La identidad en Venezuela

Roberto López Sánchez

La identidad en la Venezuela del siglo XIX
Cuando Venezuela se constituyó como república en 1830, una serie de elementos influían para que los pobladores de la nueva nación no se reconocieran a sí mismos como parte integrante de Venezuela.

En primer lugar hay que establecer claramente que el Proyecto Nacional de nuestros libertadores, y más específicamente el de Simón Bolívar, no se restringía a los estrechos límites de la Capitanía General de Venezuela. En los hechos, Bolívar constituyó la República de Colombia, que abarcaba el territorio de las que hoy son cuatro naciones latinoamericanas: Ecuador, Colombia, Panamá y Venezuela. Su concepto de patria iba mucho más allá de la misma Colombia; “para nosotros la patria es la América”, había dicho en la Carta de Jamaica.
 
El Libertador nunca descansó en su lucha independentista, e hizo esfuerzos prácticos por conformar una confederación de países hispanoamericanos al convocar el Congreso de Panamá en 1826. De todos son conocidos sus planes para invadir Cuba y Puerto Rico y terminar de destruir así el poderío colonial español en América. De acuerdo con lo anterior, la identidad nacional de nuestros libertadores, la patria por la cual ellos luchaban era toda la América Latina. No había un proyecto nacional específicamente venezolano durante la guerra de independencia. La derrota del proyecto bolivariano y el triunfo de los planes localistas de las oligarquías de Caracas y de Bogotá, permitieron la desmembración de la Gran Colombia y el surgimiento de Venezuela como república en 1830.

Un segundo elemento, no menos importante, también conspiraba para que en 1830 no pudiera hablarse de una identidad nacional venezolana. Las distintas provincias de la Capitanía General se habían conformado históricamente como regiones agroexportadoras relacionadas con una ciudad-puerto (como Maracaibo, Puerto Cabello, La Guaira, Cumaná y Angostura), que se comunicaban directamente con la metrópoli española a través de sus posesiones en el Caribe, sin que existiera mayor relación e interdependencia entre dichas provincias. Además la misma Capitanía General era de reciente conformación (1777), y no había transcurrido un tiempo histórico necesario como para que se construyera una identidad común en sus pobladores. Para los habitantes del oriente del país, así como para los de los Andes, el Zulia, o la Guayana, Venezuela no significaba patria, no existía un sentimiento de identidad que agrupara sus expectativas sociales, pues hasta ese momento, la sociedad colonial tenía en común principalmente elementos derivados de su relación con el Imperio Español (1), mas no elementos culturales nacidos de un intercambio intrarregional inexistente. Las constantes guerras civiles del siglo XIX se explican en parte por la disputa entre las élites de las distintas regiones por intentar hegemonizar la conducción política de la república; la guerra civil oriental, en 1834, es un buen ejemplo de ello. Igualmente las declaraciones de independencia y los intentos separatistas, que abundaron en ciudades como Maracaibo, se explican también en este contexto de disgregación regional de la nación venezolana.

Una tercera circunstancia operaba en los procesos de identidad de la población venezolana: la constitución de nuevas fuerzas sociales como actores decisivos en el proceso político nacional. Durante el período colonial, la mayoría de la población no tenía derechos, como los esclavos, o los tenía considerablemente restringidos, como los indígenas y los pardos. Estos tres grupos sumaban más del 80 % de la población venezolana a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Esta situación evidentemente generaba una limitación para el desarrollo de una identidad cultural hacia la sociedad colonial dominante; mal podían identificarse los esclavos, indios y pardos con un régimen que los excluía y los explotaba. Pero el descontento social acumulado durante más de trescientos años de expoliación colonial explotó simultáneamente con la crisis de la corona española y los pronunciamientos independentistas a partir de 1810, aunque en las décadas anteriores ya venía manifestándose ese protagonismo popular en la insurrección de los Comuneros (1781), en la insurrección de José Leonardo Chirinos (1795), y en las conspiraciones de Gual y España (1797) y de Francisco Javier Pirela (1799).

La guerra de independencia en nuestro territorio fue la más larga y la más sangrienta de todo el proceso emancipador latinoamericano. Más de una década de lucha agotó a la fracción mantuana dirigente del proceso, y diversas circunstancias obligaron a la oligarquía criolla pro-independentista a incorporar a las filas patriotas a los pardos y los esclavos para poder derrotar a las fuerzas militares españolas. La guerra de independencia se manifestó inicialmente como una guerra social, en la que se enfrentaban los blancos ricos terratenientes, promotores de la independencia en 1810-1811, contra el ejército de esclavos y mestizos comandado por José Tomás Boves que si bien luchaba bajo las banderas del rey español, en la práctica libraba una guerra racial cuyo objetivo era exterminar a los blancos y su dominio político-económico sobre el territorio venezolano. Bolívar y el resto de patriotas sólo pudieron contrarrestar esa situación dándoles ellos mismos la libertad a los esclavos y decretando la igualdad de los ciudadanos ante la ley, con lo que se abolían las legislaciones que limitaban los derechos de los pardos en la anterior sociedad colonial. El ejército popular que de allí surgió permitió el encumbramiento de jefes militares que no eran mantuanos, como el mismo José Antonio Páez, y en muchos casos que eran mestizos, como Manuel Piar.

De la guerra de independencia surgió una sociedad más democrática, más igualitaria, en la cual la élite dominante se había ampliado con la incorporación de los caudillos militares que ahora tenían grandes posesiones territoriales y eran además los jefes fundamentales de la estructura política del país. La población mestiza y esclava había tenido por primera vez en la historia una participación significativa en los procesos sociopolíticos, y aspiraba a que sus anhelos igualitarios fueran refrendados en la nueva sociedad independiente que comenzaba a erigirse. Como es sabido, esto no ocurrió, y la oligarquía criolla refrendó en 1830 la continuidad del régimen esclavista, y estableció un sistema político que limitaba los derechos de participación a la gran mayoría de la población no poseedora de bienes de fortuna. Esta situación generó a lo largo del siglo XIX republicano constantes confrontaciones sociales, expresadas en insurrecciones campesinas cuyo punto culminante fue la Guerra Federal, en 1859-1863. El triunfo del federalismo contribuyó aún más a fortalecer ese sentimiento igualitario del venezolano, y arraigar características sociopolíticas como la conformación popular del ejército. Aunque en términos económicos el triunfo del federalismo no introdujo cambios estructurales, sí logró ampliar nuevamente la integración de la élite dominante: los jefes de las montoneras federales fueron incorporados al grupo dirigente y hegemonizaron de hecho la conducción política del país hasta finales del siglo.

