París, 1968
¿Mi reloj está detenido? No. Pero las agujas
no dan la sensación de girar. No mirarlas. Pensar en otra cosa, en cualquier
cosa: en este día detrás de mí, tranquilo y cotidiano, a pesar de la agitación
de la espera.
Enternecimiento del despertar. André estaba
encogido sobre la cama, los ojos cubiertos con una venda, la mano apoyada en la
pared, con gesto infantil, como si en la confusión del sueño hubiera necesitado
experimentar la solidez del mundo. Me senté en el borde de la cama, apoyé la
mano sobre su hombro. Se arrancó la venda, una sonrisa se dibujó sobre su
rostro desconcertado.
Instalé en la biblioteca la bandeja del
desayuno: tomé un libro recibido la víspera y ya a medias hojeado. ¡Qué
fastidio todas esas cantinelas sobre la incomunicación! Si uno quiere
comunicarse, mal que bien lo logra. No con todo el mundo, ciertamente, pero sí
con dos o tres personas. A veces oculto a André caprichos, nostalgias, inquietudes
menores; sin duda él también tiene sus pequeños secretos, pero a grandes rasgos
no ignoramos nada el uno del otro. Serví en las tazas té de China muy caliente,
muy oscuro. Lo bebimos revisando nuestro correo; el sol de julio entraba a
raudales en la pieza. ¿Cuántas veces nos habíamos sentado frente a frente ante
esta mesita, delante de las tazas de té muy oscuro, muy caliente? Y otra vez
mañana, dentro de un año, dentro de diez años… Ese instante tenía la dulzura
de un recuerdo y la alegría de una promesa. ¿Teníamos treinta años, o sesenta?
Los cabellos de André han encanecido tempranamente: en otra época, esa nieve que
realzaba la frescura mate de su piel parecía una coquetería. Sigue siendo una
coquetería. La piel se ha endurecido y agrietado, viejo cuero, pero la sonrisa
de la boca y de los ojos ha conservado su luz. A pesar de los desmentidos del
álbum de fotografías, su imagen juvenil concuerda con su rostro de hoy: mi
mirada no le conoce edad. Una larga vida con risas, lágrimas, cóleras, abrazos,
confesiones, silencios, impulsos, y a veces parece que el tiempo no hubiera
pasado. El porvenir todavía se extiende hasta el infinito. Se levantó:
-Buena suerte con el trabajo -me dijo.
-Tú
también: buen trabajo.
No contestó. En esa clase de búsqueda,
forzosamente hay períodos en los cuales no se adelanta: se resigna a eso con
menos facilidad que antes.
Abrí la ventana. París olía a asfalto y a
tormenta, abrumado por el pesado calor del verano. Seguí a André con la
mirada. Es quizá durante esos instantes, cuando lo miro alejarse, que para mí
existe con la más trastornadora evidencia; la alta silueta se empequeñece,
dibujando a cada paso el camino de su regreso: desaparece, la calle parece
vacía pero en realidad se trata de un campo de fuerzas que lo conducirá otra
vez hacia mí como a su sitio natural: esta certidumbre me conmueve todavía más
que su presencia.
Seguí un largo momento en el balcón. Desde mi
sexto piso descubro un gran pedazo de París, el vuelo de las palomas por encima
de los techos de pizarra y esas falsas macetas que son chimeneas. Rojas o
amarillas, las grúas -cinco, nueve, diez, cuento diez- obstruyen el cielo con
sus brazos de hierro; a la derecha, mi mirada tropieza con una alta muralla
perforada por pequeños agujeros: un inmueble nuevo: descubro también torres
prismáticas, rascacielos recientemente edificados. ¿Desde cuándo el terraplén
del boulevard Edgar-Quinet se transformó en un parking? La juventud de ese
paisaje me salta a la vista: y sin embargo, no me acuerdo de haberlo visto
distinto. Me gustaría contemplar uno al lado de otro los dos grabados: antes,
después, y asombrarme de sus diferencias. Pero no. El mundo se crea bajo mis
ojos en un eterno presente; me habitúo tan rápido a sus rostros que no me
parece que cambiara.
Sobre mi mesa, los ficheros, el papel blanco
me invitaran a trabajar: pero las palabras que bailaban en mi cabeza me
impedían concentrarme. "Philippe estará aquí esta noche." Casi un mes
de ausencia. Entré en su habitación donde todavía había libros, papeles, un
viejo pulóver gris, un pijama violeta, este dormitorio que no me decido a
transformar porque no tengo tiempo ni dinero, porque no quiero creer que
Philippe haya dejado de pertenecerme. Volví a la biblioteca impregnada por un
gran ramo de rosas frescas e inocentes como lechugas. Me sentía sorprendida
de que este departamento jamás me haya parecido desierto. Nada faltaba. Mi
mirada se deslizaba por los colores ácidos y tiernos de los almohadones
diseminados sobre los divanes; las muñecas polacas, los bandoleros eslovacos,
los gallos portugueses ocupaban modosamente sus sitios. "Philippe estará
acá..." Quedé desamparada. La tristeza, uno puede llorarla. Pero la
impaciencia de la alegría no es fácil de conjurar.
Decidí salir a respirar el olor del verano. Un
negro grande, vestido con un impermeable azul eléctrico y cubierto con un
fieltro gris, barría indolentemente la vereda: antes, era un argelino color
gris oscuro. En el boulevard Edgar Quinet me mezclé al bullicio de las
mujeres. Como ya casi no salgo por la mañana, el mercado me parecía exótico
(tantos mercados por la mañana, bajo tantos cielos). La viejita renqueaba de un
puesto de carne a otro, con sus mechas tiradas hacia atrás, apretando la
agarradera de su bolsa vacía. En otros tiempos no me inquietaba por los ancianos;
los tomaba por muertos cuyas piernas aún caminan; ahora los veo: hombres,
mujeres, apenas un poco más viejos que yo. A ésa ya la había notado el día en
que había pedido sobras para sus gatos al carnicero. "¡Para sus
gatos!" -dijo cuando ella salió. "No tiene gato. ¡Va a cocinarse uno
de esos guisotes!" Al carnicero le parecía divertido. Ahora recogería los
desperdicios bajo los puestos de carne antes que el enorme negro hubiera
barrido todo a la alcantarilla. Sobrevivir con ciento ochenta francos por mes:
hay más de un millón en ese mismo caso: y otros tres millones apenas menos
desheredados.
Compré frutas, flores, vagabundeé. Jubilarse,
suena un poco corno ser tirado al canasto, la palabra me helaba. La extensión
de mis ocios me horrorizaba. Estaba equivocada. El tiempo me queda un poco
ancho en los hombros, pero me arreglo. ¡Y qué placer vivir sin consigna, sin
apremio! En ocasiones, a pesar de todo, el estupor me gana. Me acuerdo de mi
primer puesto, mi primera clase, las hojas muertas que crujían bajo mis pies en
el otoño provinciano. Entonces el día de la jubilación -que un lapso dos veces
tan largo, o casi, como mi vida anterior separaba de mí- me parecía irreal
como la muerte misma. Y he aquí que hace un año que ha llegado. Atravesé otras
líneas, pero más imprecisas. Esta tiene la rigidez de una cortina de hierro.
Regresé, me senté a mi mesa: sin trabajo,
hasta esta alegre mañana me hubiera parecido insulsa. Hacia la una hice un alto
para tender la mesa en la cocina: totalmente igual a la cocina de la abuela, en
Milly -quisiera volver a ver a Milly- con su mesa de granja, sus bancos, sus cobres,
el techo con las vigas al descubierto; sólo que hay un horno de gas en lugar de
una cocina de hierro fundido, y una frigidaire. (¿En qué año aparecieron en
Francia las frigidaires? Compré la mía hace diez años; pero ya era un artículo
corriente. ¿Desde cuándo? ¿Antes de la guerra? ¿Inmediatamente después? De
nuevo una de esas cosas de las que ya no me acuerdo.)
André llegó tarde, me había avisado: al salir
del laboratorio había tornado parte en una reunión sobre la fuerza disuasiva.
Pregunté:
-¿Anduvo bien?
-Estuvimos redactando un nuevo manifiesto.
Pero no me hago ilusiones. No tendrá más eco que los otros. A los franceses les
importa un pito. De la fuerza disuasiva, de la bomba atómica en general, de
todo. A veces tengo ganas de salir volando a otra parte: a Cuba, a Mali. No
seriamente, sueño con ello. Allá uno quizá pueda ser útil.
-No podrías trabajar más.
-No sería una gran desgracia. Dejé sobre la
mesa la ensalada, el jamón, el queso, la fruta.
-¿Tan descorazonado estás? No es la primera
vez que no dan en el clavo.
-No.
-...¿Entonces?
-No quieres comprender.
Me repite a menudo que ahora todas las ideas
nuevas vienen de sus colaboradores, que está demasiado viejo para inventar: no
lo creo.
-¡Ah! veo lo que piensas -dije-. No lo creo.
-Estás equivocada. Tuve mi última idea hace
quince años.
Quince años. Ninguno de los períodos de
depresión que atravesó ha durado tanto tiempo. Pero en el punto al que ha
llegado, sin duda, tiene necesidad de esta pausa para reencontrar una
inspiración nueva. Pienso en los versos de Valéry:
Cada átomo de silencio
es la posibilidad de un fruto maduro.
Dije:
-Nada prueba que no tendrás un segundo empuje.
-No. A mi edad uno tiene hábitos mentales que frenan la invención. Y de año en
año me vuelvo más ignorante.
-Volveremos a hablar dentro de diez años.
Harás tal vez tu más grande descubrimiento a los setenta años. -Siempre tu
optimismo: te garantizo que no.
-¡Siempre tu pesimismo!
Nos reíamos. Sin embargo, no hay de qué reír.
El derrotismo de André es infundado, por una vez carece de rigor. Sí, Freud
escribió en sus cartas que a una cierta edad no se inventa nada más y que es
desolador. Pero él era entonces mucho más viejo que André. No impide:
injustificada, esta morosidad no me entristece menos. Si André se abandona a
ella quiere decir que de una manera general está en crisis. Me sorprende, pero
el hecho es que no se resigna a haber sobrepasado los sesenta años. A mí, miles
de cosas me divierten todavía: a él, no. Antiguamente se interesaba por todo;
ahora es toda una historia arrastrarlo a ver un film, a una exposición, a casa
de amigos.
-Qué lástima que ya no te guste pasearte
-dije-. ¡Los días son tan hermosos! Hace un momento pensaba que me hubiera
gustado volver a Milly y al bosque de Fontainebleau.
-Eres sorprendente -me dijo con una sonrisa-.
¡Conoces toda Europa y querrías volver a ver los alrededores de París!
-¿Por qué no?, la colegiala de Champeaux no es
menos hermosa porque yo haya subido a la Acrópolis. -Bueno, cuando el
laboratorio cierre, dentro de cuatro o cinco días, te prometo un gran paseo en
auto.
Tendríamos tiempo para hacer más de uno, puesto que nos quedamos en París
hasta principios de agosto. ¿Pero tendrá ganas? Pregunté:
-Mañana es domingo. ¿No estás libre?
-¡No, por desgracia! Ya sabes, por la noche
hay esa conferencia de prensa sobre el apartheid. Me han traído una cantidad
de documentos que todavía no he mirado.
Prisioneros políticos españoles, detenidos
portugueses, iranios perseguidos, rebeldes congoleses, cameroneses,
guerrilleros venezolanos, peruanos, colombianos, siempre está dispuesto a
ayudarlos en la medida de sus fuerzas. Reuniones, manifiestos, mitines,
volantes, delegaciones, nada le es extraño.
-Haces demasiado.
-¿Por qué demasiado? ¿Qué otra cosa hacer?
¿Qué hacer cuando el mundo se ha descolorido?
No queda más que matar el tiempo. Yo también atravesé un mal período, hace diez
años. Estaba asqueada de mi cuerpo, Philippe se había vuelto un adulto,
después del éxito de mi libro sobre Rousseau me sentía vacía. Envejecer me
angustiaba. Y después emprendí un estudio sobre Montesquieu, logré que
Philippe se diplomara, hacerle comenzar una tesis. Me confiaron cursos en la
Sorbona que me interesaron aun más que el liceo. Me resigné a mi cuerpo. Me
pareció resucitar. Y actualmente, si André no tuviera una conciencia tan aguda
de su edad, olvidaría fácilmente la mía.
