La mosca en la pared

Soledad y palabra en mujeres distantes

Adriana Morán Sarmiento

Periodista: -¿Teme a la muerte?
Edith Piaf: -Menos que a la soledad.
La vie en rose. 2008

Pareciera que Marguerite Duras y Jacqueline Goldberg no tuvieran mucho en común, salvo que ambas son mujeres escritoras. Pero, apelando a lo que refiere Piglia sobre el Borges lector de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius que tiene la libertad y “la disposición a leer según su interés y su necesidad”, me atrevo a jugar con estas dos escritoras desde mi imaginación.

Como en una casa de muñecas, a Duras la ubico en la cocina, con la copa de vino y el chal rojo para el frío; a Goldberg, bajo el sol en el jardín de las rosas, perdida en sus recuerdos de infancia. Debe existir más de una relación entre dos mujeres que escriben sobre la muerte y la soledad. Evidentemente, muchos son los escritores –quizás todos, no podría saberlo– que tratan estos temas, pero ellas conforman mi biblioteca personal, la que está al lado de mi cama, la que viaja en la maleta y disfruto releer en cualquier momento.

Duras (Saigón 1914 - Francia 1996), la señora cuya escritura sobrevivió a la guerra, al desamor y al alcohol. Goldberg (Maracaibo 1966), la poeta que se fue a la capital, una especie de merchandising de las letras zulianas, la que aún vive en la cárcel de cemento, entre el tráfico y caos citadino. Ambas con una obra impecable, narrativa y poesía que se entretejen para desnudar los pensamientos de las mujeres. Es difícil pensar en esta relación sin caer en códigos feministas, de esos que se empeñan en redimir a la mujer de todo mal que le aqueja, como si fuera un ser libre de culpas. Más bien, encuentro entre las líneas de estas dos escritoras las miserias de las mujeres más normales, que aman y odian. No son extraordinarias, son tan comunes como yo.

Una mujer sola, es capaz de decir y hacer cualquier cosa. Se regodea en su tristeza, se mira al espejo y se lamenta de su desgracia, pero utiliza esa situación como excusa para poder crear, reinventarse, yo diría, redescubrirse. A esto se subordina el hecho de sentirse, además de sola, envejecida. Al igual que la soledad, la vejez no es un asunto físico, sino espiritual. Sentir que las paredes son más blancas y la vida más gris; que los niños pueden enternecer de manera exagerada, sobre todo cuando no se ha tenido uno; que las historias que se cuentan, son como experiencias vividas que ya dejan de sorprender. Una mujer solitaria, si sabe reconocerse en ese letargo, sabe que tiene un mundo interior que va más allá de lo que se ve, de lo terrenal; y lo que aporta al grupo identitario que la rodea, no es perceptible a los ojos de aquellos que siguen una vida sin muchos vaivenes.

Ahora bien, si hablamos de una mujer solitaria, y además escritora, se suman una serie de adjetivos que enuncian lo que está por venir, mejor aún, lo que ya llegó. Un volcán explotó y su lava cayó sobre las páginas de la historia de la literatura. Una historia que –afortunadamente– ya no se escribe con nombres masculinos. Son personajes que se construyen desde las propias experiencias, esas, las más interesantes para esta reflexión.

Demasiadas ceremonias
Retomo el tema de la soledad y recurro a un poema de Oficios terrenales, en el que Goldberg se deleita en eso de sentirse sola. 

Me he vuelto ceremoniosa
han dejado de interesarme los ruidos
el silencio de los demás.
Prefiero una copa dando vueltas por mi casa
desayunar sin asuntos pendientes
regodearme en eso de ser absolutamente solitaria
absolutamente vieja después de todo.
Aunque no tenga andares suficientes
ni siquiera uñas cuarteadas
quizás en otro lado el ánimo se recupere.

Por lo pronto no aspiro a más rutina
que mi cama desecha y vuelta a armar
una cierta efusividad que conduzca a ventanales cerrados
al bocado de sal que me hostiga.
A mis dientes suplicando cepillo
al cabo de muchos días
muchos encierros
demasiadas ceremonias.

Blanchot dice que “la soledad de la obra –de la obra de arte, la obra literaria– nos descubre una soledad más esencial”, y es eso precisamente lo que se busca reflejar en estas líneas. La soledad que lleva a la escritura, que está en la escritura y que sobrevive a ella aún después de terminada la obra, si es que tiene un final. La soledad de la obra, como dice Blanchot, que excluye el aislamiento complaciente del individualismo e ignora la búsqueda de la diferencia.