En lo político, Venezuela estuvo conducida durante el siglo XIX republicano por los generales de la independencia (Páez, Soublette, Monagas), en primer lugar, y por los generales de la federación (Falcón, Guzmán Blanco, Joaquín Crespo), en segundo término. (2). Pocos de ellos procedían del sector mantuano que constituía en 1810 la élite criolla dominante. El grupo social dominante tuvo que ampliar su integración para poder mantener la continuidad de las relaciones de producción coloniales: la esclavitud y el peonaje, vinculadas a la agroexportación bajo control ahora del comercio inglés fundamentalmente.

Esta élite dominante tenía la urgente necesidad de consolidar su poder mediante la promoción de un sentimiento de identidad nacional que unificara culturalmente a un territorio que como ya dijimos tenía un pasado y un presente de autonomía relativa como regiones agroexportadoras vinculadas directamente al mercado mundial. Por otra parte, había que formar esa identidad nacional en cierta forma contra natura: los elementos étnicos comunes a los venezolanos también nos unían con los colombianos, ecuatorianos, peruanos, bolivianos, mexicanos, etc. El idioma español, la religión católica, las costumbres heredadas de la España absolutista en su sincretismo colonial con la sociedad autóctona y la mezcla con la población africana esclavizada; el mismo proceso independentista iniciado simultáneamente, dirigido por individuos que se conocían entre sí y que en cierta forma actuaron de común acuerdo (como Bolívar y San Martín). Toda una cultura común en Hispanoamérica, de la cual había que forzar el nacimiento de una identidad específicamente venezolana.

El ariete de ese proceso de construcción de una identidad nacional fue la figura de Bolívar y la gesta independentista que él encabezó. Los mismos que habían expulsado a Bolívar del país y hecho fracasar su proyecto político de integración latinoamericana, lo trajeron de nuevo ya muerto, en 1842, para homenajearlo en el Panteón Nacional y construir en torno a él un culto que buscaba unificar los sentimientos de todos los venezolanos.

Pero este culto a Bolívar, a los libertadores y al proceso de independencia, desvirtuaba el objetivo real que ellos habían perseguido. Su lucha era presentada ahora como el proceso de independencia de Venezuela, obviando que para ellos la patria era toda la América Latina, y que su acción política específica intentó construir una macro-nación, una superpotencia latinoamericana que se enfrentara en igualdad de condiciones con las grandes potencias europeas y los Estados Unidos. En sentido estricto, es una falsedad histórica el afirmar que Bolívar es el padre de la patria venezolana, pues el no constituyó a Venezuela como república. La nación que Bolívar creó fue la República de Colombia, además que contribuyó a crear al Perú y a Bolivia. Bolívar y Urdaneta fueron presidentes de Colombia, Sucre fue presidente de Bolivia, Juan José Flores presidente de Ecuador. Para ellos la patria iba mucho más allá de nuestras actuales fronteras. Pero el culto bolivariano iniciado por Páez y continuado por los sucesivos gobernantes del país se fundó en un pretendido proyecto nacional venezolano que nunca estuvo en la mente de nuestros libertadores.

En este confuso contexto sociocultural y geopolítico se comenzó a conformar la identidad nacional venezolana. En todas las ciudades y pueblos del país se ratificó el culto al padre de la patria, con su respectiva Plaza Bolívar y su museo bolivariano. Se establecieron los llamados símbolos patrios: la bandera, el escudo y el himno nacional. Se encargó a Rafael María Baralt para que escribiera la primera Historia de Venezuela. Los artistas y literatos se ocuparon de difundir las gestas heroicas de los libertadores a través de pinturas, estatuas, novelas y poesías. Incluso se ocuparon de incluir algunas figuras representativas de las mayorías sociales, como Pedro Camejo (el “negro primero”), ocultando la realidad de que su aporte decisivo al triunfo militar independentista fue escamoteado luego de la guerra.

Pero el proceso de construcción de una identidad nacional se enfrentaba a la inexistencia de un verdadero Proyecto Nacional para el desarrollo independiente del país por parte de la élite dominante. El objetivo de nuestros gobernantes no fue nunca más allá del afán personal por alcanzar glorias eternas y fortunas inconmensurables. El control comercial de la agroexportación fue entregado en bandeja de plata a las Casas Comerciales inglesas, alemanas, francesas y norteamericanas, las cuales expoliaban sin misericordia a los agricultores, apoyándose en las leyes liberales aprobadas durante el período paecista. No se diseñó jamás un plan de desarrollo económico interno. Las políticas proteccionistas hacia la agricultura y promotoras de un eventual desarrollo industrial brillaron siempre por su ausencia. Venezuela se mantenía como un simple exportador de materias primas agrícolas, con una actividad productiva muy atrasada técnicamente, y con productos principales como el café y el cacao que no representaban una importancia relevante en el mercado mundial. La nuestra era una “economía de sobremesa”; lo que exportábamos era el “postre” de los restaurantes europeos y estadounidenses.

La ausencia de un verdadero proyecto de desarrollo para la nación, y la existencia de una elite dirigente subordinada al capital extranjero tanto en lo económico, como lo político y lo cultural, determinó que el proceso de construcción de la identidad nacional no tuviera un desarrollo pleno durante el siglo XIX, como de hecho tampoco lo tuvo en el siglo XX (3), pues las características mencionadas se mantuvieron sin variaciones de fondo. Por supuesto que en esta situación influían también todos los elementos de los que hablábamos al principio: la amplitud del concepto de nación o patria durante la guerra de independencia, y la posterior restricción del mismo a los límites de la Capitanía General; la profunda división social heredada de la sociedad colonial; y la disgregación regional del territorio venezolano.

