La musa de Udón

Norberto José Olivar
Para Fedosy Santaella

Me gustaría decir que todo empezó por un número equivocado, que el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz del otro lado preguntó por alguien que no era yo, ojalá este equívoco tan austeriano y policiaco hubiese sido el chispazo de esta historia, pero confieso, fue un empiece prosaico e insustancial, lejos de esos arranques glamorosos, en blanco y negro, de las canónicas narrativas detectivescas:

La noche del 25 de agosto del año 2009, siete hombres subieron al segundo piso del Liceo Udón Pérez, patearon la puerta de la biblioteca y lanzaron a una mujer de bronce de más de 120 kilos. La caída, véase en cámara lenta, estalló los vidrios de uno de los ventanales y desportilló los azulejos del patio al incrustarse como un meteorito tras el cinematográfico desplome.

El director del liceo declaró a los periodistas que la policía intervino la red de chatarreros y fundiciones del estado sin ningún resultado. De modo que la pieza de bronce debe estar en manos de sus plagiarios, aún, a la espera del momento adecuado para su lucrativo desmembramiento.
 

Estamos ofreciendo mil bolívares de recompensa, notificó el señor director del liceo, a quien suministre información del paradero de la musa. Hay que recuperarla pronto, su valor histórico es incalculable, íbamos a renovar el monumento completo del poeta Udón Pérez para conmemorar los 100 años de la composición del Himno del Zulia, pero sin ella será imposible…
 

El monumento consistía en cuatro piezas de bronce de gran formato: el poeta, un cóndor, una lira y la musa.
 

En un reportaje de Moisés Arévalo, para Panorama, explicaba citando al Presidente de la Junta Pro Restauración del Monumento del Insigne Vate de Todos los Tiempos, el contenido simbólico de la obra: «el poeta estaba sentado sobre el pedestal de mármol que representa al monte Olimpo, se lo ve pensativo, con la mano en el mentón. A sus pies, la musa que viene a inspirarlo y a llevarse los poemas ya escritos para deleitar a los dioses, pero no consigue al bardo, y en su angustia rompe las cuerdas de la lira y pide al cóndor que vaya al cielo en su busca, pero el poeta está tan alto, tan embutido en la gloria parnasiana, que el ave no puede alcanzarle…».



El robo de la musa avivó mi fascinación por los enigmas y no me pienso monsieur Dupin tras los misterios de la calle Morgue, pero la literatura es la búsqueda del sentido, lo que supone el deseo de una explicación sensata ante lo incomprensible, que es la esencia del relato policial desde Poe hasta Ellroy.
 

Recuerdo que Bolaño dijo que le habría encantado ser detective de homicidios, pero un escritor es en cierta manera un detective. Esta idea la llevé al extremo, no hace tanto, al matricularme en el Instituto de Policía Científica de la avenida Vargas; no se dejen deslumbrar por el rimbombante nombre, se trataba del claustrofóbico gabinete de un estrafalario abogado que mal dictaba un cursillo de pretendida capacitación detectivesca para fungir, diploma en mano, de mandaderos de leguleyos. Fue divertido a pesar de la rabietas de mi mujer que no aceptaba que me gastara un buen dinero en una escolaridad tan disparatada e inservible. Y como quien compra una pistola y anda ansioso de su primer tiro, yo vi en el escándalo de la musa la posibilidad soñada de mi primigenio caso como sabueso privado.

Si el relato policial o la literatura es la búsqueda del sentido, digamos ahora, del sentido común, puede que su estructura venga de este carácter ontológico y no de una fórmula prestablecida; lo que intento es liberarlo de recetas escriturales, es decir, aquello de que el enigma se presenta en el umbral del texto para ir resolviéndolo, deductivamente, en la andadura del discurso. Yo mismo he aplicado la susodicha estrategia en esta relatoría —en apariencia—, pero bien podría haber mostrado al criminal desde la primera página y dedicarme en lo sucesivo a indagar en sus motivaciones, esto supondría un texto más profundo y oscuro.

