«Cadáver exquisito»

Valmore Muñoz Arteaga (1)
Maracaibo, octubre 2010.

En alguna parte comenté o escribí que Norberto José Olivar era un explorador del abismo. Cuando lo hice, muchos pensaron en el magnífico libro de cuentos de Enrique Vila-Matas. Supongo que no está mal hacerlo. En ese libro, Vila- Matas coloca frente al abismo a cada uno de los personajes. Personajes que se frenan a divagar las formas de los bordes del despeñadero que conduce a lo más oscuro del alma. Ese borde donde Bataille vislumbraba a William Blake dejándose bañar por las luces que sólo puede escupir la oscuridad. Ese borde donde la fiebre de las bestias iracundas de la noche señala el camino hacia la ciudad doliente.

Sin embargo, no pensaba en Vila-Matas cuando lo afirmé. Pensaba en algo que dijo Roberto Bolaño acerca de lo que significa escribir: «¿Entonces qué es la escritura? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura, básicamente, es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro».

Como vemos, Bolaño fue más arriesgado que Vila-Matas. No se trata de quedarse contemplando el abismo. Se trata de lanzarse. De dar el paso. Norberto ha saltado varias veces. No me lo han preguntado, pero igual lo diré ya que me han pedido que viniera de oficiante: creo que Norberto ha saltado en tres oportunidades. Los dos primeros saltos, así como el tercero, tienen nombres de novela: Morirse es una fiesta y Un vampiro en Maracaibo. De ellas nada voy a decir, ya que he dicho mucho y muchos han dicho más y mejor que yo. Hablaré del tercer salto que, como apunté, tiene nombre de novela: Cadáver exquisito.

Cadáver exquisito quizás sea la última novela de Norberto José Olivar. ¿Por qué la última? Pues porque cada día, según parece, es el último. La muerte está allí, respirando sobre nuestros hombros, y en cualquier momento su aliento y el nuestro terminan confundiéndose.

En ella, como he dicho, Norberto salta al abismo, sólo que, a diferencia de las veces anteriores, salta al abismo de otro abismo: el de Hesnor Rivera. Un abismo que se abre a la posibilidad cierta de desaparecer. Un abismo que es un momento del cual hizo mención un sabio belga del siglo XIII, llamado Rubrock el Admirable, y que describe como un momento de hipnosis en donde una extraña sugestión empuja —nos empuja— a desvanecernos sin ninguna responsabilidad más que el acto de morir que no es un morir, más bien una transferencia, un abandono, la posibilidad de asumir la estatura del despojo que se entrega a la muerte que no es la muerte, sino distintos túneles hambrientos que se incuban en la noche.

Un momento en el cual, como apuntara Baudrillard, el hombre se vuelve una imagen en donde ya no hay nada que ver. Norberto salta al abismo del abismo de Hesnor, ya que, al parecer, comprendió que la verdadera existencia del sujeto está en su propia anulación. En esa anulación ahorcamos hasta la orgásmica felicidad, a las subjetividades ridículas y amorfas que nos mantienen respirando vacuidad. En esa anulación está el camino hacia la libertad, la cierta, aquella que comienza cuando matamos al Yo, al impuesto, ése que no somos.

Norberto salta al abismo del abismo de Hesnor para revelarse en la invisibilidad. En la peripecia de ser otro que no quiere ser más que un visitante solo, la sombra sutil de la nada, tan sólo «endechas de lo invisible».
La invisibilidad de Hesnor, como la de todo buen surrealista, recayó en la metáfora. La metáfora es el reino de lo invisible, al menos, de aquello que no es para la racionalidad, reino del Yo. La metáfora es el espacio para trasladarse, para ser otro, para conquistar —si eso puede hacerse— ese espacio en donde se tiene otro dios y en cuyo nombre se celebran las fiestas donde todo se olvida, donde nuestro nombre ya no es el mismo nombre sino sollozo fúnebre, pesadilla de catástrofes ciegas o, en el mejor de los casos, fantasma hecho con el carbón espeso del olvido.