Volvió a salir y me quedé todavía un largo
rato en el balcón. Miré dar vueltas sobre el fondo azul del cielo una grúa
color minio. Seguí con la mirada a un insecto negro que trazaba en el azul un
ancho surco espumoso y helado. La perpetua juventud del mundo me corta el
aliento. Cosas que amaba han desaparecido. Muchas otras me han sido dadas. Ayer
al anochecer, subía por el boulevard Raspail y el cielo era carmesí: me parecía
caminar sobre un planeta extranjero donde la hierba hubiera sido violeta, la
tierra azul: los árboles escondían el parpadeo rojizo de un cartel de neón.
Andersen se maravillaba, a los sesenta años, de atravesar Suecia en menos de
veinticuatro horas mientras que en su juventud el viaje duraba una semana. He
conocido semejantes deslumbramientos: ¡Moscú a tres horas y media de París!
Un taxi me condujo al parque Montsouris,
adonde tenía cita con Martine. Al entrar en el jardín el olor de la hierba
cortada me llegó al corazón: olor a los pastos de alta montaña por donde
caminaba, mochila a la espalda, con André, tan conmovedor tratarse del olor de
los prados de mi infancia. Reflejos, ecos, devolviéndose unos a otros hasta el
infinito: he descubierto la dulzura de tener tras de mí un largo pasado. No
tengo tiempo para narrármelo, pero a menudo lo percibo imprevistamente en trasparencia
en el fondo del momento presente; le da su calor, su luz como las rocas o las
arenas se reflejan en el tornasol del mar. En otros tiempos me acunaba con proyectos,
con promesas; ahora, la sombra de los días idos amortiguaba mis emociones, mis
placeres.
-Buenos días.
En la terraza del café-restaurante, Martine
bebía un limón exprimido. Gruesos cabellos negros, ojos azules, un vestido
corto a rayas anaranjadas y amarillas, con un atisbo de violeta: una hermosa
mujer joven. Cuarenta años. A los treinta años yo había sonreído, cuando el
padre de André había tratado de "hermosa mujer joven" a una
cuadragenaria; y las mismas palabras venían a mi boca a propósito de Martine.
Actualmente, casi todo el mundo me parece joven. Me sonrió:
-¿Me trajo su libro?
-Desde luego. Miró la dedicatoria:
-Gracias -me dijo con voz conmovida. Agregó-:
Tengo tanta impaciencia por leerlo. Pero este fin de año escolar es muy
intenso. Tendré que esperar hasta el 14 de julio. -Me gustaría conocer su
opinión.
Tengo gran confianza en su juicio: es decir
que casi siempre estamos de acuerdo. Me sentiría a un mismo nivel con ella si
no conservara hacía mí algo de la vieja deferencia de alumno a profesor, aunque
ella sea también profesora, casada y madre de familia.
-Es difícil enseñar literatura hoy día. Sin
sus libros, verdaderamente no sabría cómo arreglármelas -Me preguntó
tímidamente:- ¿Está contenta con éste?
Le sonreí:
-Francamente, sí.
En sus ojos permanecía una pregunta sin que
ella se atreviera a formularla. Tomé la delantera. Sus silencios me animan a
hablar más que muchas preguntas atolondradas.
-Usted sabe lo que he querido hacer: a partir
de una reflexión sobre las obras críticas aparecidas desde la guerra, proponer
un método nuevo que permita penetrar en la obra de un autor más exactamente de
lo que se ha hecho nunca. Espero haberlo logrado.
Era más que una esperanza: una convicción. Que
me alegraba el corazón. Qué día hermoso y me gustaban esos árboles, ese césped,
esos senderos por donde tan a menudo me había paseado con compañeros, con
amigos. Algunos están muertos, o nuestras vidas nos han alejado. Por suerte, al
contrario de André que no ve, ya a nadie, trabé amistad con alumnas y colegas
jóvenes: las prefiero a las mujeres de mi edad. Su curiosidad vivifica la mía;
ellas me arrastran a su porvenir, más allá de mi tumba.
Martine acarició el volumen con la palma de la
mano.
-A pesar de todo voy a echarle un vistazo esta
misma noche. ¿Alguien lo leyó?
-Sólo André. Pero la literatura no lo
apasiona.
Ya nada lo apasiona. Y es tan derrotista
conmigo como con él mismo. Sin decírmelo, en el fondo está convencido de que
todo cuanto yo haga en adelante no agregará nada a mi reputación. No me
perturba porque sé que se equivoca. Acabo de escribir mi mejor libro y el
segundo tomo irá todavía más lejos.
-¿Su hijo?
-Le envié un paquete de pruebas. Me hablará de
ello: regresa esta noche.
Hablamos de Philippe, de su tesis, de
literatura. Como yo, ella ama las palabras y las personas que saben servirse
de ellas. Lo que pasa es que se deja devorar por su profesión y su hogar. Me
acompañó hasta mi casa en su pequeño Austin.
-¿Vuelve pronto a París?
-No creo. De Nancy iré directamente a
descansar a Yonne.
-¿Trabajará algo durante las vacaciones?
-Me gustaría mucho. Pero siempre estoy corta
de tiempo. No tengo su energía.
No es una cuestión de energía, me dije al
dejarla: no podría vivir sin escribir. ¿Por qué? ¿Y por qué me he encarnizado
en hacer de Philippe un intelectual, cuando André lo hubiera dejado lanzarse a
otros caminos? Niña, adolescente, los libros me salvaron de la desesperación:
eso me persuadió de que la cultura es el más alto de los valores, y no logro
considerar esta convicción con mirada crítica.
En la cocina, Marie-Jeanne se atareaba en
preparar la cena: en el menú, los platos preferidos de Philippe. Verifiqué
que, todo iba bien, leí los diarios y resolví unas trabajosas palabras
cruzadas que me retuvieron tres cuartos de hora; a veces me divierte quedarme
largo rato inclinada sobre un casillero donde las palabras están virtualmente
presentes, aunque invisibles; para hacerlas aparecer, empleo mi cerebro como un
revelador; me parece arrancarlas a la espesura del papel, donde se habrían
escondido.
Ocupada la última casilla, elegí en mi
guardarropa mi vestido más lindo, de seda gris y rosa. A los cincuenta años mis
vestidos me parecían siempre demasiado tristes o demasiado alegres; ahora sé lo
que me está permitido o prohibido, me visto sin problemas. Sin placer también. Esa
relación íntima, casi tierna, que antes tenía con mi ropa ha desaparecido. Sin
embargo, consideré con satisfacción mi silueta. Fue Philippe quien un día me
dijo: "Vaya, estás engordando." (Casi no parece haber notado que
recuperé la línea.) Me sometí a un régimen, compré una balanza. Antes no me
imaginaba que me inquietaría alguna vez por mi peso. ¡Y aquí estoy! Menos me
reconozco en mi cuerpo, más obligada me siento a ocuparme de él. Está a mi
cargo y lo cuido con una dedicación aburrida, como a un viejo amigo poco
favorecido, algo disminuido que tuviera necesidad de mí.
André trajo una botella de Mumm que puse a
refrescar, charlamos un poco y llamó por teléfono a su madre. Lo hace a menudo.
Ella tiene buenas piernas, buena vista; aún milita enérgicamente en las filas
del PC: pero, con todo, tiene ochenta y cuatro años, vive sola en su casa de
Villeneuve-lès-Avignon: él se inquieta un poco por ella. Reía en el teléfono,
yo lo escuchaba lanzar exclamaciones, protestar, pero pronto se callaba:
Manette es voluble cada vez que se le presenta la ocasión.
-¿Qué dijo?
-Está cada vez más convencida de que de un día
para otro cincuenta millones de chinos van a franquear la frontera rusa. O si
no arrojarán una bomba en cualquier parte por el placer de hacer estallar una
guerra mundial. Me acusa de tomar partido por ellos: imposible convencerla de
que no.
-¿Anda bien? ¿No se aburre?
-Estará encantada de vernos, en cuanto al
aburrimiento, ignora lo que es.
Maestra, tres hijos, la jubilación ha sido una
felicidad que todavía no agotó. Hablamos de ella y de los chinos, sobre quienes
estamos tan mal informados como todo el mundo. André abrió una revista. Y aquí
estoy mirando mi reloj cuyas agujas no dan la sensación de girar.
De pronto apareció: cada vez me sorprende
encontrar sobre su rostro, armoniosamente fundidos, los rasgos disímiles de mi
madre y de André. Me abrazó muy fuertemente diciendo palabras joviales y me
abandoné a la ternura del saco de franela contra mi mejilla. Me separé de él
para abrazar a Irène; me sonreía con una sonrisa tan helada que me sorprendió
sentir bajo mis labios una mejilla dulce y cálida. Irène. La olvido siempre;
está siempre allí. Rubia, ojos gris-azul, boca blanda, mentón agudo, y en su
frente demasiado amplia algo al mismo tiempo vago y obstinado. La borré
rápidamente. Estaba sola con Philippe como en el tiempo en que lo despertaba
cada mañana con una caricia sobre la frente.
-¿Ni siquiera una gota de whisky? -preguntó
André.
-Gracias. Tomaré un jugo de fruta.
-¡Qué razonable es! Vestida, peinada con una
razonable elegancia, el cabello liso, un mechón que oculta su gran frente,
maquillaje ingenuo, trajecito austero. Me sucede a menudo, cuando hojeo una
revista femenina, decirme: "¡Vaya! Es Irène." Al verla también me
ocurre reconocerla con dificultad. "Es linda", afirma André. Ciertos
días estoy de acuerdo: delicadeza de las orejas y de las fosas nasales, la
ternura nacarada de la piel que subraya el azul oscuro de las pestañas. Pero si
mueve un poco la cabeza, el rostro huye, no se percibe más que esa boca, ese
mentón. Irène. ¿Por qué? ¿Por qué Philippe siempre se relacionó con esa clase
de mujeres, elegantes, distantes, snobs?
Sin duda para probarse a sí mismo que era
capaz de seducirlas. No se ataba a ellas. Yo pensaba que si se ataba...
Pensaba que no se ataría, y una noche me dijo: "Voy a anunciarte una gran
noticia", con el aspecto algo sobreexcitado de un niño que en un día de
fiesta ha jugado demasiado, reído demasiado, gritado demasiado. Hubo ese golpe
de gong en mi pecho, sangre en mis mejillas, todas mis fuerzas tensas para
reprimir el temblor de mis labios. Una noche de invierno, las cortinas
corridas, la luz de las lámparas sobre el arco iris de los almohadones y ese
abismo de ausencia repentinamente abierto. "Te gustará: es una mujer que
trabaja." Ella trabaja cada tanto como script-girl. Conozco a esas jóvenes
"a la moda". Tienen una vaga profesión, pretenden cultivarse, hacer
deportes, vestirse bien, mantener impecable su departamento, educar
perfectamente a sus hijos, llevar una vida mundana, en una palabra éxito en
todos los planos. Y no tienen verdadero interés por nada. Me hielan la sangre.
Habían partido para Cerdeña el día en que la
facultad cerraba sus puertas, a principios de junio. Mientras cenábamos
alrededor de esta mesa donde tan a menudo he hecho comer a Philippe (vamos,
termina esa sopa; toma otro poco de carne: traga algo antes de salir para tu
curso), hemos hablado de su viaje -hermoso regalo de bodas ofrecido por los
padres de Irène, ellos tienen dinero. Ella se callaba mucho, como una mujer
inteligente que sabe esperar el momento de ubicar una observación astuta, algo
sorprendente: de vez en cuando soltaba una frasecita, sorprendente -en mi
opinión, al menos- por su tontería o su banalidad.
Volvimos a la biblioteca. Philippe echó un
vistazo sobre mi mesa.
-¿Trabajaste mucho?
-Va bien. ¿No tuviste tiempo de leer mis
pruebas?
-No, figúrate. Lo siento muchísimo.
-Leerás el libro. Tengo un ejemplar para ti.
Su negligencia me entristeció un poco, pero no
lo demostré. Dije:
-¿Y ahora, vas a volver seriamente a tu tesis?
No respondió. Cambió una rara mirada con Irène.
-¿Qué hay? ¿Vuelven a salir de viaje?
