Para un lector más astuto que yo

Janina Suárez Pinzón
Ecuador, Septiembre de 2010

Tras una indagación online entré en contexto con El discurso vacío y los rasgos autobiográficos, o autoficticios, que Jorge Mario Varlotta Levrero (Montevideo, Uruguay 1940-2004) revela en esta novela (diario íntimo, si cabe clasificarlo por género). A medida que iba descubrimiento sus palabras fui empatizándome con su «realismo introspectivo» y su visión de que a través de la escritura se apreciara la realidad (no la exterior), y que la escritura salvará al espíritu puesto que aquél que se entrega a una actividad material se convierte en un canalla. Para Mario Levrero el auténtico escritor es quien escribe por necesidad de escribir, quien investiga alguna idea hasta que resulte en literatura.


La empatía se tornó simpatía, acepte crédulamente que el autor-narrador dijo sólo la verdad puesto que es él mismo quien narra sus experiencias y vivencias. Su texto es irrefutable como todo pacto autobiográfico (noción de Philippe Lejeune que refiere, por un lado, que el escritor/narrador será el mismo cada vez que se enuncia como el Yo; y, por otro, el lector ha pactado creer en la identidad propuesta en el texto). Aunque en estos tiempos modernos el acercamiento o distanciamiento con el escritor es variable. Cuando avanzaba en la lectura de El discurso vacío, tuve altibajos de atención. Por unos momentos parecía una fórmula que, previo al cierre de las páginas del diario, toda acción quedará en stand by por la presencia de la esposa del narrador.

En todo caso creí en la escurridiza memoria de Levrero, en su testimonio, en sus revelaciones y omisiones, más aún cuando el autor-narrador me previno que la novela que tuve en mis manos es fiel a los originales, excepto por pequeñas operaciones quirúrgicas dadas en el momento de la corrección. «Es un relato casi simultáneo con los hechos vividos que no tienen una sola palabra de invención».

No debía dar cabida a cuestionamientos, aunque ciertamente rondaba por mi cabeza si es que el autor-narrador sabría todo lo que quiere decir, y diría todo lo que recuerda, o cuánto de ficción hubo en su relato o qué enmascaró el yo de su texto. A continuación les contaré cómo organizó su novela Levrero, publicada en el 2006.

Se trata de una selección arbitraria de episodios de la vida del escritor, ocurridos entre el 22 de diciembre de 1989 y el 22 de septiembre de 1991. Aunque especificar las fechas no da garantía de una cronología de la inspiración, como ejemplo está el epílogo en el que se plantean dos fechas finales: noviembre de 1991 y mayo de 1993. En una de ellas, quizá el discurso tomó otra forma, se mejoró la continuidad.

El propósito de Levrero es encontrar la alquimia, la verdad, para ello intercaló un grupo de textos caligráficos ordenados cronológicamente, llamados Ejercicios, y un texto literario titulado El discurso vacío. 

El primero detalla la puesta en marcha de una autoterapia grafológica con la pretensión de lograr cambios en la conducta y el nivel psíquico. Dependiendo del esmero con el que el autor-narrador realizará los trazos de las letras, mejoraría su actitud y combatiría la dispersión. Ejercicios da cuenta del proceso fallido para cumplir los objetivos autoimpuestos por el autor-narrador, en su afán de hacer más legible la escritura manual y con ello, de alguna manera, ir centrando su yo. Él confiesa que la terapia no frena ni el pensamiento ni los significados, mucho menos las relaciones de ideas y de imágenes.

«Tengo plena conciencia de que estos ejercicios caligráficos han ido derivando en ejercicios narrativos; hay un discurso –un estilo, una forma, más que un pensamiento– que se impone ansiosamente a mi voluntad».

Simultáneamente, las partes de El discurso corresponden a la misión del autor-narrador por develar el fluir de contenidos que se enmascaran de vacío, de trivialidad, de falsedad. Existe una necesidad para escribir una idea que gira en torno a lo que sueña, pero como los sueños son un collage de imágenes, se los debe estructurar coherentemente dentro de la historia autobiográfica para que tomen sentido; ése es el procedimiento del escritor para que se equilibre y articule la diversidad que se le ha revelado.

