gran número de marxistas, al considerarlo —equivocadamente— en un sentido ético o político (9). De hecho, partir del individualismo metodológico permitiría que la teoría social marxista se dotara de microfundamentos desde los que superar el nivel especulativo en el que se encontrarían los análisis de las macroestructuras y de los cambios a largo plazo.

Con este objetivo, Elster parte de la idea de que las ciencias han funcionado siempre con tres tipos de explicaciones: la «causal», la «funcional», y la «intencional» (Elster, 1984: 38). Todas las ciencias utilizan la explicación causal. Las ciencias físicas utilizan exclusivamente el análisis causal. Las biológicas también utilizan el funcional cuando explican, basándose en la teoría de la selección natural, que los efectos beneficiosos para la reproducción mantienen la estructura o la conducta de los organismos que los causaron. Las ciencias sociales, en cambio, deberían usar una explicación mixta intencional-causal: la primera para las acciones individuales, la segunda para su interacción (10). Ahora bien, los individuos también interactúan intencionalmente, y es aquí donde hace su aparición la teoría de la decisión racional y la teoría de juegos.

La teoría de la decisión racional parte de dos premisas básicas (Elster, 1984:39): que las restricciones estructurales no determinan por completo las acciones emprendidas por los individuos, y que dentro de un conjunto factible de acciones los individuos eligen las que creen que producirán mejores resultados. En caso de que neguemos la primera premisa nos encontraríamos ante un estructuralismo que carece de aplicabilidad general. Si negamos la segunda, queda una variedad de la teoría de roles, según la cual la gente hace lo que hace porque ha sido «socializada» para ello y no en busca de algún objetivo. Elster defiende que lo que la gente adquiere cuando es socializada es una «estructura de preferencias» antes que un impulso compulsivo a actuar de determinada forma.


La teoría de juegos, por su parte, es una tendencia de la teoría de la decisión racional que hace hincapié, precisamente, en la interdependencia de las decisiones. La potencia de la teoría de juegos estaría en poder abarcar, a la vez, tres conjuntos de interdependencia: entre recompensas, entre elecciones y entre elecciones y recompensas (11). En este sentido, en un juego, la recompensa de cada jugador depende de la elección de todos, la recompensa de cada uno depende de la recompensa de todos y la elección de cada uno depende de la elección de todos (12). Por otro lado, una batería de conceptos vendría a completar la teoría. En primer lugar la «información» que los jugadores poseen sobre los demás. En los juegos con una información perfecta, sólo probable en una situación con pocos jugadores, cada individuo tiene una información completa sobre todos los aspectos importantes de la situación. También es importante la noción de «punto de equilibrio», o el conjunto de estrategias en el que se da el caso de que la estrategia de cada jugador es óptima frente a la de los otros. Finalmente el concepto de «solución», que supone el conjunto de estrategias hacia la que convergerán los jugadores cuando tienen una información perfecta. Si sólo hay un punto de equilibrio, éste será, automáticamente, la solución del juego; si hay varios, será el que sea colectivamente más óptimo.

Partiendo de estos principios Elster se pregunta por las causas que permiten que una clase se comporte como actor colectivo o, lo que es lo mismo, que adquiera conciencia de clase (Elster, 1984: 45 ss). El dar este paso implica, ante todo, superar el «dilema del francotirador» propuesto por Olson. Suponiendo que cada jugador dentro de una clase puede elegir entre una estrategia egoísta (E) y una solidaria (S), pueden distinguirse cuatro posibilidades: A-cooperación universal (todos eligen S), B-egoísmo universal (todos eligen E), C-el francotirador («yo» elijo E, «otro» elige S), D-el primo («yo» elijo S, «otro» elige E). De los posibles resultados señalaremos los dos casos que, según Elster, nos permiten abordar la cuestión de la acción colectiva.