-No. -Nuevamente un silencio y dijo con un
poco de fastidio:
-¡Ah!, vas a enojarte: me lo reprocharán, pero
durante este mes he tomado una decisión. Resulta muy pesado conciliar un puesto
de asistente y una tesis. Ahora bien, sin tesis, la Universidad no me ofrece un
porvenir interesante. Voy a dejarla.
-¿Qué estás diciendo?
-Voy a abandonar la Universidad. Soy aún lo
bastante joven como para orientarme en otro sentido.
-Pero no es posible. A esta altura no vas a
perderlo todo -dije con indignación.
-Compréndeme. Antes el profesorado era una
profesión de oro. Ahora no soy el único que encuentra imposible ocuparse de
sus alumnos y trabajar para sí: son demasiado numerosos.
-Eso es cierto-dijo André-. Treinta alumnos es
treinta veces un alumno. Cincuenta es una multitud. Pero seguramente se puede
encontrar una salida que te permita tener más tiempo para ti y terminar tu
tesis.
-No -dijo Irène con tono tajante-. La
enseñanza, la investigación, realmente están muy mal remuneradas.
Tengo un
primo químico. En el CNRS[1]
ganaba ochocientos francos por mes. Entró en una fábrica de colorantes: hace
tres mil.
-No es solamente una cuestión de dinero -dijo
Philippe.
-Por supuesto. También cuenta estar en la
realidad. En pequeñas frases mesuradas ella dio a entender lo que pensaba de
nosotros. Eso sí: lo hizo con tacto: ese tacto que uno ve venir de lejos. (No
quiero de ninguna manera herirlos, no me tengan rabia, sería injusto, sin
embargo hay cosas que hace falta decirles y si no me contuviera diría
bastantes más.) André, desde luego, es un gran sabio, y yo por ser mujer, no he
tenido poco éxito. Pero vivimos separados del mundo, en laboratorios y bibliotecas.
La joven generación de intelectuales quiere estar en contacto directo con la
sociedad. Philippe con su dinamismo no está hecho para nuestro género de vida,
hay otras carreras donde podría dar mucho más la medida de su capacidad.
-En fin, una tesis es algo perimido -concluyó.
¿Por qué a veces profiere tales enormidades?
Irène no es tan estúpida. Existe, cuenta,
anuló la victoria que yo había obtenido con Philippe, contra él, para él. Un
largo combate, a veces tan duro para mí. "No logro hacer esta disertación,
me duele la cabeza, dame unas líneas diciendo que estoy enfermo.
-No." El tierno rostro de adolescente se
crispaba, envejecía, los ojos verdes me asesinaban: "No eres amable."
André intervenía. "Por una vez...
-No." Mi desamparo en Holanda durante
esas vacaciones de Pascuas en las que dejamos a Philippe en París. "No
quiero que tu diploma sea improvisado." Y él había gritado con odio:
"No me lleves, me importa tres pitos, no escribiré una línea." Y
luego sus éxitos, nuestra armonía. Nuestra armonía que Irène está quebrando. Me
lo arranca por segunda vez. No quería estallar delante de ella, me dominé.
-Entonces, ¿qué tienes intención de hacer?
Irène iba a responder, Philippe la cortó.
-El padre de Irène tiene en vista diferentes
cosas.
-¿De qué especie? ¿En los negocios?
-Es impreciso todavía.
-Hablaste de eso con él antes de tu viaje.
¿Por qué no nos dijiste nada a nosotros?
-Quería reflexionar.
Tuve un sobresalto de cólera; era inconcebible
que no me hubiera consultado desde que la idea de abandonar la Universidad
había brotado en su cabeza.
-Ustedes me censuran, naturalmente -dijo
Philippe con aire irritado.
El verde de sus ojos tomaba ese color de
tormenta que conozco bien.
-No -dijo André-. Hay que hacer lo que uno
tiene ganas de hacer.
-¿Tú me censuras?
-Ganar dinero no me parece una finalidad
exaltante. Estoy sorprendida.
-Te dije que no se trataba solamente de
dinero.
-¿De qué, estrictamente? Precísalo.
-No puedo. Es necesario que vuelva a ver a mi
suegro. Pero aceptaré lo que me proponga sólo si encuentro interés en ello.
Todavía discutí un poco, lo más serenamente
posible, tratando de convencerlo del valor de su tesis, recordándole antiguos
proyectos de ensayos, de estudios. Respondió cortésmente, pero mis palabras
resbalaban sobre él. No, no me pertenecía más, para nada. Incluso su aspecto
físico había cambiado: otro corte de pelo, ropa más a la moda, el estilo del
distrito XVI. Yo fui quien dio forma a su vida. Ahora, asisto a ella desde
afuera como un testigo distante. Es la suerte común a todas las madres: ¿pero
quién se ha consolado nunca diciéndose que su suerte es la suerte común?
André esperó el ascensor con ellos y yo me
desplomé sobre el diván. Este vacío, otra vez... El bienestar del día, esa
plenitud en el centro de la ausencia no era más que la certeza de tener a
Philippe aquí por algunas horas. Lo había esperado como si él regresara para no
volver a irse: volverá a irse siempre. Y nuestra ruptura es mucho más definitiva
de lo que había supuesto. Ya no participaré en su trabajo, ya no tendremos los
mismos intereses. ¿Es que el dinero cuenta hasta ese punto para él? c0 no hace
más que ceder ante Irène? ¿La ama tanto? Habría que conocer sus noches. Sin
duda ella sabe colmar a la vez su cuerpo y su orgullo: bajo sus apariencias mundanas
la imagino capaz de desenfrenos. Tengo tendencia a subestimar la importancia
del lazo que crea en una pareja la felicidad física. La sexualidad para mí ya
no existe. Llamaba serenidad a esta indiferencia: repentinamente la entendí de
otra manera: es una carencia, la pérdida de un sentido; eso me vuelve ciega a
las necesidades, a los dolores, a las alegrías de quienes la poseen. Me parece
no saber ya nada más de Philippe. Una sola cosa es segura: ¡cómo va a faltarme!
Es quizá gracias a él que yo me adaptaba, o algo así, a mi edad. Me arrastraba
a su juventud. Me llevaba a las Veinticuatro Horas de Le Mans, a las
exposiciones de op-art, y hasta a un happening. Su presencia agitada, inventiva,
colmaba toda la casa. ¿Me acostumbraré a este silencio, al curso formal de los
días que ningún imprevisto quebrará ya?
Pregunté a André:
-¿Por qué no me ayudaste a reprender a
Philippe? Cediste enseguida. Tal vez entre los dos podríamos haberlo convencido.
-Es necesario dejar a la gente en libertad.
Nunca tuvo muchas ganas de ser profesor.
-Pero su tesis le interesaba.
-Hasta un cierto punto, muy incierto. Lo
comprendo. -Comprendes a todo el mundo.
En el pasado André era tan intransigente para
con los demás como para consigo mismo. Ahora, sus posiciones políticas no han
cedido, pero en su vida privada no reserva más que para sí su severidad;
excusa, explica, acepta a la gente. Algunas veces hasta el punto de
exasperarme. Continué:
-¿Crees que ganar dinero es un objetivo
suficiente en la vida?
-No sé demasiado bien cuáles han sido nuestros
objetivos ni si eran suficientes.
¿Pensaba lo que decía o se divertía
provocándome? Le ocurre cuando me encuentra demasiado obstinada en mis
opiniones y mis principios. En general, dejo de buena gana que me hostigue,
entro en el juego. Pero en esta oportunidad no estaba de humor para bromear.
Mi voz subió de tono:
-¿Por qué hemos vivido como lo hemos hecho si
te parece igualmente bien vivir de otra manera?
-Porque nosotros no hubiéramos podido.
-No hubiéramos podido porque nuestro género de
vida nos parecía valedero.
-No. Para mí, conocer, descubrir, era una
manía, una pasión, o incluso una especie de neurosis, sin ninguna justificación
moral. Nunca pensé que todo el mundo debía imitarme.
En el fondo, yo pienso que todo el mundo
debería imitarnos, pero no quise discutirlo. Dije:
-No se trata de todo el mundo, sino de
Philippe. Va a transformarse en un hombre de negocios: no es para eso que lo
eduqué.
André reflexionaba:
-Es molesto para un joven tener padres que
todo lo consiguieron demasiado bien. No se atreve a creer que marchando sobre
sus huellas los igualará. Prefiere apostar a otros números.
-Philippe arrancó muy bien.
-Lo ayudabas, trabajaba a tu sombra. Francamente,
sin ti no habría ido lejos y es bastante perspicaz para darse cuenta.
Siempre había habido esta sorda oposición
entre nosotros, a propósito de Philippe. Quizás André se había sentido
contrariado por el hecho de que él eligió las letras y no la ciencia; o era la
clásica rivalidad padre-hijo que jugaba: había tenido siempre a Philippe como
un mediocre, lo que era una manera de aguijonearlo hacia la mediocridad.
-Ya sé -dije-. Nunca le has tenido confianza.
Y si duda de sí es porque se ve por tus ojos.
-Puede ser -dijo André con tono conciliador.
-De todas maneras, la gran responsable es
Irène. Es ella quien lo incita. Desea que su marido gane mucho. Y está
demasiado contenta con alejarlo de mí.
-¡Ah!, no te hagas la suegra. Irène vale lo
mismo que cualquier otra.
-¿Cuál otra? Dijo enormidades.
-Suele ocurrirle. Pero a veces es maliciosa.
Es signo de un desequilibrio afectivo más que de falta de inteligencia. Por
otra parte, si lo que quería más que nada era dinero, no se hubiera casado con
Philippe que no es rico.
-Ella comprendió que él podía llegar a serlo.
-En todo caso, lo eligió antes que a cualquier
pequeño snob.
-Si te gusta, tanto mejor.
-Cuando uno siente interés por otro debe dar
un poco de crédito a la gente que ese otro ama.
-Es cierto -dije-. Pero Irène me descorazona.
-Hay que ver de qué ambiente sale.
-Lamentablemente, no sale.
Esos grandes burgueses podridos en plata,
influyentes, importantes, me parecen más detestables todavía que el medio
frívolo y mundano contra el cual se rebeló mi juventud.
Durante un momento guardamos silencio. Detrás
de los vidrios de la ventana, el letrero de neón saltaba del rojo al verde, los
ojos de la gran muralla brillaban. Una hermosa noche. Hubiera bajado con
Philippe para tomar una última copa en una mesa en la calle... Inútil
sugerirle a André que viniera a dar una vuelta, visiblemente comenzaba a tener
sueño. Dije:
-Me pregunto por qué Philippe se casó con
ella.
-¡Oh!, sabes que desde afuera uno no comprende
jamás estas cosas.
Había contestado con aire indiferente. Su
rostro estaba agobiado, apoyaba un dedo contra su mejilla, a la altura de la
encía: un tic que había contraído desde hacía algún tiempo.
-¿Te duelen las muelas?
-No.
-¿Entonces por qué te toqueteas la encía?
-Verifico que no me duele.
El año pasado, se tomaba el pulso cada diez
minutos. Es verdad que había tenido un poco de hipertensión, pero un
tratamiento lo estabilizó en 17, lo que para nuestra edad es perfecto.
Conservaba el dedo apoyado contra su mejilla, sus ojos estaban vacíos, se hacía
el anciano, iba a terminar por convencerme de que lo era. Por un instante pensé
con horror: "¡Philippe se ha ido y yo voy a terminar mi vida con un
anciano!" Tuve ganas de gritar: "Basta, no quiero." Como si me
hubiera escuchado, me sonrió, volvió a ser él mismo y nos fuimos a dormir.
Duerme todavía; voy a despertarlo, beberemos
té de China muy oscuro, muy fuerte. Pero esta mañana no se parece a la de ayer.
Necesito reaprender que perdí a Philippe. Debí haberlo sabido. Me dejó desde el
instante en que me anunció su casamiento; desde su nacimiento: una nodriza
hubiera podido reemplazarme. ¿Qué imaginé? Porque él era exigente yo me creí
indispensable. Porque él se dejaba influir fácilmente, creí haberlo creado a
mi imagen. Este año, cuando lo veía con Irène o con su familia política, tan
diferente de lo que es conmigo, me parecía que se prestaba a un juego: yo era
quien detentaba su verdad. Y él elegía apartarse de mí, romper nuestras
complicidades, rechazar la vida que al precio de tantos esfuerzos le había
edificado. Se volverá un extraño.