La identidad nacional se promovió en la medida en que ésta servía a los intereses de la oligarquía dominante, como elemento de unificación cultural que facilitara su acción como grupo social hegemónico. Al mismo tiempo, la existencia del Estado venezolano como tal era un elemento que actuaba espontáneamente como creador de identidad: el gobierno centralizado (aún en la época del federalismo), la legislación común, el desarrollo de las vías de comunicación dentro del país, el intercambio comercial y la migración interna (que implicaba un intercambio cultural), todos ellos determinaban por su propia dinámica el afloramiento de un sentimiento nacional venezolano.

Petróleo e identidad en el siglo XX
Con el desarrollo de la industria petrolera en el país, a partir de la segunda década del siglo XX, se modificó toda la estructura socioeconómica venezolana. La nueva sociedad urbana, industrializada en algunos sectores, con relaciones de producción básicamente capitalistas, pero que mantuvo e incluso profundizó los lazos de dependencia para con el capital multinacional y las grandes potencias mundiales, desarrolló cambios culturales que aún hoy están en proceso de evolución. La débil identidad nacional se vio afectada por la penetración cultural anglosajona. Por una parte, a través de la presencia en nuestro territorio de las compañías petroleras extranjeras, las cuales en un inicio trasladaron al país cierta cantidad de personal, debido a las carencias nacionales de mano de obra tecnificada.

De igual forma, los productos industriales norteamericanos hicieron su entrada en el país, introduciendo la cultura consumista propia del capitalismo. La nueva sociedad de consumo generó un significativo cambio cultural, al crearse valores y necesidades ficticias, mediante la propaganda comercial y el “efecto demostración” de los nuevos productos y artefactos que invadían el mercado interno. El individualismo y la competencia tomaron posesión absoluta gracias a la influencia determinante de los nuevos medios de comunicación masiva: la prensa, la radio y la televisión.

La cultura norteamericana se convirtió en el siglo XX en el paradigma de gruesos sectores de la población venezolana, sin que los distintos gobiernos hayan hecho mayores esfuerzos para revertir esa situación. De esta forma, en la moderna sociedad venezolana la identidad nacional coexiste con mentalidades que valoran negativamente a nuestra cultura (4) y admiran a la sociedad norteamericana, cuyas expresiones concretas van desde los nombres propios que los padres les colocan a sus hijos (Jhonny, Jackeline, etc.), hasta los gustos musicales, las modas y las “grandes” aspiraciones individuales de cada quién (viajar a Miami, trabajar en USA, etc.).

Como plantean algunos autores, en lo cultural también se manifiesta la dependencia. Es decir, la dependencia económica y política que arrastramos desde la colonia tiene su expresión en la mentalidad de los venezolanos. Cardozo y Faletto consideran que “la situación de subdesarrollo nacional supone un modo de ser que a la vez depende de vinculaciones de subordinación al exterior y de reorientación al comportamiento social, político y económico en función de ‘intereses nacionales’... esto caracteriza a las sociedades subdesarrolladas no sólo desde el punto de vista económico, sino también desde la perspectiva del comportamiento y la estructuración de los grupos sociales” (Cardozo y Faletto, 1978: 29).

Por su parte Maritza Montero plantea que “la dependencia no es solamente un fenómeno económico y social, sino que además, y por ello mismo, es también un fenómeno psicosocial que afecta al individuo… al igual que hay economía dependientes, existe también, por consecuencia, una actitud dependiente que, al mismo tiempo que su producto, suministra los elementos que la mantienen” (Montero, 1991: 10).

Se puede decir entonces que el desarrollo cultural venezolano en el siglo XX ha estado signado por el mantenimiento de una subordinación hacia paradigmas foráneos. Esto va íntimamente ligado a la subordinación política e ideológica que nuestras elites han tenido con relación al capitalismo multinacional y las grandes potencias industrializadas, encabezadas por los Estados Unidos (Vilda, 1984: 15).

No obstante, en la Venezuela de las últimas décadas hemos visto la revitalización de legados culturales que permanecían aislados, como ha sucedido con la música y otros valores culturales afrovenezolanos de comunidades como las ubicadas en Barlovento y el Sur del Lago de Maracaibo. Igualmente la cultura de las etnias indígenas que aún sobreviven en el país se ha colocado en primera plana en tiempos recientes, llegando incluso dichas etnias a tener representación en la Asamblea Nacional Constituyente. La nueva Constitución Nacional reconoce el carácter multiétnico y pluricultural de la sociedad venezolana, estableciendo que los idiomas indígenas son de uso oficial para sus respectivas etnias, debiendo ser protegidos como patrimonio cultural de la nación.

El desarrollo de la identidad venezolana se ha fortalecido de esta forma, al reasumir aportes culturales que la sociedad tradicional se negaba a reconocerlos, o que en todo caso los aceptaba como elementos “negativos” de nuestra cultura (5). Actualmente se avanza a poner las cosas en su sitio, dejando claro las diferencias culturales que nos separan de las sociedades europeas y en general del llamado mundo occidental. La noción tradicional que entendía a la cultura como el desarrollo de las “bellas artes” ha sido ampliamente superada, y hoy día se valoran las diferentes expresiones nacionales, regionales y locales que configuran las diversas formas de identidad que caracterizan a nuestra sociedad.

El venezolano de hoy se identifica en la gaita zuliana, en el joropo llanero, en la música latina propia de las urbes caribeñas, en el liqui-liqui de una sociedad agraria que ya no domina, en los tambores afros de Bobures y Barlovento, en el culto de Maria Lionza y el Negro Felipe, en la arepa, el casabe y el pabellón criollo, en las ferias patronales de los distintos pueblos y ciudades del país, en nuestro igualitarismo social y el espíritu de solidaridad para con los necesitados, en el orgullo de tener el legado de nuestros libertadores. Pero también se desarrollan aquí expresiones latinoamericanas como la música mexicana y colombiana (rancheras y vallenatos), el bolero, la salsa y el merengue, además de manifestaciones religiosas de origen africano que se han fortalecido en el Caribe. Nuestra cultura nos recuerda constantemente que los lazos con los pueblos hermanos de América Latina son tan profundos que permiten hablar de una “etnicidad latinoamericana”, de una identidad cultural que va mas allá de las fronteras entre nuestros países.