La metáfora, ya lo advertía Derridá, nos hace circular por la ciudad, nos transporta como a sus habitantes, en todo tipo de trayectos —«con encrucijadas, semáforos, direcciones prohibidas, intersecciones o cruces»— sólo que, y aquí marcan distancia Hesnor y los surrealistas, sin limitaciones y prescripciones de velocidad. La metáfora nos hace libres más que la verdad, porque la verdad siempre es otra cosa. La metáfora es la esencia de la libertad y la esencia de la libertad es satánica. Esa es la libertad que busca Norberto José Olivar desde Morirse es una fiesta. Esa Sylvia diabólica que no es más que otra metáfora donde nos fragmentamos hasta la desaparición. Norberto es Hesnor tocado por la metáfora y al ser tocado por la metáfora asume la esencia de un cadáver exquisito y un cadáver exquisito es —nuevamente— la fragmentación que supone la libertad.

«Cadáver exquisito», como todos sabemos, no es sólo una canción de Fito Páez, es, además, una técnica artística que emplearon los surrealistas franceses y que consistió en ensamblar colectivamente un grupo de palabras o de dibujos sin otra orientación distinta a la libertad creativa. Esta técnica parece haber sido tomada de un famoso juego de mesa de la Inglaterra victoriana llamado «Consecuencias», que consistía en que cada uno de los jugadores, en su turno, escribe, sin que los demás lo vean, una palabra o frase que responda por orden a una de las siguientes cuestiones: El nombre de un hombre, el nombre de una mujer, el nombre de un lugar, un comentario, un segundo comentario y un resultado que sería la consecuencia que da título al juego. Al final terminaba apareciendo una historia totalmente descabellada. Al «Cadáver exquisito» fueron asiduos poetas como Robert Desnos, Paul Eluard, Tristán Tzara y, claro está, André Bretón, quien, por cierto, lo jugará con los miembros de «Apocalipsis», escena que queda pormenorizadamente contada por Norberto en la novela. Sin embargo, ya Hesnor y los apocalípticos, enterados como estaban de la obra de los maestros del surrealismo, lo practicaron regularmente en el bar «Piel Roja» entre cervezas, gritos destemplados de borrachos y elefantes enanos que desfilaban bajo las palmeras del lago.

Cadáver exquisito, la última novela de Norberto José Olivar y que hoy presentamos, está centrada en la vida de Hesnor Rivera, máxima figura de la poesía zuliana que, al mismo tiempo, representa el paso del siglo XX a la modernidad en nuestra tétrica playa chiquinquireña.

Una novela sobre Hesnor Rivera no debe sorprender a nadie, mucho menos a quienes tuvimos la fortuna de conocerlo. Su vida, al menos tal y como la contaba, daba para una gran novela. Eso se lo había comentado a Norberto cuando recién aparecía por Comala su Hombre de la Atlántida. Recuerdo que se lo dije frente al Centro Comercial Costa Verde, cuando intentábamos sacar dinero de un cajero para parrandearlo entre café, cerveza y parrilla en la legendaria Irama. 

Norberto guardó silencio aunque no descartó la idea. Sabíamos que no era el momento. El discurso apuntaba hacia otras esferas. Su escritura comenzó un franco proceso de madurez. Sus lecturas se hicieron más frecuentes y más profundas, en especial, la lectura de esos escritores que sólo los escritores disfrutan: Vila-Matas, Auster, Sebald, Michon, Ednodio Quintero, Victoria de Stefano; clásicos del siglo XX como Kafka o Walser. Todo ello fue depurando un estilo, una manera de decir y de contar, fue naciendo el escritor que ahora escribe lo que antes le habría gustado escribir; es decir, cuando perdió el miedo a explorar el abismo.
 
Norberto aprendió muy rápido lo que a Cioran le costó toda la vida. Aprendió que escribir un libro es una muerte aplazada. Es iniciar un proceso de invisibilidad en el cual, como ya había dicho Hesnor Rivera, se pudiera pisar de repente la línea intemporal de la sombra. Hace unos meses, no sé exactamente cuántos —el tiempo es una cosa muy rara, digamos que la modernidad lo ha vuelto líquido, le ha quitado su forma, ha dejado al tiempo sin tiempo ni espacio, no hablemos del tiempo entonces, hablemos de momentos—; hace ya varios momentos, Norberto me envió un correo con un documento adjunto. Una novela que, en ese momento, se llamaba Relato de un hombre muerto. Y ahí estaba, era la novela sobre Hesnor. Y ahí estaba Hesnor, pero, también, ahí estaba Maracaibo, otra vez Maracaibo, la ciudad maldita, la playa gritona y alucinada por el sol que rumia en secreto el agua de los desastres. Ahí estaba y sigue estando la sociedad maracaibera, tan ella misma, tan inauténtica. Ahí estaba la sociedad a la que Norberto —como dice Carlos Flores— tiende a escocer en sus heridas, «una sociedad cada vez más hipócrita y omnívora». Una sociedad que se ha molestado, que se ha indignado cuando le hurgan en sus vísceras faranduleras, en sus falsas posturas intelectuales, en su raquítico espíritu cultural. Norberto lo ha hecho a través de sus libros, de sus sospechosos libros, porque los correctos y buenos libros —ya lo sabemos— están destinados a personas del mismo tipo que sus autores. Por eso muchos reciben con ofuscación las obras de Norberto. Los libros malos o mediocres satisfacen porque tienen el objetivo de adular a la mayoría y eso agrada, así lo entendió Nietzsche, y tantos otros.