¡Vamos! Yo, a quien André con frecuencia acusa
de optimismo ciego, acaso estoy atormentándome por nada. Con todo, no pienso
que fuera de la Universidad no haya salvación, ni que hacer una tesis sea un
imperativo absoluto. Philippe ha dicho que no aceptaría sino un trabajo
interesante... Pero yo desconfío de las oportunidades que el padre de Irène
puede ofrecerle. Desconfío de Philippe. Ya se le ocurrió otras veces
disimularme cosas, o mentirme: conozco sus defectos, he sacado mis
conclusiones y hasta me conmueven como podría hacerlo un defecto físico. Pero
estoy indignada de que no me haya tenido al corriente de sus proyectos.
Indignada y ansiosa. Hasta ahora, cuando él me apenaba siempre sabía
consolarme: no estoy segura de que esta vez lo consiga.
¿Por qué André estaba retrasado? Había
trabajado cuatro horas al hilo, mi cabeza estaba pesada, me tendí sobre el
diván. En tres días Philippe no había dado señales de vida; no es su costumbre;
su silencio me sorprendía tanto más porque, cuando él teme haberme herido,
multiplica las llamadas telefónicas y las notitas. No comprendía, sentía un
peso en el corazón y mi tristeza se extendía como una mancha de aceite;
ensombrecía el mundo que, para compensar, la alimentaba.
André. Se estaba
volviendo cada vez más huraño. Vatrin era el único amigo al que aún aceptaba
ver y se había irritado porque yo lo invité a almorzar: "Me aburre."
Todo el mundo lo aburría. ¿Y yo? Me había dicho, hace mucho, mucho tiempo:
"Puesto que te tengo, jamás podría ser desdichado." Y no tenía
aspecto feliz. Ya no me amaba como antes. ¿Qué significaba amar, para él, hoy
día? Estaba aferrado a mí como a una vieja costumbre pero yo no le aportaba ya
ninguna alegría. Acaso era injusto, pero le guardaba rencor: él accedía a esta
indiferencia, se instalaba en ella.
La llave giró en la cerradura, me abrazó,
tenía aspecto preocupado.
-Me retrasé.
-Algo.
-Es que Philippe vino a buscarme a la escuela
normal. Bebimos una copa juntos.
-¿Por qué no lo trajiste aquí?
-El quería hablar en privado. Para que sea yo
quien te diga lo que quería decirnos.
-¿Qué es?
(¿Partía para el extranjero, muy lejos, por
años?)
-No va a gustarte. No se atrevió a confesarlo
la otra noche, pero es cosa hecha. Su suegro le encontró una ubicación. Lo hará
entrar al Ministerio de Cultura. Me explicó que a su edad ése es un puesto
magnífico. Pero te das cuenta de lo que eso supone.
-Es imposible. ¡Philippe!
Era imposible. El compartía nuestras ideas.
Había corrido grandes riesgos durante la guerra de Argelia -esa guerra que nos
había asolado y que ahora parecía no haber ocurrido nunca-; se había hecho
apalear en manifestaciones antidegaullistas; había votado igual que nosotros
en las últimas elecciones...
-Dijo que ha evolucionado. Ha comprendido que
el negativismo de la izquierda francesa no la había llevado a nada, que estaba
lista, que él quería estar en la realidad, tener contacto con el mundo, obrar,
construir.
-Uno creería estar escuchando a Irène.
-Pero era Philippe quien hablaba -dijo André
con voz dura.
Bruscamente me di cuenta. Me ganó la cólera.
-¿Entonces qué? ¿Es un ambicioso? Espero que
le hayas armado un escándalo.
-Le dije que lo desaprobaba.
-¿No intentaste hacerle cambiar de opinión?
-Por supuesto que sí, Discutí.
-¡Discutir! Hacía falta intimidarlo, decirle
que no volveríamos a verlo más. Fuiste demasiado blando, te conozco. De pronto
todo se me vino encima, una avalancha de sospechas, de malestares que había
rechazado. ¿Por qué nunca había tenido sino mujeres demasiado bien vestidas,
copetudas, snobs? ¿Por qué Irène y ese casamiento con bombos y platillos, por
iglesia? ¿Por qué se mostraba tan afanoso, tan halagador con su familia
política? Se movía en ese ambiente como un pez en el agua. No había querido plantearme
preguntas, y cuando André arriesgaba una crítica, yo defendía a Philippe. Toda
esa terca confianza se transformaba en rencor. De golpe Philippe había
cambiado de rostro. Un ambicioso, un intrigante.
-Voy a hablarle.
Fui hacia el teléfono. André me detuvo.
-Primero cálmate. Una escena no arreglará
nada. -Me aliviará.
-Te lo ruego.
-Déjame. Marqué el número de Philippe.
-Tú padre acaba de decirme que te incorporas
al gabinete del Ministerio de Cultura. Felicitaciones.
-¡Ah! por favor -me dijo-, no adoptes ese
tono.
-¿Y qué tono debería adoptar? Debería
regocijarme cuando no te atreves siquiera a hablarme cara a cara, tanta
vergüenza te da.
-No tengo vergüenza en absoluto. Uno tiene
derecho a corregir sus opiniones.
-¡Corregir! Hace seis meses condenabas
radicalmente la política cultural del régimen.
-¡Y bien, justamente, voy a intentar
cambiarla!
-¡Vamos! No tienes peso, y lo sabes. Jugarás
el juego prudentemente, te procurarás una hermosa carrera. Es la ambición lo
que te empuja, nada más.
Ya no sé lo que le dije; él gritaba:
"Cállate, cállate." Yo continuaba, él me cortaba la palabra, su voz
se volvía odiosa. Terminó por decirme con furor:
-Uno no es un pillo porque se niegue a
compartir las obstinaciones seniles de ustedes.
-¡Basta! ¡No volveré a verte nunca más en mi
vida! Colgué, me senté, bañada en sudor, temblando, las piernas flojas. Más de
una vez nos hemos peleado a muerte, pero esto era serio: no volvería a verlo
más. Su cambio de partido me asqueaba, y sus palabras me habían herido porque
habían querido ser hirientes.
-Nos insultó. Habló de nuestras obstinaciones
seniles. No volveré a verlo jamás y no quiero que vuelvas a verlo.
-Tú también fuiste dura. No debiste ubicarte
en un terreno pasional.
-¿Y por qué no? El no tuvo para nada en cuenta
nuestros sentimientos; prefiere su carrera a nosotros, acepta pagarla con una
ruptura...
-No encaró una ruptura. Y por lo demás, no
ocurrirá, me opongo.
-En lo que a mí respecta, está hecho: todo ha
terminado entre Philippe y yo.
Me callé; continuaba temblando de cólera.
-Desde hace algún tiempo Philippe andaba en
cosas raras -dijo André-. No querías admitirlo pero yo me daba perfecta cuenta.
Sin embargo no hubiera creído que llegaría a esto.
-Es un sucio ambicioso de medio pelo.
-Sí -dijo André con tono perplejo-. ¿Pero por
qué?
-¿Cómo por qué?
-Lo decíamos la otra noche: seguramente
tenemos nuestra parte de responsabilidad. -Vaciló:- Eres tú quien le insufló la
ambición; de por sí, él era más bien indiferente. Y sin duda yo desarrollé en
él un antagonismo.
-Todo es culpa de Irène -prorrumpí-. Si no se
hubiera casado con ella, si no hubiera entrado en ese ambiente, jamás habría
transado.
-Pero se casó con ella en parte porque ese
ambiente le imponía respeto. Hace ya mucho tiempo que sus valores no son más
los nuestros. Veo muchas razones para ello... -No vas a defenderlo.
-Trato de explicármelo.
-Ninguna explicación me convencerá. No volveré
a verlo. No quiero que vuelvas a verlo.
-No te equivoques. Lo censuro. Lo censuro
profundamente. Pero volveré a verlo. Tú también.
-No. Y si tú me dejas sola, después de lo que
me dijo por teléfono, te guardaré rencor como nunca te lo he guardado. No me
hables más de él.
Pero tampoco podíamos hablar de otra cosa.
Cenamos casi en silencio, muy rápidamente, y luego cada uno tomó un libro.
Guardaba rencor a Irène, a André, al mundo entero. "Seguramente tenemos
nuestra parte de responsabilidad." ¡Ah! era ocioso buscar razones,
excusas. "Obstinaciones seniles", me había gritado esas palabras.
Estaba tan segura de su amor por nosotros, por mí; en verdad yo no pesaba
demasiado, no era nada para él, un vejestorio para remitir al compartimiento de
los accesorios; no me quedaba otra cosa que relegarlo a él también allí.
Durante toda la noche me sofocó el rencor. Por la mañana, una vez que André
salió, entré en la habitación de Philippe, destrocé, tiré los viejos diarios,
los viejos papeles, llené una valija con sus libros; en otra amontoné el
pulóver, el pijama, todo lo que quedaba en los placards. Ante los estantes
desnudos, se me llenaron los ojos de lágrimas. Tantos recuerdos emocionantes,
conmovedores, deliciosos se despertaban en mí. Los haría desaparecer. El me
había abandonado, traicionado, escarnecido, insultado. Nunca se lo perdonaría.
Pasaron dos días sin que habláramos de
Philippe. La tercera mañana, cuando examinábamos nuestro correo, le dije a
André:
-Una carta de Philippe.
-Supongo que se excusa.
-Pierde su tiempo. No la leeré.
-¡Oh!, a pesar de todo mírala. Sabes cómo le
cuesta dar los primeros pasos. Dale una oportunidad.
-Nada de eso.
Metí la carta en un sobre en el que escribí la
dirección de Philippe.
-Déjala en un buzón, por favor.
Siempre había cedido demasiado fácilmente a
sus bellas sonrisas, a sus lindas frases. Esta vez no cedería. Dos días
después, en las primeras horas de la tarde, Irène tocó el timbre.
-Quería hablarle cinco minutos.
-Vestidito muy sencillo, los brazos desnudos,
los cabellos sueltos: tenía el aspecto de una jovencita, fresca y tímida.
Todavía no la había visto nunca en ese papel. La hice entrar. Por supuesto,
venía a defender la causa de Philippe. La devolución de la carta lo había
afligido. Se excusaba de lo que había dicho por teléfono, no pensaba una sola
palabra de todo eso, pero yo conocía su carácter, se encolerizaba rápidamente,
entonces decía cualquier cosa y todo se lo llevaba el viento. Quería por todos
los medios explicarse conmigo.
-¿Por qué no vino él mismo?
-Tenía miedo de que usted le cerrase la puerta
en las narices.
-En efecto, es lo que hubiera hecho. No quiero
volver a verlo. Punto. Punto final.
Ella insistía. El no soportaba que yo
estuviera disgustada con él, no había imaginado que yo tomaría las cosas tan a
pecho.
-Entonces se ha vuelto idiota; ¡que se vaya al
diablo!
-Pero usted no se da cuenta; lo que papá logró
para él es una proeza; a su edad, un puesto así, es algo completamente
excepcional. Usted no puede exigir que él le sacrifique su porvenir.
-Él tenía un porvenir, limpio, conforme a sus
ideas.
-Perdóneme: a las ideas suyas. Ha evolucionado.
-Evolucionará, ya conocemos esa música; pondrá
sus opiniones de acuerdo con sus intereses. Por el momento chapotea en la mala
fe: no piensa más que en tener éxito. Se reniega y lo sabe, eso es lo que es
feo -dije con arrebato.
Irène me clavó los ojos:
-Supongo que su vida siempre ha sido
impecable, y que eso la autoriza a juzgar a todo el mundo, desde muy alto.
Me puse en guardia:
-He tratado de ser honesta. Quería que
Philippe lo fuese. Lamento que usted lo haya desviado.
Se echó a reír:
-Se diría que se volvió ladrón, o
falsificador.
-Dadas sus convicciones, no encuentro
honorable su elección.
Irène se puso de pie:
-A pesar de todo es curiosa esta severidad
-dijo con voz lenta-. Su padre, que políticamente está mucho más comprometido
que usted, no rompió con Philippe. Y usted...
La corté:
-No rompió... ¿Quiere usted decir que han
vuelto a verse?
-No sé -dijo vivamente-. Sé que él no había
hablado de romper cuando Philippe lo puso al corriente de su decisión.
-Eso fue antes de la llamada telefónica. ¿Pero
después?
-No sé.
-¿Usted no sabe a quién ve ni a quién deja de
ver Philippe?