Por otra parte, debemos establecer que el cambio social generado por el desarrollo petrolero permitió, en sentido positivo, que se ampliaran los derechos políticos y sociales, a través de la democracia burguesa, que se impuso luego de un período de transición, y del proceso general de modernización capitalista, que incluía la ampliación y masificación del sistema educativo. De igual manera se abrió para la mujer la posibilidad real de superar el secundario papel al que estaba relegada en la sociedad rural tradicional, al tener acceso a los estudios y al trabajo, y alcanzar la igualdad jurídica con el hombre.

La democracia política permitió la difusión masiva de corrientes ideológicas que hasta ese momento eran del consumo exclusivo de muy reducidas elites intelectuales, como el marxismo, la socialdemocracia y el socialcristianismo. En el campo educativo el crecimiento de la educación secundaria, normal y universitaria va a ser impresionante. Las universidades y el movimiento estudiantil que desde ellas actúa se convirtieron en factor fundamental de los acontecimientos políticos a partir de 1928 y hasta las últimas décadas del siglo. Por su parte el desarrollo de la investigación científica permitió el surgimiento de una historiografía más sólida en sus argumentos teóricos y documentales, superándose la visión histórica tradicional que restringía nuestro pasado a una sucesión de héroes y batallas. El problema está en que la difusión de estas nuevas perspectivas históricas no ha trascendido mayormente de los círculos intelectuales universitarios.

En general, el petróleo creó una nueva sociedad (6), urbana, industrial, con nuevas clases sociales como los obreros y la clase media profesional, y la relegación del campesinado y los terratenientes como grupos determinantes del proceso histórico venezolano. La relación población rural / población urbana pasa de un 71 / 29 % en 1936, a un 16 / 84 % en 1990 (OCEI, 1994: 20). En este proceso, surge y se consolida, a partir de 1958, un bloque social hegemónico integrado por la cúpula de los principales partidos políticos (AD y COPEI), el alto mando militar, la alta jerarquía eclesiástica, el gremio de los grandes empresarios criollos (Fedecámaras) y los dirigentes de la CTV. Este bloque dominante actúa en general como representante del capitalismo multinacional y de la alta burguesía criolla. Hoy podemos decir que dicho bloque hegemómico ya es cosa del pasado, y las aplastantes derrotas electorales sufridas por ellos en 1998 y 1999 significan que una nueva relación entre las clases se está conformando en el país.

El proceso de modernización no ha respondido a planes coherentes previamente establecidos, sino que ha sido producto de las necesidades parciales de los inversionistas foráneos y de la improvisación general que caracterizó a los gobiernos, fueran éstos democracias o dictaduras. Esta improvisación pareciera ser una fatalidad de nuestro proceso histórico. Como dijo Rómulo Gallegos, somos un pueblo que marcha borrando sus pasos (Gallegos, 1949: 77). Nuestra tradición consiste en romper con la tradición, sin saber a dónde vamos (Vethencourt, 1981: C-22). “Al paso que vamos nos llegarán a estorbar las mismas cenizas de Bolívar” (Briceño Iragorry, 1980: 606). En realidad el origen de la improvisación está en la subordinación de nuestras elites ante los poderes extranjeros, que son quienes han tomado siempre las decisiones fundamentales en cuanto a nuestro desarrollo económico, político y cultural. Las reflexiones de José Luis Alvarenga son bastante explicativas en cuanto a la pérdida de la memoria histórica que los venezolanos manifestamos al ejecutar la modernización del país: “Entre nosotros hay ausencia de conciencia histórica, de memoria del país nacional. Un sector importante de la población no sabe quién es su padre, sólo conoce a la madre. El conocimiento de la segunda generación, la de los abuelos, escasea, y hacia atrás el recuerdo no existe. Cuando se compara con la conciencia histórica individual, a nivel popular en los países desarrollados, el saldo es diferente. El europeo construye su árbol genealógico hasta donde puede, en todo caso hay interés porque es un valor el antepasado. Este hecho determina el orgullo nacional de conocer la historia del país y del pueblo donde ha nacido. Hay vocación espontánea de tradición oral y escrita” (Alvarenga, 1982: 4-1).

Esa vocación histórica de otros pueblos no la tenemos en Venezuela. La ignorancia sobre nuestro pasado se extiende incluso a sectores universitarios. En todo esto ha influido la débil labor que desde el Estado se realiza en el sistema educativo formal y en los medios de información masivos. No hay ni siquiera una tradición lectora en nuestro pueblo, lo que se ha agudizado en tiempos recientes con la crisis económica, pues el precio de los libros sólo es accesible a sectores de clase media en adelante. En muchos casos, las telenovelas y las miniseries gringas son las que moldean el patrón cultural de nuestra juventud. La cultura de las computadoras personales ha introducido otro elemento que atenta contra nuestra identidad, pues las mismas se basan en el inglés como idioma, además de que los paquetes de “enciclopedias” y el internet difunden mayoritariamente elementos propios de la cultura de los grandes países industrializados. Aunque se debe reconocer que estos adelantos, bien utilizados, pueden favorecer nuestro desarrollo cultural.

La cultura venezolana actual espera por las reflexiones globalizadoras acerca de nuestro legado histórico, para nutrir las decisiones y consensos sobre los programas de acción hacia el futuro (Vilda, 1984: 36). La identidad que establece un pueblo con su herencia cultural e histórica puede convertirse en un arma de lucha contra los intentos de homogeneización y penetración cultural foránea (Vargas y Sanoja, 1991: 22). La construcción de esa identidad sólo es posible en la medida en que la propia clase dominada la promueve y ejecuta, como clase revolucionaria, como sujeto histórico impulsor de cambios sociales que se plantea reestructurar la “desestructuración” cultural que hemos padecido desde la época colonial. Los cambios sociopolíticos que han comenzado a ejecutarse en el país abren una posibilidad para llevar a cabo este objetivo. Nuestra identidad puede fortalecerse, si la nueva alianza de grupos sociales dirigentes que se está conformando, con un carácter popular y no oligárquico, se lo propone.