María Zambrano subrayó ese acto de escribir como una manera de defender la soledad en que uno está; un acto que es producto de un aislamiento efectivo, pero comunicable, y es ahí donde se pone en juego el tema de comunicar a otros a través de la palabra escrita, lo que muchas veces nos cuesta con la palabra hablada. No se está solo porque se escribe, se escribe porque se está solo, y se justifica el propio acto de creación, tal como lo dice Zambrano: “es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar justificación”.

Cuando la pintora mexicana Frida Kahlo quedó inválida debido a un accidente, su vida quedó sumergida en una incertidumbre que le permitió crear la obra que la hizo famosa. En una de sus tantas cartas escribió “nunca pinté mis sueños, siempre pinté mi propia realidad”. Al igual que la obra pictórica, la obra literaria se aferra a estas afirmaciones para excusarse ante el mundo. Blanchot asegura que “escribir es hacerse eco de lo que no puede dejar de hablar”. A este planteamiento agrego una palabra que también resuena en los diarios de las solitarias: silencio, que nace cuando el autor desaparece de la obra, cuando la deja ir, terminada o no. Se trata de la decisión de hacerlo, la autoridad del propio silencio a la que el autor hace referencia.

Las palabras de Blanchot resuenan en mi mente como un mensaje divino: “Vuelvo sensible, por mi mediación silenciosa, la afirmación ininterrumpida, el murmullo gigantesco sobre el cual, abriéndose, el lenguaje se hace imagen, se hace imaginario, profundidad hablante, indistinta, plenitud que es vacío”. Goldberg juega con ese silencio cuando asegura que han dejado de interesarle ciertas cosas que son habituales al hombre, y prefiere esconderse en su espacio, conocido, sin temor a la invasión, donde puede reinventarse cada mañana, en muchos encierros / demasiadas ceremonias.

La locura también es la muerte
“Como escritora, desde hace mucho estoy muerta. Muerta por juicio”. Con esta afirmación Jacqueline Goldberg comienza su proemio de Una sal donde estoy de pie. Se trata de la construcción de la mujer sufrida, melancólica que anticipa su muerte, como un secreto. “Hay secretos que requieren ser publicados y ellos son los que visitan al escritor aprovechando su soledad, un efectivo aislamiento que le hace tener sed”. Es como la muerte de la mosca en la cocina de Duras.

No puedo pensar en la muerte de una mosca, pero debe ser igual a esas noches en las que se está solo de verdad. Uno se desprende, vuela por la habitación, se vuelve a parar en el mismo pensamiento una y otra vez, y nuevamente intenta volar, al final ese vacío termina asfixiando, y no queda otra que rendirse. En algunos momentos, es mejor caer. Si alguien estuviera observando cómo me desvanezco y termino por cerrar mis alas, me sentiría invadida totalmente. Como si alguien mirara por una ventana, o por un hoyo en la pared, peor, como si alguien me mirara desde arriba como Duras observaba a la mosca, con toda la ventaja que implica mirar desde arriba. “Mi presencia hacía más atroz esa muerte”, dice la escritora mientras insiste en comparar ese letargo con la vida misma.

Cuando Marguerite Duras narra en nueve páginas de Escribir, la muerte de una mosca en la pared de su casa, no queda más que pensar en la soledad. No queda más que reírse de ese estado devastador que hace que una persona, en su sano juicio, o no, se siente a contemplar cómo muere una mosca grande, negra y azul. “En esa clase de derrape (…) en el que corremos el riesgo de incurrir”, se justifica.

Muchos pensarán que hay que estar loco para deleitarse viendo morir una mosca, o para escribir luego sobre ello, peor aún, para tomar ese pasaje de un libro y con ello; querer enfatizar la relación entre la escritura, la muerte y la soledad. Vuelvo a Duras cuando señala “Esa muerte de la mosca se convirtió en ese desplazamiento de la literatura. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca”. Es importante, el alegato de la autora sobre la importancia que da a este hecho: “La precisión de la hora de la muerte remite a la coexistencia con el hombre, con los pueblos colonizados, con la fabulosa masa de desconocidos del mundo, la gente sola, la de la sociedad universal. La vida está en todas partes. Desde la bacteria al elefante. Desde la tierra a los cielos divinos o ya muertos”. Quizás había enloquecido, posiblemente. Pero la locura es más válida aún para enfrentar los fantasmas. La muerte y la soledad son dos fantasmas, sencillamente. La locura es entonces la vía de escape. La locura fingida, la momentánea, la de una noche, la de un instante viendo una mosca morir.