-No -dijo con aire terco.
-Está bien. No tiene importancia -dije.
La acompañé hasta la puerta. Repasé en mi
cabeza nuestras últimas réplicas. ¿Ella se había cortado por perfidia o por
torpeza? De todos modos mi convicción estaba hecha. Casi hecha. No lo
suficiente para que la cólera me liberara. Bastante como para que la angustia
me sofocara.
No bien André llegó, ataqué:
-¿Por qué no me dijiste que habías vuelto a ver
a Philippe?
-¿Quién te contó eso?
-Irène. Vino a preguntarme por qué no vuelvo a
verlo ya que tú te ves con él.
-Te había advertido que volvería a verlo.
-Yo te previne que te guardaría rencor a
muerte. Fuiste tú quien lo persuadió de que me escribiera.
-Pero no.
-Desde luego que sí. Te burlaste bien de mí.
"Sabes cómo le cuesta dar los primeros pasos." ¡Y tú los habías dado!
A escondidas.
-Respecto a ti, él dio el primer paso.
-Empujado por ti. Ustedes complotaron a mis
espaldas. Me trataron como a una niña, como a una enferma. No tenías derecho.
De pronto había humaredas rojas en mi cabeza,
una niebla roja delante de mis ojos, algo rojo que gritaba en mi garganta. Mis
rabietas contra Philippe me son familiares, me reconozco en ellas. Pero con
André, cuando -raramente, muy raramente- entro en cólera contra él, es un
tornado que me arrastra a miles de kilómetros de él y de mí misma; a una
soledad a la vez quemante y helada.
-¡Nunca me habías mentido! Es la primera vez.
-Pongamos que estuve en un error.
-Error de volver a ver a Philippe, error de
hacerse cómplice en mi contra con él y con Irène, error de engañarme, de
mentirme. Eso suma muchos errores.
-Escucha... Quieres escucharme, serenamente.
-No. No quiero hablarte más, no quiero verte
más, necesito estar sola, voy a tomar aire.
-Ve a tomar aire y trata de calmarte -me dijo
secamente.
Salí a la calle, caminé como a veces lo he
hecho para apaciguar temores, cóleras, para conjurar imágenes. Solamente que
ya no tengo veinte años, ni siquiera cincuenta; la fatiga me ganó muy
rápidamente. Entré en un bar, bebí un vaso de vino, los ojos lastimados por la
luz cruel del neón. Casado, pasado del otro lado. Ya no me quedaba nadie más
que André a quien, justamente, no tenía. Nos creía transparentes el uno para el
otro, unidos, soldados como hermanos siameses. Se había desligado de mí, me
había mentido: volvía a encontrarme sobre esta banqueta, sola. A cada segundo,
al evocar su rostro, su voz, atizaba un rencor que me devastaba. Como en esas
enfermedades en las que uno se forja su propio sufrimiento, cada inspiración
desgarra los pulmones y sin embargo uno está obligado a respirar.
Volví a la calle, seguí caminando. ¿Y entonces
qué?, me preguntaba atontada. No íbamos a separarnos. Continuaríamos viviendo
uno al lado del otro, solitarios. Así que enterraría mis agravios, esos
agravios que no quería olvidar. La idea de que alguna vez mi cólera me abandonaría,
me exasperaba más aún.
Cuando regresé, encontré un mensaje sobre la
mesa: "Me fui al cine." Empujé la puerta de nuestra habitación. Sobre
la cama estaba el pijama de André, en el suelo los mocasines que le sirven de
pantuflas, un paquete de tabaco y sus remedios contra la hipertensión sobre la
mesa de noche. Durante un momento existió de una manera punzante, como si
hubiera estado alejado de mí por una enfermedad o un exilio y lo reencontrara
en esos objetos abandonados. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tomé un
somnífero y me acosté.
Cuando me desperté a la mañana, dormía
encogido, la mano apoyada en la pared. Aparté la vista. Ningún impulso hacia
él. Mi corazón estaba helado y sombrío como una capilla en desuso en la cual no
alumbra la más mínima llamita. Las pantuflas, la pipa ya no me conmovían; no
evocaban a un ausente querido; no eran más que una prolongación de este
extranjero que vivía bajo el mismo techo que yo. Atroz contradicción de la
cólera nacida del amor y que mata el amor.
No le hablé; mientras él bebía su té en la
biblioteca, yo estaba en mi habitación. Me llamó antes de salir, me preguntó:
-¿No quieres que nos expliquemos?
-No.
No había nada que explicar. Esta cólera, este
dolor, esa rigidez de mi corazón, quebrarían las palabras.
Durante todo el día pensé en André y por
momentos algo vacilaba en mi cabeza. Como cuando uno recibió un golpe en el
cráneo y la visión se ha turbado, cuando percibe dos imágenes del mundo a
alturas diferentes, sin poder situar lo de arriba y lo de abajo. Las dos
imágenes que tenía de André, en el pasado y en el presente, no se ajustaban
entre sí. Había un error en alguna parte. Ese instante mentía: no era él, no
era yo, esta historia se desarrollaba en otra parte. O entonces el pasado era
un espejismo: yo me había equivocado respecto de André. Ni lo uno, ni lo otro,
me decía cuando veía claro nuevamente. La verdad es que él había cambiado.
Envejecido. Ya no acordaba tanta importancia a las cosas. Antes la conducta de
Philippe lo hubiera sublevado: se contentaba con desaprobar. No hubiera
maniobrado a mis espaldas, no me hubiera mentido. Su sensibilidad, su moralidad
se han embotado. ¿Continuará por esta pendiente? Cada vez más indiferente... No
quiero. Llaman indulgencia, sabiduría, a esta inercia del corazón: es la muerte
que se instala en nosotros. No todavía, no ahora.
Ese día apareció la primera crítica de mi
libro. El autor me acusaba de parloteo. Es un viejo imbécil, que me detesta;
no hubiera debido ser sensible a su crítica. Pero como estaba de humor
irritable, me irrité. Me hubiera gustado hablar de eso con André, pero habría
sido necesario hacer las paces; no quería.
-Cerré el laboratorio -me dijo por la noche
con una franca sonrisa-. Podemos partir de Villeneuve a Italia el día que tú
quieras.
-Habíamos decidido pasar este mes en París
-respondí secamente.
-Habrías podido cambiar de opinión.
-No lo hice.
El rostro de André volvió a cerrarse:
-¿Vas a continuar mucho tiempo haciéndome mala
cara?
-Temo que sí.
-¡Y bien!, estás equivocada. No guarda
proporción con lo que sucedió.
-Cada uno tiene sus medidas.
-Las tuyas son aberrantes. Eres siempre la
misma. Por optimismo, por voluntarismo, te ocultas la verdad y cuando
finalmente te salta a la vista, te derrumbas o explotas. Lo que te exaspera, y
yo pago las consecuencias, es haber sobrestimado a Philippe.
-Tú siempre lo subestimaste.
-No. Simplemente, no me hice muchas ilusiones
sobre sus capacidades ni sobre su carácter. Y, en suma, aun me hacía
demasiadas.
-Un niño no es algo que se compruebe con una
experiencia de laboratorio. Se vuelve lo que lo hacen sus padres. Tú lo
jugaste a perdedor, eso no lo ayudó.
-Tú juegas siempre a ganador. Allá tú. Pero a
condición de saber erogártelo cuando pierdes. Sin embargo, no sabes. Buscas
falsas escapatorias, te pescas rabietas, acusas a aquél y al de más allá,
cualquier cosa te es buena para no reconocer tus errores.
-¡Dar crédito a alguien no es un error!
-¡Oh, tú, el día en que reconozcas que te has
equivocado!
Ya sé. En mi juventud se me dijo tanto que
estaba equivocada, tener razón me costó tanto, que rechazo equivocarme. Pero
no estaba de humor para convenir en ello. Agarré la botella de whisky.
-¡Increíble, tú eres quien conduce mi proceso!
Llené un vaso que tomé de un trago. El rostro
de André, su voz; el mismo, otro, amado, odiado, esta contradicción descendía
por mi cuerpo; mis nervios, mis músculos se contraían en una especie de
tétanos.
-Desde el principio te negaste a discutir
serenamente. En lugar de eso te arrojaste en temblores... ¿Y ahora vas a
emborracharte? Es ridículo -dijo cuando yo comenzaba un segundo vaso.
-Me emborracharé si quiero. No te concierne,
déjame en paz.
Llevé la botella a mi habitación. Me metí en
la cama con una novela de espionaje, pero imposible leer. Philippe. Su imagen
había empalidecido un poco, tanto me obsesionaba mi cólera contra André.
Repentinamente, a través de los vapores del alcohol, me sonreía con una
intolerable dulzura. Sobrestimado: no. Lo había querido en sus debilidades:
menos caprichoso, menos indolente, habría tenido menos necesidad de mí. No
habría sido tan deliciosamente tierno si no hubiera tenido nada que hacerse
perdonar. Nuestras reconciliaciones, sus lágrimas, nuestros besos. Pero
entonces no se trataba más que de pequeñas faltas. Ahora, era otra cosa. Tragué
un gran sorbo de whisky, las paredes empezaron a dar vueltas y naufragué.
La luz se filtró a través de mis párpados. Los
mantuve cerrados. Tenía la cabeza pesada, estaba triste hasta morir. No
recordaba mis sueños. Me había hundido en espesuras negras; era líquido y
sofocante, como alquitrán, y a la mañana emergía apenas. Abrí los ojos. André
estaba sentado en un sillón a los pies de la cama, me miraba sonriendo.
-Querida, no vamos a continuar así.
Era él, en el pasado, en el presente, el
mismo, lo reconocía. Pero esa barra de hierro permanecía en mi pecho. Mis
labios temblaban. Endurecerme más, irme a pique, hundirme en las espesuras de
soledad y de noche. O intentar agarrar esa mano que se me tendía. Hablaba con
esa voz igual, apaciguadora, que me gusta. Admitía sus errores. Pero era en
interés mío que había hablado con Philippe. Nos sabía tan tristes a los dos que
había decidido intervenir enseguida, antes que nuestro disgusto se hubiera
consolidado.
-¡Tú, que siempre eres tan alegre, no te
imaginas cuánto me entristecía verte desolada! Comprendo que en ese momento me
hayas tenido rabia. Pero no olvides lo que somos el uno para el otro, no vas a
guardarme indefinidamente rencor.
Sonreí débilmente, se aproximó, pasó un brazo
alrededor de mis hombros, me agarré a él y lloré suavemente. Cálida
voluptuosidad de las lágrimas resbalando sobre la mejilla. ¡Qué descanso! Es
tan cansador detestar a alguien que se ama.
-Sé por qué te mentí -me dijo un poco más
tarde-. Porque envejezco. Sabía que decirte la verdad sería una historia; en
otra época no me hubiera detenido, ahora, la sola idea de una disputa me
fatiga. Tomé un atajo.
-¿Quiere decir que me mentirás cada vez más?
-No, te prometo. Por lo demás no veré con frecuencia a Philippe, ya no tenemos
gran cosa que decirnos. -Las disputas te fatigan: sin embargo anoche me atacaste.
-No soporto que me pongas mala cara: vale más
atacarse.
Le sonreí:
-Quizá tengas razón. Había que salir de eso.
Me tomó por los hombros:
-¿Hemos salido, verdaderamente salido? ¿Ya no
me guardas rencor?
-Absolutamente. Se acabó, se acabó.
Se había acabado; estábamos reconciliados.
¿Pero nos lo habíamos dicho todo? Yo, en todo caso, no. Algo me quedaba en el
corazón: esa manera que André tenía de abandonarse a la vejez. No quería
hablarle ahora de eso, primero era necesario que el cielo se hubiera vuelto totalmente
sereno. ¿Y él? ¿Tenía reservas mentales? ¿Me reprochaba seriamente lo que
llamaba mi voluntarismo? Esta tormenta había sido demasiado breve para cambiar
nada entre nosotros: ¿pero no era la señal de que, desde hacia algún tiempo
-¿cuándo?-, imperceptiblemente algo había cambiado?