La identidad latinoamericana
El sueño de una América Latina liberada y unida tiene una larga data. Francisco de Miranda fue el primero en proponérselo. Simón Bolívar llevó a cabo un vasto proceso independentista y unificador que lamentablemente no se consolidó en lo términos que él esperaba. José Martí retomó de nuevo la idea bolivariana de Nuestra América, de la América de habla hispana, de la América mestiza de raíces indias, europeas y africanas, sueño de unidad truncado por la muerte del poeta revolucionario. Y en nuestro siglo que ya muere, Ernesto “Che” Guevara se constituyó en el principal representante del proyecto liberador-unificador formulado hace más de doscientos años. Para todos ellos la patria era la América de origen latino, enfrentada a la América anglosajona que desde sus inicios republicanos se planteó como una amenaza vital a nuestro desarrollo independiente.

En estos tiempos de globalización, de neoliberalismo, de capitalismo salvaje, de homogeneización cultural bajo predominio de occidente, la recuperación-construcción de nuestra identidad latinoamericana es una necesidad para la supervivencia de nuestros pueblos y culturas, para la aceptación, comprensión y reconocimiento de nuestra especificidad mestiza, de nuestra etnicidad propia y diferenciada.

La idea de construir y fortalecer una identidad latinoamericana que se enfrente al proceso de globalización mundial, se fundamenta en los elementos socio-culturales comunes presentes en los diversos países americanos de habla castellana (agregando Brasil), elementos ya resaltados con anterioridad por multitud de teóricos y dirigentes de nuestros países. En 1815 Bolívar planteó en la Carta de Jamaica la idea de la integración latinoamericana: “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república...” “Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse...” (Bolívar, 1982: 67-71).

Esta integración era posible por la etnicidad común que poseían nuestra naciones (7), y era necesaria para fortalecernos y enfrentar en mejores condiciones a las grandes potencias europeas y a los Estados Unidos, idea integracionista que ya había sido formulada antes por Francisco de Miranda, quien propuso la creación de una gran nación latinoamericana que se llamaría Incanato. Miranda proponía la constitución de “un gran Estado que tuviese por límite septentrional una línea tirada desde la desembocadura del Missisipí hasta sus cabeceras y de aquí por 45° de latitud, al Océano Pacífico; y por límite meridional al Cabo de Hornos” (León, 1979: 84).

José Martí, seguidor fiel de las ideas bolivarianas, utilizó ya la expresión “nuestra América mestiza” (Martí, 1979: 523) para referirse a los países hispanoamericanos, en el entendido de que conformábamos pueblos de culturas comunes y que debíamos afrontar en común nuestro destino histórico. Martí trasciende en cierta forma a Miranda y Bolívar, porque su mensaje liberador va explícitamente ligado a la suerte de los oprimidos, de los trabajadores: “Con los oprimidos hay que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”. “En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro los hombres nuevos americanos” (Martí, 1979: 523-525). Su vocación principal fue siempre el crear un camino propio para la liberación y el desarrollo de los pueblos latinoamericanos: “Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!” (Martí, 1979: 525).

El Che Guevara recuperará en su momento la perspectiva latinoamericanista de sus antecesores: “En este continente se habla prácticamente una lengua, salvo el caso excepcional del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana pueden entenderse, dada la similitud entre ambos idiomas. Hay una identidad tan grande entre las clases de estos países que logran una identificación de tipo ‘internacional americano’, mucho más completa que en otros continentes. Lengua, costumbres, religión, amo común, los unen. El grado y las formas de explotación son similares en sus efectos para explotadores y explotados de una buena parte de los países de nuestra América. Y la rebelión está madurando aceleradamente en ella... Dadas sus características similares, la lucha en América adquirirá, en su momento, dimensiones continentales” (Guevara, 1968: 646)(8).

Y es que para todos ellos, Miranda, Bolívar, Martí y el Che, la unicidad cultural latinoamericana era importante en la medida en que sirviera para impulsar una lucha común por la libertad de todos los pueblos al sur del Río Grande.

Reconociendo que en América Latina existen sub-áreas culturales, como el Caribe, los Llanos, los Andes, etc., con una especificidad cultural cada una de ellas, creemos sin embargo que los elementos mencionados constituyen el punto de partida para construir una identidad cultural latinoamericana (Mato, 1992: 56), que defienda nuestra esencia como sociedad y promueva un desarrollo autónomo en lo económico, político y social. Esto no implica la negación de lo que existe como legado cultural de nuestra historia; dicha construcción debe fundamentarse precisamente en los elementos étnicos comunes surgidos del mestizaje.

Cuando hoy en Venezuela se está abriendo un proceso de cambios que se dice inspirado en las ideas bolivarianas, cobra importancia reivindicar la unidad cultural de América Latina, de promover su integración en todos los órdenes, a la vez que se lucha por erradicar toda forma de opresión hacia los seres humanos y entre uno y otro país. El legado de Bolívar ha resucitado para recordarnos que aún sigue vigente.

El mito de la globalización
La reivindicación de Nuestra América Mestiza se enfrenta a los intentos por penetrar nuestra cultura y destruir nuestra identidad como pueblos que se realiza en nombre de la globalización mundial. Esta globalización se expresa en el dominio económico, político, militar y socio-cultural que las grandes potencias, encabezadas por los Estados Unidos, ejercen sobre el resto de países del mundo.
Como dice Luciano Pellicani, “La civilización occidental ha asediado literalmente a las otras civilizaciones y las ha colocado frente a un desafío de enormes proporciones cuyo contenido puede resumirse así: encontrar una respuesta adecuada o bien transformarse en colonias culturales del centro capitalista” (Pellicani, 1992: 108).