***
La novela comienza con la huída de Hesnor de Maracaibo, digo huida puesto que de Maracaibo sólo se huye, y culmina con su paso a la invisibilidad. Eso no dice mayor cosa. Estos son datos que cualquiera supondría, pero —viniendo de un escritor que puso a Jesús Enrique Lossada a recibir, complacido, una muy reparadora felación maternal, que sometió a uno de sus personajes a reflexionar sobre el arte de escribir novelas bajo los jadeos lúbricos de tres jovencitas, que develó los hilos que condujeron a uno de los asesinatos más célebres de Maracaibo, que hizo posible que un vampiro viviese bajo el inclemente sol de esta viscosa ciudad—, también es de suponer que hay algo más.

Y lo hay.

Naturalmente, no voy a entrar en ciertos detalles de una novela que leerán en un rato, pero no puedo dejar de resaltar que cuando ese momento llegue conocerán facetas de un poeta —Hesnor Rivera—, completamente absurdas, pero posibles. Los que conocimos a Hesnor sabemos que tratándose de él todo era posible. Hablar con Hesnor era someterse a los devaneos de un hombre que fue, en esencia, literatura. Él fue uno de esos hombres hechos de literatura con los cuales uno no sabía dónde terminaba la realidad y comenzaba la ficción. Peor aún, luego de conversar con el poeta o recibir una clase —siempre magistral— uno solía dudar de todo, al menos yo no supe más nunca distinguir lo que es real de lo que es ficción. Y como terminaba haciéndome bolas buscando la manera de entender, decidí que la realidad y la ficción no existían, que todo era producto de tanta información que tenemos vagando dentro de nosotros. Información que es falsa, naturalmente, tan falsa como todo lo que yo puedo estar leyendo aquí.

Digamos entonces que Norberto, basándose en entrevistas a personas cercanas al poeta, reportajes de prensa (Norberto es un asiduo visitante de los archivos de Panorama), estudios sobre Hesnor y su propia poesía, fue construyendo la imagen de un Hesnor que, aunque no necesariamente se parece al Hesnor que yo conocí, se le parece mucho porque, en todo caso, el Hesnor que yo conocí no se parece al Hesnor que fue.

En fin de cuentas, cuando hablas con uno y con otros sobre Hesnor terminas hablando de un pueblo, de un retablo de personajes con el mismo nombre y —como diría Auster— terminas alejándote de Hesnor. Por eso es posible que Hesnor Rivera haya emprendido una cacería de platillos voladores, como también es posible que, luego de un pacto diabólico, el poeta llevara en su palabra partículas de alguna sustancia mágica que desatara terremotos y huracanes por donde pasaba. ¿Ridículo? Quizás, pero, ¿qué cosa no es ridícula en la historia de Maracaibo? —Estamos hablando de un pueblo que le rinde culto a un cálculo renal del general Rafael Urdaneta, háganme el favor.

La novela se pasea por la poesía de Hesnor, pero también por sus debilidades humanas que —por extraño que a alguno le pueda parecer—, se volvían fortalezas en las palabras que hilvanaba conjurando a la muerte para que dejara de gritarle obscenidades al oído. Hesnor tuvo que aprender a gritar más fuerte que la propia muerte, ya que, sus gritos —los de la muerte— cauterizaban los rasgos más humanos para que se elevara ese Yo que no es otro que ese otro extraño que ha tejido una racionalidad soterrada. La novela se pasea por un Hesnor que ruborizó a la estúpida sociedad de su tiempo, dando pie a una de las guerras de comida más violentas en la historia culinaria de este puerto lleno de espectros que brillan sólo cuando le silban a la sombra de los altos poderes.