Algo ha cambiado, me decía mientras corríamos
a ciento cuarenta por hora sobre la autopista. Estaba sentada al lado de André,
nuestros ojos veían la misma calzada, el mismo cielo pero había, invisible, una
capa aisladora entre nosotros. ¿Se daba cuenta de ello? Sin duda que sí. Si
había propuesto este paseo, era con la esperanza de que, al resucitar los de
antes, terminaría por reconciliarnos: no era parecido porque él no esperaba
personalmente ningún placer del paseo. Hubiera debido agradecerle su gentileza;
pero no, me sentía apenada por su indiferencia. La había captado tan bien que
poco faltó para que rehusara, pero él hubiera tomado ese desaire como una
prueba de mala voluntad. ¿Qué nos sucedía? En nuestra vida había habido
disputas, pero por razones serias; por ejemplo a propósito de la educación de
Philippe. Se trataba de verdaderos conflictos que liquidábamos en la
violencia, pero rápida y definitivamente. Esta vez había sido un torbellino
humeante, humo sin fuego, y a causa de su misma inconsistencia, en dos días no
se había disipado totalmente. Hay que decir también que antes teníamos en la
cama reconciliaciones fogosas; en el deseo, la turbación, el placer, los
rencores inútiles quedaban calcinados; nos volvíamos a encontrar uno frente al
otro, nuevos y alegres. Ahora estábamos privados de ese recurso.
Vi el letrero, abrí desmesuradamente los ojos.
-¿Qué? ¿Es Milly? ¿Ya? Hace veinte minutos que
partimos.
-Anduve a mucha velocidad -dijo André.
Milly. Cuando mamá nos traía a ver a la
abuela, ¡qué expedición! Era el campo, inmensas campiñas de trigo dorado al
borde de las cuales recogíamos amapolas. Este pueblo lejano estaba ahora más
próximo de París que Neuilly o Auteuil en tiempos de Balzac.
André tuvo dificultades para estacionar el
auto, era día de mercado: un hormigueo de coches y peatones. Reconocí las
viejas recovas, el hotel Lion d'Or, las casas y sus tejas con los colores
desteñidos. Pero los puestos levantados en la plaza lo transformaban. Los
utensilios de plástico, los juguetes, los géneros, las latas de conserva, los
perfumes, las alhajas no evocaban las antiguas ferias de pueblo: esparcidos al
aire libre, eran Monoprix, Inno. Las puertas y paredes de hierro, una gran
librería relucía colmada de libros y revistas con las cubiertas plastificadas.
La casa de la abuela, situada antiguamente un poco fuera del pueblo, era
reemplazada por un edificio de cinco pisos, encerrado en la aglomeración.
-¿Quieres beber una copa?
-¡Oh! no -dije-. Esto ya no es mi Milly.
Decididamente, ya nada era parecido: ni Milly, ni Philippe, ni André. ¿Y yo?
-Veinte minutos para venir a Milly, un milagro
-dije cuando volvimos al coche-. Solamente que ya no es Milly.
-Eso es. Ver cambiar el mundo es a la vez
milagroso y desolador.
Reflexioné:
-Una vez más, te burlarás de mi optimismo:
para mí es sobre todo milagroso.
-Pero para mí también. Lo desolador, cuando
uno envejece, no está en las cosas sino en uno mismo.
-No me parece. Con eso también se pierde, pero
se gana.
-Se pierde mucho más de lo que se gana. A
decir verdad, no veo qué es lo que se gana. ¿Puedes decírmelo?
-Es agradable tener detrás de sí un largo
pasado.
-¿Crees que lo tienes? Para mí el mío. Trata
de contármelo.
-Sé que está allí. Da densidad al presente.
-Sea. ¿Y qué más?
-Intelectualmente, se dominan mejor las
preguntas: se olvida mucho, de acuerdo, pero incluso lo que se olvida queda a
nuestra disposición, en cierto modo.
-Tal vez en tu profesión. Yo cada vez soy más
ignorante de todo lo que no es mi especialidad. Para ponerme al corriente de
la física cuántica, tendría que volver a la universidad como un simple
estudiante.
-Nada te lo impide.
-Tal vez lo haga.
-Curioso -dije-. Estamos de acuerdo en todos
los puntos; y no en esto: no veo qué es lo que se pierde con envejecer.
Sonrió:
-La juventud.
-No es un bien en sí.
-La juventud y eso que los italianos designan
con una palabra tan linda: la stamina. La savia, el fuego que permite amar y
crear. Cuando perdiste eso, lo perdiste todo.
Había hablado con un acento tal que no me
atreví a acusarlo de complacencia. Algo lo corroía, que yo ignoraba. Que no
deseaba conocer, que me espantaba. Acaso eso era lo que nos separaba.
-Nunca creeré que ya no puedes crear -dije.
-Bachelard escribió: "Los grandes sabios
son útiles a la ciencia en la primera mitad de su vida, dañinos en la
segunda." Se me tiene por un sabio. Por lo tanto, todo lo que puedo hacer
actualmente es tratar de no ser demasiado dañino.
No respondí nada. Verdadero o falso, creía en
lo que decía; protestar hubiera sido fútil. Comprendía que mi optimismo a
menudo lo irritara: era una manera de eludir su problema. ¿Pero qué hacer? No
podía enfrentarlo en lugar suyo. Lo mejor era callarse. Anduvimos en silencio
hasta Champeaux.
-Esta nave es verdaderamente hermosa -dijo
André cuando entramos en la iglesia-. Se parece mucho a la de Sens, pero las
proporciones son aun más felices.
-Sí, es hermosa. Ya no recuerdo la de Sens.
-Es la misma alternancia de gruesas columnas
aisladas y de delgadas columnas geminadas.
-¡Qué memoria tienes!
Miramos concienzudamente la nave, el coro, el
transepto. La colegiala no era menos bella porque yo hubiera subido a la
Acrópolis, pero mi humor no era el mismo que en el tiempo en que en un viejo
cascajo rastrillábamos sistemáticamente l' île-de-France. Ninguno de nosotros
dos estaba en el asunto. No me interesaba verdaderamente en los capiteles
esculpidos, en los atrios cuyas limosnas antiguamente nos habían divertido
tanto.
Al salir de la iglesia, André me preguntó:
-¿Crees que la Truite d'Or existe todavía?
-Vamos a ver.
Antes era uno de nuestros lugares favoritos,
esa pequeña hostería, al borde del agua, donde se comían platos simples y
exquisitos. Ahí habíamos festejado nuestras bodas de plata y después no
habíamos regresado. Silencioso, pavimentado con pequeñas piedras, este pueblo
no había cambiado. Recorrimos la calle central en ambos sentidos: la Truite
d'Or había desaparecido. El restaurante donde nos detuvimos, en el bosque, nos
desagradó: quizá porque lo comparábamos con recuerdos.
-¿Y ahora, qué hacemos? -dije.
-Habíamos hablado del castillo de Vaux, de las
torres de Blandy.
-¿Pero tienes ganas de ir? -¿Por qué no?
Le daba lo mismo y entonces a mí también, pero
ninguno de los dos se atrevía a decirlo. ¿En qué pensaba, exactamente,
mientras íbamos por los senderos olorosos de follaje? ¿En el desierto de su
porvenir? No podía seguirlo. Lo sentía solo a mi lado. Yo lo estaba también.
Philippe había intentado muchas veces telefonearme. Yo había colgado en cuanto
reconocía su voz. Me interrogaba a mí misma. ¿Había tenido para con él
demasiada exigencia? ¿André demasiada desdeñosa indulgencia? ¿De esta
discordancia, él había sufrido las consecuencias? Hubiera querido discutirlo
con André, pero temía volver a provocar una disputa.
El castillo de Vaux, las torres de Blandy:
pusimos en ejecución nuestro programa. Decíamos: "Me acordaba, no me
acordaba, esas torres son soberbias..." Pero, en un sentido, ver cosas es
ocioso. Es necesario que un proyecto o una pregunta nos ligue a ellas. Yo no
percibía más que piedras amontonadas unas sobre otras.
Ese día no nos había acercado, nos sentía a
ambos defraudados y muy lejos uno del otro mientras volvíamos hacia París. Me
parecía que no podríamos hablarnos más. ¿Será pues verdad lo que cuentan sobre
la incomunicación? Como lo había entrevisto durante la cólera, ¿estábamos
consagrados a la soledad, al silencio? ¿Lo habíamos estado siempre, era por mi
terco optimismo que había pretendido lo contrario? "Es necesario hacer un
esfuerzo", me dije mientras me acostaba. "Mañana por la mañana
charlaremos.
Trataremos de llegar al fondo de las cosas." Si nuestra
disputa no estaba liquidada, quería decir que no había sido nada más que un
síntoma. Era necesario retomarlo todo, desde la raíz. En particular no temer
volver a hablar de Philippe. Un solo tema prohibido, y todo nuestro diálogo
resulta bloqueado.
Serví el té y buscaba mis palabras para
iniciar la explicación cuando André me dijo:
-¿Sabes de qué tengo ganas? De ir enseguida a
Villeneuve. Descansaré mejor que en París.
¡He ahí la conclusión que él había extraído de
ese día malogrado: en lugar de buscar un acercamiento, huía! Suele suceder que
pase algunos días sin mí en casa de su madre, por cariño hacia ella. Pero ahora
era una manera de escapar a nuestra conversación. Me sentí herida en lo más
vivo.
-Excelente idea-dije secamente-. Tu madre
estará encantada. Ve no más.
Desganadamente, preguntó:
-¿No quieres venir?
-Sabes muy bien que no tengo ninguna gana de
dejar París tan pronto. Iré en la fecha prevista.
-Como quieras.
De todas maneras, me hubiera quedado; quería
trabajar y también ver cómo sería acogido mi libro; hablar de él con los
amigos. Pero quedé desconcertada de que no insistiera. Pregunté fríamente:
-¿Cuándo piensas irte?
-No sé; pronto. No tengo nada que hacer aquí.
-Pronto, quiere decir qué: ¿mañana, pasado
mañana?
-¿Por qué no mañana por la mañana?
Así que estaríamos separados durante quince
días: nunca me dejaba más de tres o cuatro, salvo por congresos. ¿Me había
mostrado tan desagradable? Tendría que haberlo discutido conmigo en lugar de
huir. Sin embargo, las escapatorias no figuraban en su estilo. Yo no veía más
que una explicación, siempre la misma: envejecía. Molesta, pensé: "Que
vaya a empollar su vejez en otra parte." Ciertamente no iba a mover un
dedo para retenerlo.
Convinimos en que llevaría el auto. Pasó la
mañana en el garaje, haciendo diligencias, hablando por teléfono; se despidió
de sus colaboradores. Apenas lo vi. Cuando al día siguiente subió a su auto,
intercambiamos besos y sonrisas. Me encontré en la biblioteca, atontada. Tenía
la impresión de que, al dejarme plantada allí, André me castigaba. No;
simplemente había querido librarse de mí.
Pasada la primera sorpresa, me sentí aliviada.
La vida entre dos exige que uno decida: "¿A qué hora las comidas? ¿Qué te
gustaría comer?" Se formulan proyectos. En la soledad, los actos se
realizan sin premeditación, uno descansa. Me levantaba tarde, me quedaba
acurrucada en la tibieza de las sábanas, procurando atrapar al vuelo jirones de
mis sueños. Leía el correo bebiendo mi té, y canturreaba: "me lo paso...
me lo paso... me lo paso muy bien sin ti".
Ese estado de gracia duró tres días. A la
tarde del cuarto, tocaron a la puerta con pequeños timbrazos precipitados.
Solamente una persona llama así. Mi corazón se puso a latir con violencia.
Pregunté a través de la puerta:
-¿Quién es?
-Abre -gritó Philippe-. Dejo el dedo en el
botón hasta que abras.
Abrí y enseguida sus brazos estuvieron
alrededor de mí, su cabeza inclinada sobre mi hombro.
-Mi pequeña, mi querida, te lo ruego, no me
detestes. No puedo vivir disgustado contigo. Te lo ruego. ¡Te quiero tanto!
¡Tan a menudo esa voz suplicante ha hecho
desaparecer mis rencores! Lo dejé entrar en la biblioteca. Me quería, no
podía dudarlo. ¿Es que otra cosa contaba? Las viejas palabras me venían a los
labios: "Mi muchachito", pero las rechacé. No era un muchachito.
-No intentes, es demasiado tarde. Lo
estropeaste todo. -Escucha, quizá me equivoqué, quizás actué mal, ya no lo sé,
no puedo dormir. ¡Pero no quiero perderte, ten piedad de mí, me haces tan
desdichado!
Lágrimas infantiles brillaban en sus ojos.