Desde hace algunos años, los factores de poder mundial vienen invocando al proceso de globalización o interdependencia entre las economías de los diversos países, como la causa que justifica toda una serie de medidas económicas, políticas, sociales y culturales que se deben aplicar en todas partes como única alternativa de supervivencia ante la nueva realidad de la “aldea global”. Visto de esta manera, la globalización es percibida casi como un fenómeno natural, un cataclismo ante el cual no es posible sustraerse, que representa la nueva etapa a la que ha llegado el mundo capitalista, hegemónico en forma absoluta luego del ocaso de la “guerra fría”. Como lo plantea Fornet-Betancourt: “La globalización implica una ideología o, si se prefiere, una filosofía de la historia que consistiría en suponer que la historia de la humanidad no tiene más que un futuro: el futuro previsto y programado por el neoliberalismo. O sea que la historia, como esfuerzo constante por buscar alternativas diferenciadas que hagan justicia a las diferencias culturales y a la diversidad compleja de mundos de vida irreductibles, habría terminado, pues no habría ya más alternativa que la realidad misma que configura el proyecto civilizatorio del neoliberalismo” (Fornet-Betancourt, 1999, D-4).

La nueva realidad internacional conformada a comienzos de la década de los noventa, con el derrumbe del bloque socialista soviético, implicó un nuevo mundo unipolar, hegemonizado exclusivamente por occidente, con los Estados Unidos a la cabeza del poder imperialista mundial. En este nuevo orden internacional, la globalización se profundizó en todos los sentidos, y particularmente se ha hecho énfasis en la pretendida superioridad cultural del mundo occidental, así como en lo económico se ha consolidado el modelo neoliberal dominado por el capital financiero multinacional, y en lo político la democracia liberal representativa se le presenta a la humanidad como la más elevada forma de organizar la conducción de nuestras sociedades. El expansionismo de la civilización occidental intenta demoler cualquier intento distinto de organización social que la cuestione: “Lo que se ha hecho más evidente de este fenómeno del expansionismo civilizatorio es, primero, la sacralización que han conquistado los principios e instrumentos ideológicos que imperan en el mundo occidental, y segundo, la condena absoluta a todo lo que implique la consecución de un espacio en las relaciones humanas donde impere la norma del diálogo directo y el sentido de comunidad, donde la solidaridad y el respeto a la diversidad sean componentes fundamentales de las relaciones entre los hombres” (Cuadernos para el debate, 1991: 10).

El intento globalizador por unificar culturalmente al mundo entero, bajo los principios del “american way of life”, y amparándose en los adelantos en las comunicaciones que han permitido la reciente revolución científico-técnica, no es nuevo en términos históricos. Ya desde el siglo XV los europeos occidentales colonizaron al resto de continentes con el objetivo de imponer su modo de vida a todos los pueblos “infieles”, a los cuales se les negó el derecho a seguir practicando sus religiones, idiomas y costumbres. Por ello es que América, pese a tener miles de años de civilización propia, habla en idiomas europeos (español e inglés principalmente) y reza al dios cristiano.

Los procesos de integración
La receta neoliberal pregonada por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial no es la única forma posible de “insertarse” en el proceso globalizador (proceso en el cual estamos insertados, dicho sea de paso, desde el mismo momento en que Colón piso tierra firme en Macuro, en agosto de 1498). Ante la globalización se puede actuar en sentido contrario, creando bloques regionales, protegiendo a las industrias nacionales y controlando los mercados internos.

La globalización que nos han vendido hasta ahora representa exclusivamente los intereses del capital multinacional, el cual ha reorganizado las relaciones económicas en el ámbito mundial en procura de mayores beneficios. En nombre de la globalización, el centro de poder mundial, representado por los Estados Unidos y el resto de países del G-7, junto a las grandes compañías multinacionales (de las cuales más de un 80 % pertenecen a este grupo de países) y los organismos multilaterales, ha venido promoviendo una serie de medidas que conducen a la pérdida de la soberanía de los países dependientes, a la vez que se restringen o anulan todos los derechos sociales que pudieran obstaculizar el libre desenvolvimiento del capital multinacional.

Hasta el presente, los “mercados emergentes” que pregonan los neoliberales a nombre de la globalización, se han ido sumergiendo en profundas crisis uno tras otro, en rotundo mentís de las pretendidas bondades de las economías regidas por el libre mercado. El empobrecimiento vertiginoso de millones de personas en todos los países dependientes, el crecimiento del hambre y la miseria hasta niveles atroces, el estallido de crisis políticas y rebeliones sociales, junto al crecimiento igualmente exponencial de las ganancias de las multinacionales y del proceso de concentración de capitales, son los resultados de la globalización neoliberal, visibles y palpables en todos los rincones del orbe.

Estamos decididamente en contra de la forma en que los neoliberales entienden a la globalización. Nos pronunciamos por la globalización de la solidaridad; por la creación de redes mundiales de resistencia ante el predominio del capital multinacional; por el respeto de la soberanía y la autodeterminación de todos los pueblos, sean éstos fuertes o débiles en lo económico; por la defensa de los derechos sociales de todos los trabajadores en el mundo entero. En América tenemos el mejor ejemplo histórico en la obra de Bolívar, con su proyecto de Confederación Hispanoamericana y su creación de la República de Colombia (o Gran Colombia). La gesta bolivariana constituyó una profunda ruptura en el monopolio de poder mundial que ejercían los europeos, y en cierta forma se puede decir que su labor fue anti-globalizadora. Pero al mismo tiempo, con su proyecto de constituir una gran potencia latinoamericana, se insertaba en términos dignos dentro de la interdependencia mundial entre las naciones. Tal como lo intentó Bolívar, la globalización neoliberal debe enfrentarse con la unidad de los pueblos de América Latina.

La dinámica económica del mundo actual, sustentada en la voracidad neoliberal del gran capital transnacional, ha venido obligando a las elites de los países latinoamericanos a buscar fórmulas de integración económica que coloquen a nuestros países en mejores condiciones de competencia ante los capitalistas extranjeros. Ejemplo de estos esfuerzos son la Comunidad Andina y el Mercosur. Cualquier proceso de integración económica favorece significativamente el desarrollo de una identidad cultural común, pues no habrá integración sin cambio cultural (Escobar Sepúlveda, 1993: 62), y es un paso de avance hacia el logro de la idea bolivariana de integrar a la América Latina en una sola nación. Sin embargo, es necesario guardar distancia de la forma cómo se han desarrollado los procesos de integración económica en los últimos años.