El problema del caso de la musa es que no se capturó a los pillos que perpetraron el bellaco acto y con esto desarmo o quito de un porrazo lo que podría suponer el interés por esta historia; véome forzando al lector a disfrutar el relato en sí por la sola razón del estilo y ya no por el acertijo inaugural tan fraudulentamente presentado.


Llegué al despacho del señor director del Liceo Udón Pérez y me presenté como profesor de la universidad, no como investigador privado, una súbita erupción de vergüenza me lo impidió, pero manifesté mi deseo de ayudar en la búsqueda de la preciada obra.


Don Jacobo Vílchez, así se llamaba el señor director —obviemos locación y aspecto físico del referido—, por comenzar su intervención ante mi abordaje tan inusual, se dio a decir, no muy seguro, que la estatua de Udón Pérez llegó al liceo a mediado de los sesenta, pero hubo montones de inconvenientes para armar el monumento completo, apenas se logró montar al poeta sobre su zócalo. La desdichada musa, el cóndor y la lira han deambulado, desde entonces, por todos los despachos y depósitos del edificio.
 

¿Y a qué debemos su interés en el asunto?, preguntó con verdadera curiosidad.

Adriano González León propuso una vez que devolvieran el monumento a la avenida Bella Vista, pero entendimos luego que el liceo había digerido la imagen de esa estatua; insistir habría sido una necedad. La ciudad había cambiado y desde aquellos lejanos días me siento ligado a la suerte de esa figura, expliqué.
 

La estatua la quitaron de Bella Vista porque los bardos achispados que salían del American bar y del Pampero se llegaban a mear y gritar insolencias a Udón y a su musa. Era un espectáculo bochornoso, relató don Jacobo divertido a sus anchas.
 

De eso quería hablarle, dije resquemoroso, ¿no ha pensado que el móvil del robo de la musa sea estrictamente literario?
 

¿Cómo así?, ripostó don Jacobo atragantado con un despreciable café de termo.
 

El móvil de la fundición no prospera, pese a su factibilidad indiscutible, dije con miedo a verme como un loco. Tengo la sospecha de que es una venganza literaria.
 

¿Una venganza literaria?, silabeó pensativo don Jacobo, eso sí que es un móvil posmoderno, añadió con el ceño fruncido, tamborileando sobre la tabla del escritorio.
 

Cuando lo dije no tenía nada claro, era una yerma sospecha, un vulgar pálpito, pero don Jacobo pedía urgido que ahondara en la escabrosa hipótesis.
 

Acordamos una semana para buscar pistas o referencias que pudieran alentar mi presunción, eso sí, advertí, no lo participe a la policía. Vendré a exponer los avances y veremos a dónde llega esta teoría conspirativa, concluí la conversa más confiado. Si al principio no me vendí como investigador privado, de facto quedaba contratado, ad honorem, y don Jacobo Vílchez se constituía en mi primer cliente.
 

Nótese que voy contando los eventos como van sucediéndose; sin ocultar ni omitir. La búsqueda es la esencia de lo policíaco, al margen del desorden narrativo y de la oscuridad que pueda dominar el camino.
 