El primero es el «dilema del prisionero», definido por la ordenación CABD. En este juego la estrategia E es dominante, la solución al juego es el egoísmo universal (lo que lleva al desastre colectivo), y la cooperación universal no es individualmente estable ni accesible. Ahora bien, ¿cómo salir de este dilema? En el caso de la clase obrera, por ejemplo, la explicación más plausible es el cambio en las estructuras de preferencias. Mediante una interacción continuada los trabajadores terminan por estar más preocupados e informados sobre los demás, lo que permite una reordenación de las alternativas y encontrar una solución al juego resultante. En este caso estamos ante el «juego de la seguridad» definido por la ordenación ACBD. No hay una estrategia dominante; la cooperación universal es individualmente estable, pero no accesible; la solución al juego tiende a ser la cooperación universal dado que es preferida por todos; y finalmente, dado que no hay una estrategia dominante, la solución señalada sólo se dará si hay una información perfecta. Dada esa información, los jugadores empiezan a confiar unos en los otros posibilitando, así, la coordinación tácita entre ellos (13). Podríamos decir, por tanto, que en este modelo cada uno actúa de forma solidaria porque sabe que el otro va a hacer lo mismo: se trata de un altruismo condicional.

Según Elster, el mérito de esta teoría consiste, por el momento, en esclarecer la naturaleza de la interacción social y crear categorías de análisis más precisas, aunque confía en que pronto nos ayudará cada vez más a entender problemas sociales e históricos concretos. Elster, al considerar que la interacción es la esencia de la vida social, no puede dejar de ver que los tres conjuntos interrelacionados de interdependecias antes expuestos captan la interacción mejor que otras alternativas. En este sentido, la teoría de juegos proporciona al marxismo sólidos microfundamentos para un estudio de la estructura y el cambio social (Elster, 1984: 62).
En la cara opuesta del marxismo analítico encontramos la figura de G.A. Cohen (14). Cohen defiende, a diferencia de Elster, que la explicación funcional no sólo es aceptable en la teoría social, sino que las explicaciones del materialismo histórico son indefectiblemente funcionales. De esta forma, Cohen recusa el intento de algunos analíticos de reemplazar la explicación funcional por la teoría de la decisión racional y la de juegos (15).

Próximo a un determinismo tecno-ecológico, Cohen considera que la historia de la humanidad responde fundamentalmente al desarrollo de la capacidad productiva del hombre y, por tanto, que las formas de sociedad surgen y desaparecen en la medida en que favorecen u obstaculizan ese desarrollo (Cohen, 1984: 64) (16). Los elementos fundamentales que constituyen la teoría social defendida por Cohen serían tres: las fuerzas productivas (los medios de producción y la fuerza de trabajo (17), las relaciones de producción (que son relaciones de poder económico sobre las fuerzas productivas (18) y la superestructura jurídica y política (19). La relación que se establece entre estos tres elementos respondería a la siguiente máxima, eje de la teoría de la historia marxista: el desarrollo de las fuerzas productivas explica la naturaleza de las relaciones de producción y éstas, a su vez, explican el carácter de la superestructura que la acompaña.

Para Cohen, este tipo de explicación se trataría de una explicación funcional, puesto que de otra manera estas tesis no podría reconciliarse con otras dos fundamentales para el marxismo, a saber: que la estructura económica de una sociedad promueve el desarrollo de sus fuerzas productivas; y que la superestructura de una sociedad estabiliza su estructura económica (Cohen, 1984: 71). Si bien es cierto que lo que se afirma aquí es que la estructura económica es funcional para el desarrollo de las fuerzas productivas y que la superestructura es funcional para la estabilidad de la base económica, no se sostiene —lo cual sería muy distinto— que la base y la superestructura se expliquen por las funciones enunciadas. Lo que se plantea es que, tomados en conjunto, todos estos enunciados obligan a considerar que la explicación que ofrece la teoría de la historia del materialismo histórico es de tipo funcional, y que buscar otro tipo de explicaciones supone romper la coherencia lógica del sistema.

Cohen afirma, a diferencia de Elster, que él no sólo no rechaza la explicación funcional a favor de la teoría de juegos, sino que incluso duda que dicha teoría pueda ser un añadido importante para las tesis del materialismo histórico (Cohen, 1984: 72). Si bien el uso de la teoría de juegos puede ser fructífero en el análisis de la conducta de clases, no deberíamos olvidar que el marxismo no se ocupa fundamentalmente de la conducta, sino de las fuerzas y las relaciones que la constriñen y orientan.

Para el marxismo el resultado de la lucha de clases a largo plazo vendría determinado por la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, que es la que encorseta la lucha y no es explicable en términos de ésta. El resultado de dichas luchas, la clase que domina en un periodo, lo hace porque es la más capaz de dirigir el desarrollo de las fuerzas productivas, y la teoría de juegos no puede dar explicación a este fenómeno. Es más, las vicisitudes de la lucha y las estrategias, explicables en términos de la teoría de juegos —y que Elster considera como las acciones que están en el centro del proceso histórico— no son fenómenos prioritarios. Según Cohen, para el marxismo hay fenómenos más esenciales que las acciones que están en su centro, y éstas no pueden ser explicadas por un razonamiento estratégico (Cohen, 1984: 73).