Pero ya no era un niño. Un hombre, el marido de Irène, un señorito.
-Sería demasiado cómodo -dije-. Preparas el
golpe en silencio, sabiendo perfectamente que cavas un abismo entre nosotros.
¡Y querrías que lo tragara con una sonrisa, que todo volviera a ser como antes!
No, y no. -Verdaderamente eres demasiado dura, demasiado sectaria. Hay padres e
hijos que se quieren sin tener las mismas opiniones políticas.
-No se trata de una divergencia de opiniones.
Cambias de partido por ambición, por conveniencia. Eso es lo feo.
-Pero no. ¡Mis ideas cambiaron! Tal vez soy
influenciable, pero es verdad que me puse a ver las cosas desde otro ángulo.
¡Te lo juro!
-Entonces debiste prevenirme mucho antes. No
hacer tus tejemanejes a mis espaldas y enseguida meterme delante del hecho
consumado. Jamás te perdonaré eso.
-No me atreví. Tienes una manera de mirarme
que me da miedo.
-Siempre decías eso: jamás fue una excusa.
-Sin embargo me perdonabas. Perdóname aun esta
vez. Te lo suplico. No soporto estar mal contigo.
-No puedo hacer nada. Has actuado de tal
manera que ya no puedo estimarte.
La tormenta retumbó en sus ojos: lo prefería.
Su cólera sostendría a la mía.
-Tienes expresiones que me matan. No me he preguntado
nunca si te estimaba o no. Si hicieras idioteces, no por eso te querría menos.
Para ti, el amor hay que merecerlo. Pero sí: bastante trabajo me tomé para no
desmerecer. Todos mis deseos (ser aviador, o corredor de automóviles, o
reportero, la acción, la aventura) los tomabas como caprichos; los sacrifiqué
para complacerte. La primera vez que no cedo ante ti, te peleas conmigo.
Lo interrumpí:
-Te escapas por la tangente. Tu conducta me
indigna, ése es el motivo por él que no quiero verte más.
-Te indigna porque contradice tus proyectos.
Sin embargo, no iba a obedecerte toda mi vida. Eres demasiado tiránica. En el
fondo no tienes corazón, solamente voluntad de poder. -Había rabia y lágrimas
en su voz.- ¡Y bien!, adiós, despréciame todo lo que quieras, prescindiré de
ti.
Caminó hacia la puerta, la golpeó tras de sí.
Permanecí de pie en el vestíbulo, pensando: volverá. Siempre volvía. No hubiera
tenido el coraje de resistir, hubiera llorado con él. Al cabo de cinco minutos
regresé a la biblioteca, me senté y lloré, sola. "Mi muchachito..."
¿Qué es un adulto? Un niño inflado de edad. Lo despojaba de su edad, reencontraba
sus doce años, imposible guardarle rencor. Y sin embargo no, era un hombre.
Ninguna razón para juzgarlo menos severamente que a otro. ¿Tengo corazón duro?
¿Hay gente capaz de querer sin estimar? ¿Dónde empieza, dónde termina la
estima? ¿Y el amor? Si hubiera fracasado en su carrera universitaria, si
hubiera tenido una vida mediocre, jamás le habría faltado mi ternura: porque
habría tenido necesidad de ella. Si me hubiera vuelto inútil para él pero en
la dignidad, habría continuado queriéndolo alegremente. Pero, al mismo tiempo,
se me escapa y lo condeno. ¿Qué hacer por él?
La tristeza había vuelto a caer sobre mí y ya
no me dejó. En adelante, si por la mañana me demoraba en la cama, es porque me
daba trabajo despertar sin ayuda al mundo y mi vida. Vacilaba en zambullirme
sola en la monotonía de la jornada. Una vez de pie, a veces me sentía tentada
de volver a acostarme hasta la noche. Me arrojaba en el trabajo, muchas horas
seguidas ante mi mesa, alimentándome de jugos de fruta. Cuando finalmente me
levantaba, al mediodía, tenía la cabeza abrasada y los huesos doloridos. A
veces me dormía tan pesadamente sobre el diván que al despertar experimentaba
un estupor angustiado: como si mi conciencia, al emerger anónimamente de la
noche, dudara antes de reencarnarse. O contemplaba con mirada incrédula el
decorado familiar: reverso ilusorio y cambiante del vacío adonde me había sumergido.
Mi mirada se demoraba sorprendida en los objetos que había traído de los cuatro
rincones de Europa. Mis viajes, el espacio no conservaba huella de ellos, mi
memoria desdeñaba evocarlos; y las muñecas, los vasos, las baratijas estaban
allí. Una nada me fascinaba, me obsesionaba. Encontrar un pañuelo de seda roja
y un almohadón violeta: ¿cuándo vi por última vez fucsias, su vestido de
obispo y cardenal, su largo sexo frágil? La campanilla luminosa, la simple
rosa silvestre, la madreselva desgreñada, los narcisos, abriendo en su blancura
grandes ojos atónitos, ¿cuándo? Podían no existir ya en el mundo y no lo
sabría. Ni nenúfares en los estanques, ni trigo sarraceno en la campiña. La
tierra está a mi alrededor como una vasta hipótesis que ya no verifico.
Me arrancaba de esas brumas, descendía a la
calle, miraba el cielo, las casas mal blanqueadas. Nada me conmovía. Claros de
luna y crepúsculos, olor de primavera mojada, de alquitrán caliente,
resplandores y estaciones, he conocido instantes de un puro destello de
diamante; pero siempre sin haberlos solicitado. Surgían por sorpresa, tregua
inesperada, promesa impensada, a través de ocupaciones que me exigían; gozaba
de ellos, a las corridas, al salir del liceo, o de una boca de subterráneo, en
mi balcón entre dos sesiones de trabajo, en el boulevard cuando me apresuraba
para encontrarme de nuevo con André. Ahora, marchaba por París, disponible,
atenta y helada de indiferencia. El exceso de mis ocios, al librarme el mundo
me impedía verlo. Así, en las cálidas siestas, el sol que estalla a través de
las persianas cerradas hace brillar en mí todo el esplendor del verano; me
enceguece si lo enfrento en su crudeza tórrida.
Volvía a casa, llamaba por teléfono a André, o
él me llamaba. Su madre estaba más combativa que nunca, él volvía a verse con
viejos camaradas, se paseaba, hacía jardinería. Su cordialidad regocijada me
deprimía. Me decía que volveríamos a encontrarnos exactamente en el mismo
punto, con ese muro de silencio entre nosotros.
El teléfono no acerca, confirma las
distancias. No se es dos como en una conversación puesto que no se ve. No se
está solo como delante del papel, que permite hablarse hablándole al otro,
buscar, encontrar la verdad. Tuve ganas de escribirle: ¿pero qué? A mi
fastidio se mezclaba una inquietud. Los amigos a quienes había enviado mi
ensayo tendrían que haberme escrito hablándome de ello: ninguno lo hacía, ni
siquiera Martine. La semana siguiente a la partida de André, de golpe hubo un
gran número de artículos sobre mi libro. Los del lunes me defraudaron, los del
miércoles me irritaron, los del jueves me aterraron. Los más severos hablaban
de charlatanismo, los más benevolentes de interesante resumen. A todos se les
había escapado la originalidad de mi trabajo. ¿No había sabido ponerla en
claro? Llamé a Martine. Las críticas eran estúpidas, me dijo, era preciso no
tenerlas en cuenta. En cuanto a su propia opinión, quería esperar a terminar el
libro para dármela, iba a terminarlo y a reflexionar esa misma noche, al día
siguiente vendría a París. Al colgar el tubo tenía la boca amarga. Martine no
había querido decírmelo por teléfono: por lo tanto, su juicio era desfavorable.
Yo no comprendía. Por lo común no me engaño sobre lo que hago.
Habían pasado tres semanas después de nuestro
reencuentro en el parque Montsouris -tres semanas que se cuentan entre las más
desagradables de mi vida-. Normalmente hubiera estado contenta ante la idea de
volver a ver a Martine. Pero me sentía más angustiada que cuando esperaba los
resultados de la licenciatura. Después de rápidos cumplidos, arremetí:
-¿Entonces, usted qué piensa?
Me respondió con frases ponderadas, que uno
sentía cuidadosamente preparadas. Ese ensayo era una excelente síntesis,
elucidaba ciertos puntos oscuros, ponía útilmente en claro lo que mi obra
había aportado de nuevo. -Pero el ensayo en sí mismo, ¿aporta algo de nuevo?
-No es ése el objetivo.
-Era el mío.
Se turbó; insistí, la acosé. Según ella, los
métodos que proponía yo los había aplicado ya en mis estudios anteriores; en
muchos pasajes, incluso los había netamente explicitado. No, no innovaba. Más
vale se trataba, como había dicho Pélissier; de un sólido resumen.
-Quise hacer otra cosa completamente distinta.
Me sentía a la vez alterada e incrédula, como
sucede a menudo cuando una mala noticia se abate sobre uno. La unanimidad del
veredicto era aplastante y sin embargo me decía: "No puedo haberme
equivocado tanto."
En el jardín donde cenamos, a las puertas de
París, hice un gran esfuerzo para disimular mi contrariedad. Terminé por decir:
-Me pregunto si a partir de los sesenta años
uno no está condenado a repetirse.
-¡Qué idea!
-Pintores, músicos, incluso filósofos que se
hayan superado a la vejez, hay muchos; pero escritores, ¿puede citarme alguno?
-Victor Hugo.
-Sea. ¿Pero qué otro? Montesquieu
prácticamente se detuvo a los cincuenta y nueve años, con El espíritu de las
leyes, que había concebido desde hacía muchos años. -Debe haber muchos casos.
-Pero no se le ocurre ninguno.
-¡Vamos! no va a descorazonarse -me dijo
Martine con reproche-. Toda obra comporta altibajos. Esta vez no consiguió todo
lo que deseaba: tendrá su revancha.
-En general mis fracasos me estimulan. Esta
vez es diferente.
-No veo en qué.
-A causa de la edad. André afirma que los
sabios están acabados antes de los cincuenta años. En literatura, sin duda,
también llega un momento en el que ya no se puede adelantar.
-En literatura estoy segura de que no -dijo
Martine.
-¿Y en las ciencias?
-De eso no sé nada.
Volví a ver el rostro de André. ¿Había
experimentado el mismo tipo de decepción que yo? ¿Una vez, definitivamente, o
en varias ocasiones?
-Usted tiene científicos entre sus amigos.
¿Qué piensan de André?
-Que es un gran sabio.
-¿Pero cómo juzgan lo que hace en este
momento?
-Tiene un excelente equipo, sus trabajos son
muy importantes.
-Él dice que todas las ideas nuevas vienen de
sus colaboradores.
-Es posible. Parece que los sabios descubren
solamente en la plenitud de la vida. En las ciencias casi todos los premios
Nobel son hombres jóvenes.
Suspiré:
-Entonces André tiene razón: no descubrirá
nada más.
-No se tiene derecho a prejuzgar el porvenir
-dijo Martine cambiando bruscamente de tono-. Después de todo, no hay más que
casos particulares. Las generalidades no prueban nada.
-Quisiera creerle -dije. Y desvié la
conversación. Al irse, Martine me dijo con un aire de duda:
-Voy a retomar su libro. Lo leí demasiado
rápidamente.
-Lo leyó y es un fracaso. Pero, como usted
decía, no es muy grave.
-Nada grave en absoluto. Estoy segura de que
aún escribirá mucho, muy buenos libros.
Estaba aproximadamente segura de lo contrario,
pero no quise contradecirla.
-¡Usted es tan joven! -agregó.
Me lo dicen a menudo y me siento halagada. De
pronto, la palabra me irritó. Es un cumplido ambiguo que anuncia penosos días
futuros. Conservar vitalidad, alegría, presencia de espíritu, es permanecer
joven. Por lo tanto, la parte que le toca a la vejez es la rutina, la
morosidad, la chochez. No soy joven, estoy bien conservada, es muy distinto.
Tomé somníferos y me metí en la cama.