Particularmente el desarrollo simultáneo de Tratados de Libre Comercio (TLC) de manera unilateral entre países miembros de estos bloques económicos (Comunidad Andina y Mercosur) con el gobierno de los Estados Unidos (9) se ha convertido en un mecanismo utilizado por el capital financiero mundial para introducir en estos países las políticas neoliberales de apertura de mercados y flexibilización laboral, trayendo consigo una considerable pérdida de soberanía y de derechos sociales para dichas naciones.

La construcción de una identidad latinoamericana implica no sólo enfrentarse a la globalización del “american way of life”, sino también a los odios y rivalidades nacionalistas existentes entre nuestros mismos países (como sucede entre Argentina y Chile, Perú y Ecuador, Colombia y Venezuela, El Salvador y Honduras, etc.). La identidad cultural y la integración económica avanzan a construir un destino común, y en el camino a recorrer se deben dejar de lado las contradicciones nacionalistas surgidas entre Estados que se constituyeron más por el juego de intereses del capital foráneo y de las elites criollas, que por la presencia real de condiciones histórico-culturales que pudieran justificar la subdivisión de América Latina en una gran cantidad de pequeños países.

En el desarrollo de los procesos de integración regional juegan un papel significativamente deformantes los lazos de dependencia para con los Estados Unidos y el gran capital multinacional. De hecho, el desarrollo de mecanismos de “integración” como los Tratados de Libre Comercio de América (TLC), implican no sólo la posibilidad real de destrucción casi absoluta del control soberano de las economías latinoamericanas por parte de sus propios gobiernos, sino que está en riesgo también nuestra identidad como pueblos (Casas Pérez, 1996: 149).

Estos procesos de integración promovidos por las grandes potencias, como lo es el TLC, contraponen “la alternativa entre una aceptación acrítica ante el establecimiento progresivo del modelo hegemónico, y el esfuerzo denodado, por otra parte, por salvar y redimensionar tradiciones y producir creativamente nuestras propuestas culturales... en un ámbito marcado hasta ahora por la dominación y la subordinación económica, política y cultural” (Machuca, 1996: 169).

El mismo autor alerta que: “no podemos olvidarnos de lo ideológica que es la propia globalización, al presentarse a sí misma como un nuevo cosmopolitismo que ha logrado superar las limitaciones de las ideologías estatal-nacionales, mientras por mediación suya se introducen las actuales formas de dominación del capital mundial” (ob.cit.: 169).

Según Jesús Machuca (Ob.cit.: 171), hay dos maneras distintas de entender la incorporación de países con vigorosas culturas nacionales (10) en el proceso de globalización económica, política y cultural. Los actuales procesos de integración no serán completos mientras América Latina no resuelva la cuestión de la dependencia. Aquí juega un papel tanto el nacionalismo económico como el fortalecimiento de una identidad que actúe como freno a las ambiciones expansionistas del capital multinacional.

Dos Santos agrega que no pueden esperarse grandes resultados mientras “la región no disponga del control de su propia economía y no pueda aplicar una política de desarrollo volcada hacia sus propias necesidades, superando la dependencia estructural, las sobrevivencias oligárquicas de su clase dominante y su condición subordinada, antinacional y antipopular, las fuertes concentraciones de la renta y de la propiedad, etc.” (Dos Santos, 1993: 106).

Y en lo cultural, anteponer la alternativa de un proyecto autónomo, el de nuestra América mestiza, que rompa con el modelo homogenizador dictado por los centros financieros internacionales.

El necesario cambio social en Latinoamérica
La construcción de una identidad común se identifica con la realidad de los oprimidos latinoamericanos. Las elites criollas han mantenido a lo largo de nuestra historia una relación subordinada para con el capital foráneo y las potencias industrializadas, y son corresponsables del subdesarrollo de nuestros países y de los lazos de dependencia que en todos los aspectos se han ido creando con Europa, los Estados Unidos y últimamente con el Japón. Siendo la burguesía criolla la principal promotora en nuestros países del proceso de globalización en todos los órdenes, mal podría esperarse de ella que asumiera como propio al proyecto de fortalecer nuestra identidad.

Nuestra América Mestiza encierra en sí misma un gran potencial integracionista y comunitario. El proceso de mestizaje llevado a cabo entre los indígenas, europeos (españoles y portugueses) y los esclavos africanos, generó una sociedad con escasos odios y rivalidades étnicas, en la cual se produjo una gran mezcla racial y cultural que nos otorga particularidades propias. Como dijo Martí: “No hay odio de razas, porque no hay razas” (Martí, 1979: 526). Los milenios recorridos por las grandes civilizaciones americanas, y la propia especificidad cultural surgida del mestizaje, nos adjudican un perfil propio, distinto al llamado mundo occidental y cristiano.

Como lo plantea el padre Pedro Trigo, “Hoy en América Latina una parte de la población criolla lucha por asumir estos elementos culturales comunes desde el espacio-tiempo latinoamericano, es decir, desde su cuerpo social internamente diferenciado y su historia, con pretensiones, potencialidades y contradicciones no resueltas. Estos, en definitiva, propugnan un Proyecto Mestizo” (Trigo, 1990: 160).

El Proyecto Mestizo debe involucrarse en el conflicto social latinoamericano, en la búsqueda de cambios sociopolíticos que desplacen a las actuales elites gobernantes y permitan transformaciones profundas a todos los niveles de la sociedad. Para el Che Guevara, al igual que lo fue para Bolívar y Martí, el enemigo de los pueblos latinoamericanos, causante principal de sus desgracias, eran los Estados Unidos. El objetivo era la liberación de nuestros pueblos, para salir de la dependencia y alcanzar la autodeterminación. El espíritu de igualdad social que subyace en el mestizaje latinoamericano, el cual ya en el pasado fue inspirador de las luchas independentistas y generador de significativos cambios en lo socio-cultural, debe servir de apoyo ideológico a la nueva sociedad latinoamericana. Partiendo desde la base, en la lucha diaria de las comunidades populares, Nuestra América Mestiza es un embrión que debe crecer.