Para Cohen, el fondo del problema reside en la interpretación equivocada que realiza Elster de lo que son las explicaciones funcionales, lo que le lleva a abandonar dicha explicación y a buscar refugio en la teoría de la decisión racional. No obstante, considera que si su concepción de las explicaciones funcionales es errónea, no podemos culparle por buscar alternativas. El mismo Cohen reconoce los problemas a los que se enfrentan las explicaciones funcionales marxistas, que, por hacer un símil con la biología de Darwin, podría decirse que aún se encuentran en una etapa lamarckiana. Así, decir que A explica B no significa indicar cómo A explica B, y por el momento —a diferencia de la biología— nadie dentro del materialismo histórico ha dado respuestas satisfactorias a este problema (Cohen, 1984: 70). Así, en lo referente al caso concreto de la acción colectiva, muchos marxistas habrían actuado (y seguirían haciéndolo) descuidadamente al pasar del enunciado «A es funcional para B» al enunciado «B explica funcionalmente A», sin justificar dicha transición. No obstante, Cohen mantiene que si lo que se desea es continuar trabajando dentro de la tradición marxista, es necesario optar por profundizar y mejorar la explicación funcional, toda vez que, inherente al marxismo, su abandono implicaría abandonar la propia tradición (Cohen, 1984: 77).

La «New social history»
También desde los 80 podemos detectar cómo empieza a cristalizar una nueva teoría de la sociedad que tiene hondas repercusiones en los análisis de clase. Autores que trabajaban desde el materialismo cultural —o bien desde lo que se ha denominado la historia sociocultural (de carácter muy parecido a aquella, pero fuera de la tradición marxista)— comenzaron a interesarse por los debates que se estaban generando en torno a la llamada «crisis de la modernidad». La principal consecuencia que tuvo la convergencia entre los debates que aquí hemos planteado y el de la crisis de la modernidad fue el convencimiento, por parte de una serie de autores, de la necesidad de problematizar las categorías que hasta el momento se consideraban primarias en las teorías sociales imperantes, esto es: estructura social (u objeto), acción humana (o sujeto colectivo) y experiencia.

Efectivamente se comenzó a plantear que, dado que dichas instancias eran en realidad derivadas y no primarias, el objetivo no era determinar el grado de influencia mutua entre causalidad social y acción colectiva, sino atribuir un origen y naturaleza distinta a la práctica de los individuos y a las relaciones sociales (Cabrera, 2002: 32). A través de un acercamiento progresivo a la lingüística y al análisis del discurso, autores como Patrick Joyce, James Vernon, Gareth Stedman Jones, Joan W. Scott o Geoff Eley, pusieron en marcha un «proyecto de desnaturalización» de toda una serie de categorías con las que se venía trabajando, no sólo en el marxismo, sino en todas las tendencias historiográficas.

El fundamento explicativo de la «new social history» pasó de la estructura, la acción o la experiencia, a la noción de «discurso». Esta es entendida, no como los significados que los individuos dan a la realidad social, sino como la red de categorías y reglas de significación que permiten dicha operación. A diferencia de las teorías anteriores para los que no existe una diferencia ontológica entre categorías y significados, la nueva teoría reconoce en la primera una esfera social específica dotada de una lógica histórica propia (de ajuste intertextual) y con capacidad para actuar en la producción de significados.

La formulación de esta nueva esfera habría de tener profundas repercusiones sobre las nociones básicas en las que se asentaban los análisis sociales. Respecto a la noción de objetividad la nueva teoría supondría la distinción ontológica entre hechos y objetos, entendiendo que los primeros son el soporte material sobre el que interactúa la matriz discursiva para dotarlos de significado, dando lugar, mediante un proceso de diferenciación, a los segundos, que sólo ahora, conceptualizados como objetos, podrían condicionar la conducta. Por tanto, si la realidad social no goza de un significado intrínseco sino que deviene objeto, o más bien se articula en tanto que entidad significativa mediante un proceso de interacción discursiva, no podemos seguir considerándola como poseedora de propiedades naturales de carácter estructural o sistémico con capacidad para establecer relaciones de causa-efecto entre sí.