La novela revela las coordenadas oscuras que se fraguan detrás de Apocalipsis, detrás de los alucinados poemas cuyo punto final es siempre la muerte. La muerte que viene teñida de rojo o gravitando entre laberintos de holocaustos y abandonos. Una novela que nos deja con muchas intrigas acerca de la personalidad del más grande poeta del Zulia, un poeta angelicalmente satánico, un poeta que sirvió a Lucifer con las más nobles armas de dios: la poesía.


Aproximación a lo que dije durante el bautizo de mi Cadáver y Apostillas del autor

Norberto José Olivar

Aproximación
Ni la adrenalina ni el calor es el mismo de aquella noche sacramental, por supuesto, pero intentaré, de seguidas, recordar algo de mi escurridiza improvisación. Creo —y es un «creo» lleno de dudas— comencé diciendo que mi libro, Cadáver exquisito, era la concreción de una venganza. Que eran casi 190 páginas para desquitarme del poeta luciferino Hesnor Rivera. Casi 190 páginas para explotar el odio que sentía por este despreciable bardo marabino, un odio que se encubó en mis años de liceísta, cuando un día llegó a mi casa un ejemplar de El visitante solo, un hermoso y extraordinario poemario de Rivera que había sido editado por CORPOZULIA. Quedé hechizado por aquellos versos y me dije, ese mismo día, con una convicción inaudita, que sería poeta. Entonces me senté a escribir un largo y terrible poema que después llevé al diario Panorama para que, Hesnor Rivera, subdirector de este rotativo, lo publicara en la legendaria página de «Artes y Letras», pero el poema nunca salió, y, como estarán pensando, desde ese día odie a Rivera con todas mis fuerzas, con el arrebato que sólo un adolescente puede experimentar.

Pero a medida que entraba en la vida de Hesnor Rivera, en la escritura de esta novela, fui siendo seducido por su personalidad, por sus sueños, por sus angustias. Acabé identificándome con él, me vi envuelto en el proceso de «hesnorización» que metamorfoseó mi odio en la admiración más incondicional, y comprendí que la poesía es un don maligno y sublime del cual carezco en absoluto.

Yo nunca quise conocer a Hesnor Rivera, pese a las muchas oportunidades que tuve. Lo odié de tal manera que, de sólo pensar que le iba a estrechar la mano, me provocaba náuseas y ronchas inexplicables, pero siempre procuré coincidir con él en algunos lugares, lo observaba a lo lejos, y planificaba meticulosamente mi venganza, pero el esfuerzo me llevó a otra cosa y terminé inmovilizado por el fantasma de Rivera. Él sabía, por lo visto, lo que me traía entre manos, y acabó tendiéndome una trampa.

Ahora estoy seguro de que Hesnor Rivera me guió en la escritura de este texto, y me doy cuenta de que cuidó los más mínimos detalles. Por ejemplo, no permitió que el título del libro fuera cambiado. La editorial había decidido otro título, pero cuando hacía la prueba digital algo fallaba, y los diseñadores decían que la imagen de la portada no encajaba con otro título que no fuera Cadáver exquisito, el juego preferido de Hesnor Rivera. Otro asunto fue que el libro lo escribí sin planificar ninguna fecha, y acabamos presentándolo para el aniversario de su muerte, ¡¡¡justo, para el recordatorio de los 10 años!!! (y juro que no estaba pensado así). Luego no conseguíamos dónde presentarlo, y el único sitio disponible en toda Maracaibo no fue otro que la Biblioteca Pública del Zulia… ¡en la Sala Hesnor Rivera!, ¿casualidad?, no lo creo, el fantasma de Hesnor Rivera se ha interesado por este libro desde el principio, así que aquí lo dejo, lo gestionaré como corresponde a quien pone la firma en la tapa, pero sin duda el verdadero autor fue el propio Hesnor Rivera. No verlo sería una necedad.

Apostillas
Cadáver exquisito es una novela que, como en trabajos anteriores, mezcla diferentes géneros literarios, desde la crónica hasta la autoficción. En conjunto, es un relato que intenta atrapar el sentido de la vida del poeta marabino Hesnor Rivera, si acaso esto fuera posible, aclaremos.