Frida Kahlo dijo “yo quisiera poder hacer lo que me da la gana detrás de la cortina de la locura”. Habla del acto de crear, de lo que se puede forjar en ese estado en el que se permite jugar con todos los sentidos, en el que nadie se atreve a entrar. Al respecto Duras agrega: “La soledad siempre está acompañada por la locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente”.

Finalmente, me remito a la carta que escribe el personaje de Virginia Wolf en The Hours cuando, antes de morir, en una escena delicada en la que se mete al río y se deja llevar por la corriente, declara por última vez su locura. Son palabras a su amante que dibujan sutilmente lo antes mencionado: “Querido: tengo la certeza de que estoy enloqueciendo nuevamente. Creo que no podría pasar por otro momento tan terrible y esta vez no me recuperaré. Comienzo a escuchar voces. No puedo concentrarme. Entonces hago lo que parece ser mejor”.

Los fantasmas la perturban y ya no quiere vivir, así que agradece el amor que no puede corresponder: “Me has dado la mayor alegría posible. Has sido en todo sentido, todo lo que uno puede ser… Lo que quiero decir es que toda la felicidad de mi vida te la debo a ti. Has sido muy paciente conmigo e irremediablemente bueno. Todo se ha ido de mí. Excepto la certeza de tu bondad”.

“La locura también es la muerte”, dijo Duras.

Desde el mismo colchón
“Quizá demasiado pronto he llegado al filo de mí misma. Temprano, tal vez, para mirar hacia atrás sin que me atropelle el temor de convertirme en sal”. Goldberg regresa a su lamentación, a su vejez espiritual. No se arrepiente de lo vivido, pero lo carga a cuestas, y pesa. Lo deja claro hacia el final de Oficios terrenales, cuando escribe: 

terrenales oficios los míos
desnudarme
acariciar al otro
repetir las cosas que amo y detesto.

Es el conocimiento absoluto del espacio en que se está. La convicción de haber vivido lo que se debe, lo bueno y lo malo, con el agregado de poder convertirlo en poesía. Para esto se requiere de mucho silencio y soledad para conocerse. Blanchot dice que cuando el escritor alcanza la soledad absoluta, ésta se revela en la obra, cuando, para el escritor, escribir se vuelve interminable, lo incesante, no tiene dominio sobre lo que escribe, no tiene certeza de lo expresado. “Lo que se escribe entrega a quien debe escribir a un afirmación sobre la que no tiene autoridad, que es inconsciente, que no afirma nada, que no es el reposo, la dignidad del silencio, porque es lo que aún habla cuando todo ha sido dicho, lo que no precede a la palabra, porque más bien le impide ser palabra que comienza, porque le retira el derecho y el poder de interrumpirse”.

¿Cómo queda el escritor entonces ante esta aseveración de Blanchot? ¿Es que Goldberg no es dueña de sus palabras? ¿Duras no puede interpretarse a sí misma mientras describe la muerte de una mosca? Es algo que va más allá de la comprensión, quizás se trata de esa sensibilidad de la que, dicen, se valen los artistas. Para Blanchot escribir es “retirar el lenguaje del curso del mundo, despojarlo de lo que hace de él un poder por el cual, si hablo, es el mundo que se habla, es el día que se edifica por el trabajo, la acción y el tiempo”. Agrega, además, que cuando se escribe, el sujeto se hace partícipe de la afirmación de su soledad, entonces la fascinación juega un papel importante. Esa fascinación, bajo la cual se dispone el lenguaje, es lo que permite leer y releer las páginas de un libro, y lo que permite al escritor liberarse, después de todo. Otra vez Goldberg lo anuncia: 

lo peor es verse desde el mismo colchón
tener la frente borrada
ser un desaparecido
un inmigrante
un recomendado
un nadie sin respuesta.

Según Zambrano el hablar nos hace esclavos de lo que decimos, la escritura, al contrario, nos libera. La soledad sigue ahí, la pesadumbre de la muerte también, la locura, el silencio. Pero la escritura permite liberarse de la sensación de tener que vivir con eso cada día.



3 comentarios:

  1. oh... Siempre es un placer leerte. Aunque me dijiste que no escribías más nunca un libro, no te hagas caso.

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  2. Soledad...será siempre un refugio, inventado por gente sublime que requiere comprensión; y en ella comienza su vida, acompañada de sus mitos y de esa magia silenciosa que le pacifica y le acerca a sus orígenes. La soledad no es la muerte, ni la locura, ni la tristeza. La soledad es compañera eterna de quienes reconocen su propio ser, y lo entienden. Es tan bella que a veces fingimos estar solos, y casi no podemos.

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