El Che Guevara en cierto sentido se refirió al proceso de formación ideológica necesario para promover los cambios materiales en nuestras sociedades: “para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer al hombre nuevo” (11). Guevara consideraba fundamental la formación de los hombres concretos que construirían una nueva sociedad; para él los dos pilares de esa construcción eran “la formación del hombre nuevo y el desarrollo de la técnica” (Guevara, 1968: 634). El cambio social no era exclusivamente el resultado de la aplicación de un programa de cambios económicos, políticos y sociales; era resultado también de un proceso de cambio cultural: “Las masas hacen la historia como el conjunto consciente de individuos que luchan por una misma causa” (Ob.cit.: 633).

La educación ideológica le permitiría asimilar a los protagonistas del proceso la importancia de su participación colectiva en las transformaciones planteadas. De esa forma, el hombre se reapropiaría de su naturaleza, al liberarse del trabajo asalariado y de la enajenación cultural, reencontrándose con su condición humana (Ob.cit.: 635).

El cambio social latinoamericano implica entonces el fortalecer nuestra identidad como pueblos, en momentos en que la globalización hace todos los esfuerzos por destruirla. Es una lucha planteada, avanzar en esa dirección para cumplir lo que planteaba el Che: “La revolución se hace a través del hombre, pero el hombre tiene que forjar día a día su espíritu revolucionario”. Forjando día a día la identidad de Nuestra América Mestiza lograremos las bases necesarias para la unidad popular continental en procura de nuestra definitiva liberación.

Hoy en Venezuela se ha producido un significativo desplazamiento de la clase política dominante, y el capital multinacional que domina el mundo globalizado encuentra trabas para expresar sus intereses en las políticas gubernamentales. El momento es propicio para impulsar una política defensora de los intereses nacionales tanto en lo económico como en lo cultural. Hemos dado un paso adelante, y lo planteado es fortalecer un proyecto de cambio social hacia toda la América Latina, rescatando la perspectiva integracionista de nuestros libertadores. Profundizar nuestra identidad implica tareas de investigación sobre nuestros valores culturales, de difusión de dichos valores por medio del sistema educativo y de los medios informativos, y de organización popular para que la misma sea el principal guardián de los logros a conquistar. Si seguimos este camino, la fortaleza de la identidad será la herramienta que nos permitirá avanzar hacia el crecimiento económico y la autodeterminación política, lejos de la tutela avasallante del capitalismo globalizado.

Notas
(1) El imperio español actuó como el gran unificador cultural de Hispanoamérica, al propiciar una cultura mestiza que vinculaba los elementos étnicos provenientes de las sociedades indígenas y de los africanos esclavizados, con la cultura española propiamente dicha. 500 años de mestizaje permiten hablar hoy en día de una etnicidad latinoamericana, diferenciada de las raíces culturales que le dieron origen.
(2)Las cuatro primeras décadas del siglo XX también fueron hegemonizadas por caudillos surgidos de guerras civiles: Castro, Gómez y López Contreras habían dirigido el levantamiento andino de 1899.
(3) “A diferencia de Europa, de Norteamérica y de otros países latinoamericanos, en Venezuela el Estado surgido en el siglo XX no orientó ni la política educativa ni la cultural hacia la formación de una conciencia nacional claramente definida” (Vargas y Sanoja, 1991: 14).
(4) Maritza Montero habla de la “preocupante presencia de una identidad que permite a los individuos reconocerse socialmente como miembros de un grupo nacional, pero de una manera negativa” (1991: 76).
(5) Autores reconocidos como Mario Briceño Iragorry y Arturo Uslar Pietri defendieron la tesis de que los elementos culturales provenientes de los indígenas y de los africanos han sido un aporte negativo para el desarrollo de nuestra sociedad. Uslar, por ejemplo, nos considera como un apéndice cultural de Europa: “Esos valores que determinan nuestra vida y nuestra historia actual no son reconocibles sino a través de la historia de España y de su civilización y de la historia de América y del destino de la civilización hispánica en ella” (Uslar Pietri, 1985: 124). Briceño, por su parte, expuso que “si doy mayor estimación a la parte hispánica de mis ancestros que al torrente sanguíneo que me viene de los indios colonizados y de los negros esclavizados, ello obedece a que, además de ser aquella de importancia superior en el volumen, tiene como propulsora de cultura, la categoría histórica de que los otros carecen” (Briceño Iragorry, 1980: 31).
(6) “La cultura venezolana hoy es en gran parte la cultura del petróleo... la torre petrolera debiera figurar en el escudo nacional” “Lo malo no fue el petróleo sino que se nos convirtiera en opio y desencadenara aspiraciones de bienestar sin la contrapartida del esfuerzo de la producción correspondiente y de la búsqueda de tecnologías propias, y se nos hiciera soñar una vida facilona, de consumo atorrante e imitación servil” (Vilda, 1984: 13).
(7) Bolívar reconocía el carácter mestizo de la sociedad hispanoamericana, al decir: “...por otra parte no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos...” (Bolívar, 1982: 62). Héctor Díaz Polanco considera que la comunidad de los elementos socio-culturales viene determinada por la lengua, la religión, el proceso histórico, los sistemas de organización social, las pautas de conducta, las costumbres y las tradiciones (Díaz Polanco, 1985: 41).
(8) La cita es extraída de su “Mensaje a la Tricontinental”, uno de sus últimos documentos, en mayo de 1967.
(9) Como la firma de Tratados de Libre Comercio entre Estados Unidos y los gobiernos de Perú y de Colombia, ocurrido a comienzos del 2006, y la propuesta de parte de Uruguay de avanzar en esa misma dirección.
(10) El autor se refiere al caso mexicano.
(11) “El Socialismo y el hombre en Cuba”. En: Obra revolucionaria, p. 631.

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1 comentario:

  1. esta bien pero quiero saber si eso es lo mismo que la constitución del siglo XIX la búsqueda del perfil da la nación

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