Evidentemente, la problematización del concepto de sociedad no implica la negación de su existencia y sus determinaciones, sino que ésta sólo deviene estructura objetiva y se relaciona causalmente con la práctica en las circunstancias históricas en las que ha sido articulada significativamente como «sociedad». Lo mismo cabría decir de la subjetividad, que dejaría de ser un yo racional, un reflejo o una representación de lo social para constituirse en efecto de esa mediación discursiva entre el individuo (referente material) y la matriz categorial.

En esta misma línea, el concepto de experiencia fue sometido a una profunda revisión. Si para los materialistas culturales la experiencia que los individuos tienen del mundo permite comprender cómo emerge la subjetividad, para la nueva historia social ese mundo ha sido articulado significativamente por la mediación del discurso, por lo que la experiencia que tengan los individuos de aquel no puede sino haber sido forjada por dicha mediación discursiva. En este sentido, los sujetos se constituyen no a través de la experiencia que los individuos tienen de la realidad social sino a partir de una construcción significativa de dicha experiencia.
Por tanto, la experiencia no puede ser el fundamento causal de la conciencia ni la que defina los intereses, cree la identidad o dirija la acción social. Es el marco discursivo el que permite que los individuos conciban la realidad social y su posición en ella de una determinada manera, a partir de la cual pueden articular sus intereses, construir su identidad como agentes sociales y darle significado a su acción.

No obstante, la nueva historia social pretendería alejarse tanto del «realismo social» como de un textualismo de corte postmoderno (Vázquez, 1997: 157). En este sentido, la propuesta de los nuevos historiadores se aleja de cierto «determinismo lingüístico» que supone que la vida social es un mero efecto del discurso. Lo que se afirma es que en la práctica existe una esfera social con una lógica propia que interactúa significativamente entre los individuos y el mundo. Que estas dos instancias no poseen un significado esencial que está esperando ser desvelado, sino que ambas adquieren significado y pasan a ser operativas a través de la mediación discursiva. Y, finalmente, que esta mediación nunca será captada si atendemos únicamente al discurso, pues no es éste el que genera los significados, sino la interacción entre el referente real y la matriz categorial.

De esta manera la conclusión primordial a la que se llega con respecto al análisis de clase es que la identidad y conciencia de clase, la capacidad para actuar como sujeto colectivo, no surge de la aparición de la sociedad de clases ni del discernimiento experiencial de las condiciones materiales de vida, sino como consecuencia de la mediación de categorías del discurso moderno con dichas transformaciones sociales. Efectivamente, la división de la sociedad en términos clasistas es un requisito imprescindible para que surja la conciencia de clase, pero se trata de un requisito meramente material. Para que apareciera la clase como sujeto histórico colectivo fue necesario que esas divisiones fueran articuladas por los individuos fundamentalmente mediante las categorías de «sociedad» y «clase». Y ello se debe a que la clase como fenómeno social es históricamente inerte hasta el momento en que es articulada como objeto identitario, lo que implica que el concepto de clase tenía que existir antes de que los individuos pudieran identificarse a sí mismos como miembros de ese grupo y actuar colectivamente al respecto (Scott, 1987: 41).

De aquí se extraen dos importantes corolarios (Joyce, 1995:6 y 183). Primero, que la identidad y la conciencia de clase no pueden ser extrapoladas a contextos históricos en los que dicha categoría no es operativa. En segundo lugar, que en los casos en los que existen divisiones de clase reales, pero no se detecte identidad de clase no podemos atribuir este hecho a una «falsa conciencia», sino a que no se han dado las condiciones discursivas necesarias para que la clase sea objetivada como identidad, actuando en este caso un patrón discursivo distinto al que tiene como categorías centrales la clase y la sociedad.

Por tanto, a diferencia de lo que planteaban los materialistas culturales, la experiencia común de las relaciones de producción y de las luchas inherentes a las relaciones de explotación no pueden ser fundamento explicativo de la conciencia de clase y de la disposición a actuar como tal (Joyce, 1994: 12). En primer lugar porque la experiencia de clase no viene determinada directamente por las relaciones de producción sino que es construida significativamente por la mediación entre esas relaciones y el patrón discursivo de la modernidad. En segundo lugar, puesto que no existe una experiencia preexistente dispuesta a ser discernida por los individuos, no podemos pretender encontrar ahí el origen de la conciencia y la acción de las clases. Al problematizar el doble carácter objetivo y subjetivo de la experiencia, la prioridad del análisis de clase pasa de intentar reconstruir la experiencia y, a partir de ella, determinar la conciencia y las acciones; a explicar por medio de qué articulación discursiva se ha construido una determinada manera de experimentar las condiciones sociales, dando lugar a un significado determinado de la realidad y de la propia identidad de clase. En este sentido es en el que se afirma que la «lucha de clases —antes que experimentada— es producida por el discurso» (Scott, 1987: 40): ésta no sería más que una objetivación de un conflicto social real mediante el discurso de clase con el fin de «apropiarse de la configuración discursiva de la experiencia y, por tanto, de la construcción de las identidades» (Vázquez, 1997: 158).