Traigo esto a colación porque el canon dice que «el relato policiaco exige al escritor, además de dominio técnico, un ordenamiento riguroso de la trama: debe crear hechos y vincularlos con lógica interior». ¿Cuántas veces la realidad escapa a esta fórmula?, ¿o parece escapar? Tengo la impresión de que obstinarse en establecer esta estricta racionalidad al relato puede atentar contra lo más importante: su credibilidad. Insisto: obcecarse en tales esclarecimientos no es más que ceder, mansamente, ante la humana ilusión de que todo tiene una explicación satisfactoria, lejos de las gamas grises y lo irresoluble; la confusa línea que separa el bien del mal, lo real de la ficción, lo verdadero de lo falso, es la misma línea que demarca y estigmatiza a la historia. Insisto: esta obsesión en la lógica proposicional del argumento puede abalearlo en el rebote. Es probable que esto que voy a deciros, de seguido, suene a herejía medieval, quizás sea una demostración categórica de mi ignorancia, pero no sería honesto si la evadiera: Los crímenes de la rue Morgue es, tal vez, el paradigma del relato detectivesco por excelencia. Los diálogos entre el narrador y monsieur Dupin son formidables y sostienen la trama, pero la revelación o esclarecimiento del enigma se me antoja truculenta y atomiza los esfuerzos analíticos que se venían entretejiendo, mal para el relato que lo reduce a un pedestre folletín, bien para el lector de a pie, que se ve boquiabierto y anulado en sus inducidas y ciegas elucubraciones. Lo dejó dicho Daniel Devoto: «el género policial vive de la constante sorpresa y de la explotación de lo imprevisto»
 

Pienso en Born diciendo a Walker que «se sorprendería del instrumento tan eficaz que puede ser el teléfono» porque bastó una llamada al doctor Cósimo Mandrillo, solvente udonpereista, para dar sentido a la excéntrica sospecha.
 

El doctor Mandrillo llegó peripuesto y puntual a la fuente de soda Irama, me saludó de buena gana y en una nano fracción de segundo estábamos entrando en materia: Es una idea extravagante, pero no disparatada, dijo trasegando café a sus entrañas con visible regusto, sin embargo, puede que nos dé por forzar la realidad para que su presunción pueda ser demostrada, lo que no significa que sea cierta, ¿cuántos condenados hay, abrumados por pruebas acusatorias y son inocentes? Por suerte, para ambos, estos crímenes literarios no son tan dramáticos. Sepa que he pensado mucho en lo que dijo y sólo se me ocurren dos sospechosos: los poetas Ildefonso Vázquez y Hesnor Rivera.
 

¡Pero ambos están muertos!, dije sin ocultar mi desconcierto.
 

Le expongo la versión corta, continuó el doctor Mandrillo impertérrito, alisando su barba de candado: Ildefonso Vázquez había considerado un compromiso con su maestro, José Ramón Yepes, la composición de un poema épico de largo aliento sobre la fundación de Maracaibo. Yepes dejó un plan de trabajo, pero su muerte truncó la ejecución. Vázquez sintió que no iba a concretarlo tampoco, así que en 1908 pidió a Udón Pérez que se encargara del proyecto, pero Udón lo rechazó de malas maneras y Vázquez se enfureció y empezaron a insultarse por la prensa sin ningún pudor. Se cuenta que Vázquez, muy anciano ya, fue hasta la casa de Udón Pérez con la intención de hacer las paces y olvidar el asunto, pero Udón ni siquiera salió a recibirlo y esto se corrió en toda Maracaibo. Por esos mismos días se rumoraba la existencia de una supuesta hermandad que llamaban, Sociedad Secreta Vázquez, sus miembros vestían de negro, anticlericales, ateos, llevaban pelo largo, idolatraban a Comte, a Darwin y a Kardec, no medían con la morfina y el alcohol y practicaban la ciencia del espiritismo, eso era lo que los unía a Vázquez que, se sabe, era un acreditado médium y el pretendido tutor de la cofradía.
 

¿Y juraron vengarse de la afrenta hecha a su maestro?, interrumpí.
 

¡Exacto!, dijo el doctor Mandrillo satisfecho de mi perogrullada.
 

¡Toda esa gente está más que muerta, doctor!
 

Claro, dijo sin dejar de sonreír, lo que usted no sabe es que hace cuestión de un año la profesora Alicia Montero me aseguró que esa sociedad seguía existiendo. La mayor parte de sus integrantes, entiendo, son profesores universitarios, incluso, algunos ex rectores. La noticia me pareció curiosa, pero la había olvidado por completo hasta que usted me pidió un discurso probatorio para su hipótesis. Por supuesto, no pienso seguir a estos fantasmas en la Escuela de Letras, eso se lo dejo a usted, pero le aseguro que no va a conseguir absolutamente nada.
 