El discurso se construye de fragmentos psicóticos del autor-narrador que entremezcla las irrupciones de su esposa Alicia, su hijo Juan Ignacio y su perro Pongo, a quienes dedicó la obra; a su vez que informa el porqué cuando niño tuvo que «vivir en la mente», debido a la prescripción médica por el soplo al corazón que padecía; asimismo, su telepatía, sus desplazamientos entre Colonia y Buenos Aires, sus trabajos eventuales como crucigramista, profesor de talleres literarios y colaborador de revistas; un narrador que se desdobla en su improductividad por falta de alicientes o motivaciones; que discute su identidad y su cuerpo. Su intimidad…

«En mi literatura no hay búsqueda de claves, sino de imágenes y situaciones; después —no como autor, sino como lector—, y a veces mucho después de escrito un texto, puedo tratar de interpretarlo con claves junguianas o freudianas o de mi propia cosecha para ver si puedo mejorar personalmente en algo; pero nunca en el acto de escribir, que debe ser lo más libre posible, aunque últimamente, que escribo a nivel más superficial, puedo jugar con interpretaciones simultáneas en el propio texto».

Sé que Levrero me ofrece una escritura honesta de su mundo onírico, sin sofisterías. Seguí sus líneas confianzudamente. Me convenció lo cotidiano de su narración. Su relato me estimuló a perderme en otros de sus escritos, tratando de empaparme de más frases suyas, de más pautas sobre lo que él descubrió. Sentí fuerzas para despertar y avivar mi seso, muchas veces sospecho que vivo en un trance y que mi aislamiento es infructuoso y que me doblega la pereza, el baile y el ocio. Se me complica cultivar mi paciencia y dar con los recovecos para recordar las imágenes no las palabras. Me repito que la verdad se recibe de uno mismo, de investigar el inconsciente como lo leí en Proust: lo que muestra cada autor en sus obras («Conclusiones») no responderá a las inquietudes del ávido lector, sólo excitará sus deseos («Incitaciones»). Sin embargo, no soy conformista; quiero aventurar, buscar una voz propia y personal, aun cuando fuera difícil de resistir a la tentación de aplicar fórmulas. Tomaré al tiempo por las astas para trascender a los disimulos... Ahora que he palpado el mundo del texto en el texto de Levrero, me doy cuenta de las posibilidades abiertas para relacionar lo que el autor-narrador imaginó con mi mundo real.

¿Es posible escribir sin artificios literarios? ¿Mario Levrero encontró la verdad sobre sí? ¿Acaso las vivencias del autor-narrador no lo engañan puesto que al cristalizarse terminarían desnaturalizándose en el relato? Recuerdo que al respecto del acto de creación, Levrero dijo: «sería aquél en que un contenido (que tiene en sí mismo una estructura estética) es vertido desde una zona inconsciente del ser hacia la consciencia (…) que se completa con la intervención del yo consciente al transcribirlo sobre un soporte material». Tal intervención implica permitirle a las imágenes que generen asociaciones para comprender el «mensaje del inconsciente».
Siguiendo el ejemplo levreriano la literatura no implicaría una disciplina diaria o un hábito frente a la hoja en blanco para explayarse con mucha atención en el texto que va surgiendo, en los contenidos y coherencia del discurso. Tampoco se trataría de escribir por placer dominado por la retórica y los sentimientos sino que «es necesario un estímulo a dos puntas: la necesidad de sacar algo a la luz, y la necesidad de comunicarlo a alguien».

Qué beneficio tiene para Levrero exponerme vivencias reales, destapar el ámbito privado y romper la máscara. El discurso vacío es un compilado de enseñanzas que no puede ser pasado por alto si se anhela ser auténtico. Quizá existe un poco de afán «evangelizador» útil para todo iniciado en las letras o para despabilar a aquellos escritores que no se sientan completos. Como si se tratara de un taller literario que dirige Levrero, se induce a aprovechar las irrupciones, las triviales pulsiones y hasta los sueños, dejando que la percepción varíe, que aparezca la inspiración y se dé paso a la comunicación («lo que no pienso, no lo vivo».)


Referencias
  • Cuestionario inédito a Mario Levrero. El País. Septiembre 2004 www.librosademanda.com/ldalocal/ac/104/
  • González, Marina (1999). «La metanarración en la autobiografía». Revista Signos. www.scielo.cl/scielo.php?pid=S0718-09341999000100002&script=sci_arttext
  • Levrero, Mario (2006). El discurso vacío. Editorial Interzona.
  • Paniagua, Pablo (2007). «¿Qué es la literatura fractal?» Junio 2007 http://historiasbrevisimas.com.ar/tiki-index.php?page=LITERATURA+FRACTAL
  • Revista La Idea Fija. Año 1. Número 2. Septiembre 2000. Sección Saurio: Espacios Libres. www.laideafija.com.ar/especiales/levrero/report.html
  • Revista Posdata. Número 176. Enero 1998. prairial.free.fr/masliah/masliah.php?lien=levmasesp
  • Textos de El portero y yo. http://avionesdesplumados.blogspot.com/2008/07/mario-levrero_16.html

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