En definitiva, para la «new social history» el giro que plantea la propuesta teórica a la que se adhiere vendría a superar, por fin, el secular dilema entre objetivismo y subjetivismo, materialismo y culturalismo o explicación social e intencional; surgiendo así una manera de enfocar el análisis de clase mucho más fructífera, toda vez que rompe con el callejón sin salida al que aboca la búsqueda permanente de un equilibrio entre los dos polos de esas dicotomías.

Conclusiones
En este trabajo hemos propuesto la siguiente secuencia histórica: desde finales de los 60 y principios de los 70 en diversas instancias académicas anglosajonas comienzan a articularse los principios teóricos de la propuesta neoliberal. La América Latina de los años 70 se convertiría en el laboratorio de experimentación de tales propuestas bajo la mano de hierro de todo un elenco de dictaduras militares. A partir de los años 80, el neoliberalismo como modelo social y político retornaría a los países anglosajones donde había sido teorizado. Finalmente, al término de la Guerra Fría se extendería al resto del planeta convirtiéndose en el paradigma del nuevo orden mundial.

Esta victoria en los planos socioeconómicos y político vino acompañada de una victoria en el plano intelectual. Entre los diferentes vectores que articulaban la triunfante teoría social del neoliberalismo hemos destacado el cuestionamiento de la categoría de clase como elemento de diferenciación social y de acción colectiva y, por tanto, la pertinencia del análisis de clase en ciencias sociales. No obstante, hemos defendido la hipótesis de la que la clase continúa hoy día ejerciendo un papel determinante como principio de estructuración y acción social. Entre las diferentes propuestas que asumen esta hipótesis —y, en consecuencia, la necesidad de que las ciencias sociales se doten de renovados marcos teóricos capaces de encarar el análisis de clase—, nos hemos centrado en la tradición marxista.

Para llevar a cabo el estudio de esta tradición y valorar su potencial —e indirectamente el triunfo de las diferentes propuestas neoliberales— hemos privilegiado el estudio de la historiografía marxista anglosajona, adoptando un enfoque historiográfico a partir del cual hemos intentado reconstruir el debate en torno al problema de clase social acaecido en dicha tradición desde los años 70 a los 90. Hemos caracterizado, a grandes rasgos, las diferentes propuestas que han contribuido a dar forma a dicho debate; los marcos teóricos que proponen a la hora de dar cuenta de la relación entre la «acción» colectiva de las clases y las «estructuras» sociales, así como los contactos que han establecido —en un claro afán de renovación— con diferentes tradiciones y disciplinas.

Cabe concluir que la dinámica de este debate habría dotado a la historiografía marxista anglosajona (en toda su variedad y complejidad) de un rico y variado potencial teórico y empírico lejos de las formas anquilosadas e ideologizadas del marxismo soviético. De aquí que las diferentes propuestas herederas de dicho debate, lejos de quedar inoperativas y desacreditadas tras la caída del bloque del Este, ofrezcan sólidos marcos teóricos desde los que poner de manifiesto la vigencia de la clase social como principio de diferenciación, estructuración y acción colectiva. Contrastar la incapacidad de la propuesta neoliberal para encarar el análisis de clase —dados los propios principios que la articulan— con la diversidad de enfoques que emanan del debate que aquí hemos analizado, puede interpretarse como un síntoma que nos impele a poner entre paréntesis y reconsiderar la supuesta inapelable victoria del neoliberalismo en los campos de las ciencias sociales e historiográfico.

Si el contexto al que nos enfrentamos, antes que responder a una situación de dominio totalizante se corresponde con una situación de hegemonía, resultaría lícito —y saludable— diagnosticarla como susceptible de cambio.