La vida (o el sentido de una vida) es una incógnita, no es «biografiable», bien advirtió Antonio Tabucchi, de modo que, para acercarme a ese Hesnor íntimo y misterioso, tuve que valerme de todo lo que la literatura permite, que es casi todo, como se sabe. Diremos que —partiendo del canon tradicional de la novela histórica, específicamente cuando diferencia entre fidelidad y autenticidad—, advertimos, con cierto estupor, que algunos hechos han sido removidos de sus cronologías, algunos personajes de sus biografías, pero tal conmutación ilumina —créanme— las escurridizas y fragmentarias propiedades de la verdad histórica. Sin embargo: «Cualquiera que intente escribir historia contemporánea en una forma más perdurable que la de un artículo periodístico común, está colocando su cabeza bajo el hacha del verdugo», dijo Rajani Palme Dutt en una ocasión. Y ahora le creo mansamente.

Quizás sea la novela más difícil y divertida que haya escrito; difícil, porque la cercanía de los personajes y sus amigos y familiares me obligó a los más insólitos malabarismos y estratagemas; divertida porque, en definitiva, Hesnor Rivera es un hombre mágico y enigmático, la encarnación auténtica del surrealismo. Alguien me aconsejó que cambiara los nombres, pero, de haberlo hecho, no me habría entretenido en la andadura del texto, y los lectores, estoy seguro, lo cuestionarían. En cambio, ahora buscarán la verificación de lo dicho en contraste con su experiencia y por las relaciones que pudieron mantener con este ser extraordinario, por supuesto, muchos cuestionarán, iracundos, las «falsificaciones» y las «imprecisiones» acometidas, pero a unos y otros el libro les habrá sacado del tedio y el aburrimiento. Y claro, el único que llevará palos será el autor, pero ya estoy acostumbrado a esos arrebatos. Que un ex cónsul de una potencia europea te insulte una hora vía celular es una cosa muy rica, o que los sabios novelísticos te descueren por tu ineficacia, te juro, es una sensación que lubrica cualquier estreñimiento. Realmente lo malo sería que nadie dijera nada. Como dice Wilde, lo importante es que hablen de uno, aunque sea bien.

Mi amigo Pierre Michon afirma que a él no le gusta inventar los personajes de sus historias, prefiere los fantasmas, a los verdaderos muertos; prefiere los archivos, y esa es, precisamente, la metodología de mi trabajo. Ando por ahí resucitando muertos, y el morbo de la gente se excita con el asunto, nada disfrutan más que una historia real y secreta.

Esta es una novela con un solo personaje: Hesnor Rivera, el poeta luciferino de Maracaibo (y, claro, acaso el narrador). Todos los demás son meros fantasmas, marionetas, zombis que van apareciendo para que el poeta diga sus parlamentos o haga lo que tiene que hacer. Es así porque el mundo para Hesnor empezaba y terminaba en él y sólo en él. De modo que, para darle vida, me inventé un método un tanto surrealista: el «ego-paranoico-narrativo», es decir, nadie más existe en la realidad del relato (léase la vida), los demás son robots, visajes, seres acartonados que entran y salen de su vida. ADVIERTO: no es la novela del grupo Apocalipsis, es, que no quepa la menor duda, la novela de Hesnor Rivera. Lo cual me obligó, como narrador, a crear un mundo postizo —como él mismo—, una realidad desconectada del sentido común, para que el personaje pueda moverse a sus anchas, y porque, a la vez, la vida del narrador se va pareciendo cada vez más a la de su personaje, en un curioso proceso de fusión y/o «hesnorización» que hace de ambos universos —el del narrador y el personaje— de una extravagancia muy maracucha y liliputiense, absurdamente autárquica y caricaturesca.

Tengo la sospecha de que he escrito un ensayo que parece una novela, o quizás, una novela que se la da de ensayo, pero estas imprecisiones territoriales ayudan a pintar mejor a un individuo tan extraño y exótico como el poeta Hesnor Rivera.

Ya lo dijo Luis Barrera Linares: es el personaje resaltante de esta historia, «cuyos linderos narrativos oscilan entre la biografía imaginaria y la realidad de la ficción». Estas palabras del Profe Luis dan una buena pista de lo que hay en este libro tan raro.

Y, por supuesto, en esta deriva funeraria, como en las anteriores, hay mucho de zapping literario, cosa que me divierte demasiado.

Nota
(1) Leído en la Biblioteca Pública del Estado Zulia, el 29 de octubre de 2010, durante la presentación de Cadáver exquisito, novela de Norberto José Olivar, publicada por Alfaguara (2010).

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Cadáver exquisto
Norberto José Olivar
Alfaguara, 2010.
189 páginas



 

1 comentario:

  1. Excelente escritor, considero y no exagero que es o será el mejor novelista Latinoamericano en su género de ficción-misterio. Es una exquisitez leer a Olivar.

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