Supongo que no hay manera de dar con ellos, y si la hubiera podría costar cualquier cantidad de tiempo, aún así, la dificultad de probar su culpabilidad, y no creo que mi cliente tenga tanta paciencia, inquirí frente al doctor, imitando a Humphrey Bogart haciendo de Philip Marlowe, en una de las escenas de The big sleep.
 

Esta ciudad tiene sus secretos, añadió el doctor Mandrillo con un dejo de ironía.
 

Reparo ahora en una de las consecuencias históricas que promovió al relato policial: la consolidación de las ciudades, vistas como depósitos modernos de la inmundicia humana, y no puedo eludir la mítica destrucción de Sodoma y Gomorra, pioneras urbanas que simbolizan, como ninguna, esta condición maligna de la urbe en la mentalidad maniquea y haragana del ser humano y en la poco fiable crónica judaica del pentateuco. Sin embargo, acoto un dato curioso en lo personal, si he dado la impresión, en mis trabajos, de coqueteos o abordajes con el género policial, aclaro, se debe a circunstancias involuntarias. En mi deseo de hacer narrativa histórica de la ciudad, que ha sido el planteo original de mi proyecto literario, por mera concomitancia he ido a parar en los dominios de Poe, Conan Doyle, Agatha Christie, Raymond Chandler y tantos otros, lo que supone una sola conclusión: la traza criminal de la ciudad es insoslayable y parte sustantiva de su condición.
 

¿Seguimos con Hesnor Rivera?, preguntó el doctor Mandrillo al verme alelado.
 

Adelante, dije aterrizando de los devaneos teoréticos.
 

Lo de Hesnor es pura sinvergüencería, dijo sin evitar una sonrisa cómplice. Tenía la mala costumbre, al final de sus tirolesas ingestas con el poeta César David Rincón, de ir a descargar su vejiga sobre la musa de Udón allí en la redomita de Bella Vista con 5 de Julio. Y es de dominio histórico la aversión de Hesnor por este vate, ¿quién no recuerda la quema pública que hizo de los libros de Udón Pérez en plena Plaza Bolívar? Hesnor siempre dijo que había que matar a Udón, sabemos que a un muerto sólo se puede matar en sentido figurado, ¿pero no cree que el robo de la musa es una forma de acometerlo? Mire, lo de Hesnor contra Udón era enfermizo. En 1961 sucedió una cosa muy extraña que sigue sin aclararse. Y hablando de sociedades secretas, se dice que Hesnor pertenecía a la Liga Cervantes, una especie de adoradores fanáticos del Quijote que se reunían (o reúnen porque aún existe, aseveran) cada cuatro o cinco años en algún rincón del mundo a leer a El ingenioso hidalgo y, esto es lo más inaudito, a exterminar monumentos de escritores mediocres o a profanar sus tumbas y hacer desaparecer sus restos definitivamente. Le repito, en marzo de 1961, llegó a Maracaibo, de incógnito, William Faulkner, así como lo oye. Para la época era el presidente de esa Liga y venía a petición de Hesnor, a evaluar la posibilidad de realizar el encuentro secreto en las afueras de la ciudad. Y la estatua elegida fue la de Udón Pérez. La reunión se pautó en la hacienda de un alto dirigente de Acción Democrática, amigo de Hesnor, y los escritores llegarían en dos tandas acordadas con la Pan Am y camuflados, en los registros, como ingenieros petroleros de la Royal Dutch Shell de Venezuela.