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Notas
  1. En concreto, Johnson consideraba que The Making of the English Working Class, de Thompson, y Roll Jordan Roll, de Genovese, constituían la mejores síntesis de esta tendencia  (Johnson, 1983: 57).
  2. Una completa recopilación de textos polémicos en torno al debate abierto por Johnson puede encontrarse en Hacia una historia socialista, de R. Aracil y M. García Bonafé.
  3. En castellano sólo fue publicada como libro la parte central de la obra, bajo el título Miseria de la teoría, en 1981.
  4. Véase, por ejemplo, la obra de Barry Hindess y Paul Q. Hirst, Pre-Capitalist Modes of Production. 
  5. En castellano fue publicado con el título Teoría, política e historia. Un debate con E.P. Thompson, en 1985.
  6. Pese a que autores como Giddens rechazan la influencia directa de Weber en Thompson, no niega que existan contactos mediados por otros autores (Giddens, 1994:156). Creemos que una lectura comparada del clásico de Weber La ética protestante y el espíritu del capitalismo y el The Making, de Thompson, hace patente esa afinidad.
  7. Se entiende que buena parte de los trabajos de los culturalistas privilegien, entre los diferentes elementos que constituyen el análisis de clase, el problema de la formación. Según Eric Olin Wright otros elementos serían la estructura, la lucha y la conciencia de clases (WRIGHT, 1992: 20)
  8. En el análisis del marxismo cultural el concepto de lucha de clases adquiere una importancia tal que H. J. Kaye llega a hablar de la existencia de una teoría de «determinación de clase», en la que, en términos históricos, las relaciones de clase estructuran las relaciones de producción. Si «la lucha de clases es el proceso histórico», la reproducción o no de un modo de producción vendrá determinada por el resultado de la lucha de clases (Kaye: 1989: 217).
  9. El individualismo metodológico implica la doctrina de que «todos los fenómenos sociales (su estructura y su cambio) sólo son en principio explicables en términos de individuos (sus propiedades, sus objetivos y sus creencias)» (Elster, 1984: 22).
  10. Según Elster, dado que no existe una analogía sociológica con la teoría de la selección natural, las ciencias sociales deberían abandonar la explicación de tipo funcional.
  11. A través de esta triple interdependencia, el individuo se presenta «como un microcosmos que resume toda la red de relaciones sociales», y no como un ente aislado y egoísta (Elster, 1984: 49).
  12. Elster señala que hay un cuarto tipo de interdependencia: las preferencias de cada uno dependen de las acciones de todos. No obstante, la teoría de juegos da por supuestas las preferencias y no se preocupa de su formación (Elster, 1984: 41). Obsérvese cómo, en términos analíticos, uno de los problemas centrales del materialismo cultural sería precisamente la formación de esa estructura de preferencias.
  13. Según Elster en la creación de ese «clima de confianza» es fundamental el papel de los dirigentes como figuras que, proporcionando la información, posibilitan la coordinación. Se rechaza, de esta manera, el papel del dirigente como centro de mando y autoridad.
  14. Cohen expone el grueso de su propuesta, ya en 1978, en el clásico Karl Marx´s Theory of History: A defenece. No obstante, hemos optado en este ensayo por trabajar con textos posteriores en los que, manteniendo su postura, polemiza con otras tendencias marxistas, especialmente, con las teorías de juegos y de la decisión racional.
  15. Como señalábamos más arriba, podemos encontrar entre los analíticos diferentes posturas. Desde Allen Wood, que mantiene una posición parecida a la de Cohen; hasta Roemer, más próximo a las tesis de Elster; pasando por Wright, que mantiene una posición intermedia entre individualismo metodológico y holismo: el antirreduccionismo; o Brenner, que se decanta por la concepción de la historia como lucha de clases.
  16. De hecho, Cohen mantiene que quienes afirman que la lucha de clases es el motor de la historia han abandonado el materialismo histórico.
  17. En este punto, Cohen da mayor importancia a la dimensión subjetiva de las fuerzas productivas que a los medios de producción. Dentro de aquellas, la más susceptible de desarrollo sería el conocimiento.
  18. La totalidad de las relaciones de producción son consideradas por Cohen como la estructura o base económica de la sociedad: no incluye, por tanto, las fuerzas productivas.
  19. Cohen considera que, para el propio Marx, la superestructura ocupaba un conjunto de actividades menor de lo que algunos piensan; por ejemplo en lo que se refiere a la creación artística, que no sería reducible a un fenómeno superestructural

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