»El último día de la clandestina visita evaluadora de Faulkner fue un auténtico desastre. A Hesnor se le antojó llevarlo a comer al Hotel del Lago y acabó reconocido por un admirador de origen ruso, un tal Projarov, según relatan. No pudieron almorzar, Hesnor decidió ir a su casa y cocinar él mismo, pero el rumor se desató y llegó hasta los reporteros del Diario de Occidente que de inmediato emprendieron la persecución. Empezaron por los hoteles y no encontraron nada, pensándolo bien, supusieron, debe estar alojado en una residencia particular, lo más natural sería en la del cónsul Lewis o sus relacionados, pero cómo saber, y en el aeropuerto no se había apuntado ningún pasaporte con el nombre de William Faulkner. La cosa se ponía difícil a menos que consiguieran un informante, pero quién iba a prestar atención a un escritor en una ciudad en la que nadie lee más que titulares de periódicos. En esos días la gente sólo hablaba del regreso de Yuri Gagarin del espacio sideral, y de la verificación que hizo el cosmonauta de la redondez del planeta; o de los cadáveres que flotaron del naufragio del remolcador Capitán Chico en el lago; o del juicio a Adolfo Eichmann… En horas de la tarde se aseguró que estaba en el Teatro Baralt escuchando La rosa de Azafrán, de la compañía Caballero; allá fueron a dar los reporteros, revisaron entre la platea y los balcones sin dar con el escurridizo autor.
 

»Hesnor, por supuesto, no supo lo que había provocado la presencia de Faulkner en el hotel hasta el día siguiente, y olvidado por completo de sus deberes editoriales en Panorama, encargados a su amigo Adalberto Toledo, se dedicó a comer y a beber con el norteamericano y con César David Rincón que se incorporó animoso al improvisado festín.
 

»A media noche, esto lo contaba muerto de risa César David Rincón, fueron hasta la redoma de Bella Vista, al monumento de Udón Pérez, y los tres, uno junto al otro, en peña de beodos, mearon durante largo rato, con chorros generosos y alcoholizados, la indefensa musa del poeta, y si no intentaron bañar a Udón fue porque estaba muy alto en su pedestal, haciendo gravitacionalmente imposible cualquier intento. Hasta allí todo habría sido perfecto, de no ser por una inoportuna patrulla que los sorprendió, in fraganti, en mitad de la descarga o haciendo aguas menores, dicho con decoro y corrección.
 

»El jefe de la policía reconoció a Hesnor, cómo olvidar ese porte de zambo galante y al gigantón blanquiñoso de César David Rincón. Los había visto repetidas veces en el Panorama, en la página cultural, pero al gringo, ni idea. El curioso trío no le daba buena espina, así que más por ahorrar molestias que en acato al protocolo, les dio el teléfono para que hicieran una llamada y precisar de qué iba aquella mala junta.
 

»Hesnor tuvo que pasar por la penuria de llamar a míster Donald Lewis, cónsul norteamericano acreditado en la ciudad, explicar lo que no quería, y el importunado diplomático hubo de llamar, sobreponiéndose a la vergüenza, al señor gobernador y éste, de inmediato, a su Secretario de Gobierno para que finalmente se ordenara, sin aclaratorias de por medio, ni dejando constancia en los procedimientos de ley, la liberación de este triunvirato maligno cogido en tan afrentosa práctica a la identidad local. No obstante, el gobernador exigió al cónsul, pensando que una visita de ese lustre beneficiaba su gestión, se oficializara la presencia de Faulkner. De modo que el flamante Premio Nobel fue sacado discretamente a Colombia, en jet privado, y puesto de vuelta al día siguiente en un vuelo comercial. Recibido, ahora sí, con la parafernalia debida, en el aeropuerto Grano de Oro y a vista de la prensa regional.
 

»Los reporteros describieron a Faulkner como un hombre delgado, de baja estatura, cabello blanco, bigote finamente recortado. Llegó de traje gris y corbata azul. Dijo que no era un escritor como otros que tratan de las personas sociales o económicas, sino que únicamente se interesa por describir al hombre en su condición humana e intemporal, que la pasión de estar vivo y la belleza es lo único que debe importar al artista.
 

¿Lee usted novelas policíacas?, interpeló el corresponsal de la revista Momento.
 

Leo a Simenon porque me recuerda a Chejov.
 

¿Y Raymond Chandler?, embistió uno del Diario de Occidente.
 

Sólo para escribir el guión del film de Howard Hawks. Fue un encargo, no soy amante del género. El grueso de las novelas negras se centra más en el engaño que en otra cosa, es entretenido, pero no trascendente.
 

¿Qué le pareció la actuación de Bogart?, añadió el enviado de El Nacional.
 

No imagino a nadie más como Marlowe.
 

Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el bien y el mal, interrogó, perspicaz, el de Panorama.
 

A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y el mal, pero lo hacía en estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando bregaba con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que estimula al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicar a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal, tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de ellos el derecho a soñar.
 

Le preguntaron también qué opinión tenía de la obra de Gallegos, y dijo, sonriente, que era un buen hombre.
 

»Los periódicos publicaron en primera plana que, en la noche, el notable literato fue agasajado en el Club Náutico por la Asociación Norteamericana del Zulia y por el gobernador Eloy Párraga Villamarín. Al día siguiente, aquí viene lo que le interesa —vea que la maldad puede tener paciencia bíblica—, Faulkner visitó el Liceo Udón Pérez. Fue recibido por la plantilla de profesores en pleno y flanqueado por la Novia del Liceo, la señorita Nivia Guerrero, que lo acompañó en un breve paseo por las instalaciones. Y en amena conversación con el director, no recuerdo su nombre, le recomendó solicitar a las autoridades de la ciudad el traslado del monumento del epónimo de la institución al edificio, es su lugar natural y evitarían los contantes agravios de los vagos y resentidos, dijo con severidad oracular el distinguido novelista. En adelante es historia conocida, pero la intención de Faulkner, según explicó a Hesnor, era que una vez trasladado el monumento a los espacios del liceo todo sería más fácil. Sabemos, por los hechos mismos, que Hesnor no pudo completar su vengativo proyecto, pero el asunto quedó como moción pendiente en las entrañas de la Liga Cervantes.
 

Eso está muy ensortijado, doctor, dije con verdadero desánimo; no me veía contando esa truculenta historia a don Jacobo Vílchez en su destartalado despacho de director.
 

Una cosa más, dijo el doctor Mandrillo con cierto desdén, parece que esta Sociedad Secreta Vázquez es, en realidad, la sucursal de la Liga Cervantes, y de acuerdo a los datos que obtuve, un importante escritor neoyorkino y actual presidente, un tal Paul Benjamín, estuvo en Maracaibo días antes del robo de la musa. Como ve, mi querido amigo, si uno empieza a remover piedras siempre salen alimañas por todas partes.
 

En un acopio, no lo niego, de cortesía y buenos modales, el señor director del Liceo Udón Pérez, escuchó con atención y sin reír ni una vez, mi alocada historia de conjuraciones literarias. Se limitaba a engullir su horripilante café de termo en el más adusto silencio y a asentir con la cabeza, más resignado que crédulo.
 

¿Eso es lo que ha averiguado en estos días?, preguntó don Jacobo Vílchez con una expresión facial indeterminada, sobándose la lustrosa calva, contenido.
 

Ya sé que es demasiado fantástico, pero la verdad puede ser muy extraña a veces…
¡Su explicación es una chanza!, explotó iracundo el señor director, con la cara moteada como un Apamate.
 

¿Por qué don Jacobo?, ¿qué diferencia habría con el orangután de Poe, por ejemplo?, respondí en tono desafiante.
 

¿De qué demonios está hablando?, tronó desconcertado, con ojos desorbitados.
 

No se preocupe, no es con usted, sino con la gente que está leyendo nuestra historia…
 

¡Ahora cualquier loco es profesor de la universidad!, ¡válgame dios!, dijo con la aorta inflamada y me invitó a desaparecer, supongo que tenía mejores cosas en qué pasar su magisterial tiempo.
 


* Leído en la Casa Bosett, Mérida, el 7 de mayo de 2010.

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