Al despertar me encontré en un extraño estado,
más febril que ansioso. Dejé el teléfono incomunicado, intenté releer mi
Rousseau y mi Montesquieu. Leí diez horas seguidas, interrumpiéndome apenas
para comer dos huevos duros y una tajada de jamón. Curiosa experiencia reanimar
esos textos nacidos de mi pluma y olvidados. Por momentos me interesaban, me
sorprendían como si otro los hubiera escrito; sin embargo reconocía ese
vocabulario, esos cortes de frase, esos comienzos, esas elipsis, esos tics;
esas páginas estaban totalmente impregnadas de mí, era una intimidad repugnante
como el olor de una habitación adonde uno ha estado confinado demasiado
tiempo. Me obligué a tomar aire, a cenar en el pequeño restaurante de al lado;
en casa bebí unas tazas de café muy fuerte y abrí mi último ensayo. Lo tenía
bien presente y sabía de antemano cuál sería el resultado de esa comprobación.
Todo lo que tenía que decir había sido dicho en mis dos monografías. Me
limitaba a repetir bajo otra forma las ideas que las habían dotado de interés.
Me había equivocado cuando creía progresar. E incluso separados del contenido
singular al que los había aplicado, mis métodos perdían algo de su sutileza,
de su flexibilidad. No aportaba nada nuevo; absolutamente nada. Y sabía que el
segundo tomo no hacía más que prolongar ese moverse en el mismo sitio. Así es:
había pasado tres años escribiendo un libro inútil. No solamente errado, como
algunos otros en los cuales, a través de torpezas y tanteos, abría perspectivas.
Inútil. Para echar al fuego.
No prejuzgar el porvenir. Fácil de decir. Lo
veía. Se extendía delante de mí hasta perderse de vista, chato, desnudo. No
más proyecto, no más deseo. No escribiré más. ¿Entonces qué haré? Qué vacío en
mí, alrededor de mí. Inútil. Los griegos llamaban a sus ancianos semillas.
"Semilla inútil", se dice Hécuba en Las troyanas. Se trata de mí.
Estaba aniquilada. Me preguntaba cómo se logra vivir todavía cuando no se
espera nada más de sí.
Por amor propio no quise adelantar mi partida
y por teléfono no le hablé a André de nada. ¡Pero cómo me parecieron de largos
los tres días que siguieron! Piedras lajas chatas en sus fundas de colores
vivos, volúmenes apretados sobre los estantes de madera, ni la música ni las
frases podían nada por mí. Antes esperaba de ellas un estímulo o un descanso.
No veía más que un entretenimiento cuya gratuidad me nauseaba. ¿Ir a una
exposición, volver al Louvre? Había deseado tanto tener tiempo cuando me
faltaba. Pero si diez días atrás no había sabido ver en las iglesias y los
castillos más que piedras apiladas, ahora sería peor todavía. Entre el cuadro y
mi mirada no pasaría nada. Sobre la tela no vería más que colores lanzados por
un tubo y esparcidos por un pincel. Pasearme me aburría, ya lo había
comprobado. Mis amigos estaban de vacaciones y, por otra parte, no deseaba ni
su sinceridad ni sus mentiras. Philippe... ¡con cuánto dolor lo echaba de
menos! Apartaba de mí su imagen, me llenaba los ojos de lágrimas.
Así que me quedé en casa, a rumiar mis
pensamientos. Hacía mucho calor; aunque bajaba las cortinas, me ahogaba. El
tiempo se estancaba. Es terrible -tengo ganas de decir es injusto- que pueda
pasar a la vez tan rápido y tan lentamente. Franqueaba la puerta del liceo de
Bourg, casi tan joven como mis alumnas, miraba con compasión a los viejos
profesores de cabellos grises. ¡Y zas! Me volví un viejo profesor, y después la
puerta del liceo se cerró. Durante años mis clases me dieron la ilusión de no
cambiar de edad: en cada nueva temporada escolar las reencontraba, igualmente
jóvenes, y me identificaba con esa inmovilidad. En el océano del tiempo era una
roca batida por olas siempre nuevas y que no se mueve ni se desgasta. Y
repentinamente el flujo me arrastra y me arrastrará hasta que me hunda en la
muerte. Mi vida se precipita trágicamente. Y no obstante en este momento se
desagota con qué lentitud-hora a hora, minuto a minuto-. Hay que esperar
siempre que el azúcar se derrita, que el recuerdo se esfume, que la herida
cicatrice, que el sol se oculte, que el fastidio se disipe. Extraño corte entre
esos dos ritmos. Al galope mis días huyen y en cada uno de ellos languidezco.
No me quedaba más que una esperanza: André.
¿Pero podía colmar ese vacío en mí? ¿En qué estábamos? Y en principio, ¿qué
habíamos sido uno para el otro, a lo largo de esta vida que llaman en común?
Quería decidir sin hacer trampas. Para eso era preciso recapitular nuestra
historia. Siempre me prometía hacerlo. Lo intenté. Arrellanada en un profundo
sillón, los ojos en el cielo raso, me contaba nuestros primeros encuentros,
nuestro casamiento, el nacimiento de Philippe. No me enteré de nada que ya no
supiera. ¡Qué pobreza! "El desierto del pasado", ha dicho
Chateaubriand. ¡Tiene razón, desgraciadamente! Me había más o menos imaginado
que mi vida, detrás de mí, era un paisaje en el cual podría pasearme a mi
gusto, descubriendo poco a poco sus meandros y sus repliegues. No. Soy capaz de
recitar nombres, datos, como un escolar rinde una materia bien aprendida sobre
un tema que le es extraño. Y de tanto en tanto, resucitaban imágenes mutiladas,
empalidecidas, tan abstractas como las de mi vieja historia de Francia; se
recortan arbitrariamente, sobre un fondo blanco. El rostro de André no cambia
nunca a través de las evocaciones. Me detuve. Lo que hacía falta era
reflexionar. ¿Me ha amado como yo lo amé? Al principio, pienso que sí, o más
bien la pregunta no se planteaba para ninguno de los dos: nos entendíamos tan
bien. Pero cuando su trabajo dejó de satisfacerlo, ¿se dio cuenta de que
nuestro amor no le bastaba? ¿Se sintió decepcionado por eso? Pienso que me
considera como un invariable, cuya desaparición lo desconcertaría, pero que no
podría modificar en nada su destino, ya que la partida se juega en otra parte.
Entonces ni siquiera mi comprensión le aportará gran cosa. ¿Otra mujer lograría
darle algo más? La barrera entre nosotros, ¿quién la había levantado? ¿Él, yo, ambos?
¿Había posibilidad de derribarla? Estaba cansada de interrogarme. Las palabras
se descomponían en mi cabeza: amor, entendimiento, desacuerdo, ruidos carentes
de sentido. ¿Lo habían tenido nunca? Cuando tomé el expreso del sur, a
principios de una siesta, no sabía en absoluto lo que me esperaba.
Me esperaba en el andén de la estación.
¡Después de tantas imágenes y palabras, y esa voz desencarnada, de pronto la
evidencia de una presencia! Curtido por el sol, más delgado, los cabellos
recién cortados, vestido con un pantalón de dril y con una remera de mangas
cortas, era algo diferente del André que había dejado, pero era él. Mi alegría
no podía ser falsa, no podía aniquilarse en unos pocos instantes. ¿O sí? Tenía
gestos afectuosos para instalarme en el auto, y sonrisas llenas de gentileza
mientras nos dirigíamos hacia Villeneuve. Pero estamos tan habituados a
hablarnos amablemente que ni los gestos ni las sonrisas significaban gran
cosa. ¿Estaba verdaderamente contento de volver a verme?
Manette puso su mano seca sobre mi hombro, un
beso rápido sobre mi frente: "Buenos días, niña mía". Cuando ella
esté muerta, nadie más me llamará "niña mía". Me resulta difícil
pensar que tengo quince años más que su primera aparición. A los cuarenta y
cinco años ella me parecía casi de la misma edad que ahora.
Me senté en el jardín con André; las rosas
maltratadas por el sol exhalaban un olor penetrante como un quejido. Le dije:
-Has rejuvenecido.
-¡Es la vida campestre! ¿Cómo andas tú?
-Físicamente bien. ¿Pero has visto mis
críticas?
-Algunas.
-¿Por qué no me advertiste que mi libro no
valía nada?
-Exageras. Es menos diferente de los otros de
lo que pensabas. Pero está lleno de cosas interesantes.
-No te interesó tanto.
-¡Oh! yo... ya nada me agarra. No hay peor lector
que yo.
-Incluso Martine lo juzga severamente; y,
pensándolo bien, yo también.
-Tratabas de hacer algo muy difícil, anduviste
un poco a tientas. Pero supongo que ahora ves claro; te desquitarás en el
segundo volumen.
-Lamentablemente, no. Lo errado es la
concepción misma del libro. El segundo volumen será tan malo como el primero.
Abandono.
-Es una decisión muy apresurada. Dame a leer
tu manuscrito.
-No lo traje. Sé que es malo, créeme.
Me miró perplejamente. Sabe que no me
descorazono fácilmente.
-¿Qué vas a hacer en lugar de eso?
-Nada. Creí tener pan en el horno para dos
años. Bruscamente, el vacío.
Puso su mano sobre la mía.
-Comprendo que estés abatida. Pero no te
atormentes demasiado. Por el momento se impone forzosamente el vacío. Y
después, un día, una idea aparece.
-Ves cómo uno es optimista cuando se trata de
otros. Insistió, era su papel. Citó autores de los cuales hubiera sido
interesante hablar. ¿Pero volver a comenzar mi Rousseau, mi Montesquieu, para
qué? Había querido encontrar otro ángulo: no lo encontraría. Recordaba las cosas
que André me había dicho. Esas resistencias de las cuales me había hablado, las
reencontraba en mí. Mi aproximación a los problemas, mis hábitos de pensamiento,
mis perspectivas, mis presuposiciones, eran yo misma, no imaginaba un cambio.
Mi obra estaba detenida, terminada. Con ello mi vanidad no sufría. Si hubiera
tenido que morir durante la noche, habría estimado que mi vida era un logro.
Pero estaba aterrada por ese desierto a través del cual iba a arrastrarme
hasta desembocar en la muerte. Durante la cena me esforcé por poner buena cara.
Felizmente, Manette y André discutieron apasionadamente acerca de las
relaciones chino-soviéticas.
Subí a acostarme temprano. Mi habitación olía
a lavanda, tomillo y agujas de pino: me parecía haberla dejado la víspera. ¡Un
año ya! Cada año pasa más rápidamente que el precedente. No tenía que esperar
tanto antes de dormirme para siempre. Mientras tanto, ya sabía cómo las horas
pueden arrastrarse lentamente. Y aún amo demasiado la vida como para que la
idea de la muerte me consuele. En el silencio campesino dormí, a pesar de
todo, con un sueño apaciguador.
-¿Quieres dar un paseo? -me preguntó André al
día siguiente por la mañana.
-Desde luego.
-Voy a mostrarte un lindo rincón que volví a
descubrir. Al borde del Gard. Lleva el traje de baño.
-No tengo.
-Manette te prestará uno. Vas a ver, te
tentarás. Seguimos en auto a través de landas con angostas rutas polvorientas.
André hablaba con volubilidad. Desde hacía muchos años no había pasado aquí una
temporada tan larga. Había tenido tiempo para explorar de nuevo la región, para
volver a ver a sus compañeros de infancia. Parecía decididamente mucho más
joven y alegre que en
París. Yo no le había hecho falta en absoluto,
se veía. ¿Durante cuánto tiempo se hubiera pasado alegremente sin mí?
Detuvo el auto:
-¿Ves esa mancha verde, abajo? Es el Gard.
Forma una especie de hondonada, es ideal para bañarse y el sitio es
encantador.
-Pero, fíjate, es una buena distancia. Hay que
volver a subirla.
-No es cansador, lo he hecho con frecuencia.
-Descendió la cuesta, muy rápidamente, con
seguridad. Lo seguí desde lejos, frenándome, y tropezando un poco: una caída,
una fractura, a mi edad no sería nada divertido. Podía subir rápidamente, pero
nunca había sido muy buena para las bajadas.
-¿No es lindo? -Muy lindo.
Me senté a la sombra de un peñasco. No para
bañarme. Nado mal. Y hasta delante de André detesto mostrarme en traje de
baño. Un cuerpo de viejo es a pesar de todo menos feo que un cuerpo de vieja,
me dije viéndolo chapuzar en el agua. Agua verde, cielo azul, olor a monte:
aquí hubiera estado mejor que en París. Si él hubiera insistido, habría venido
antes: pero eso es justamente lo que él no había querido.
Se sentó junto a mí sobre la arenilla.
-Hiciste mal. ¡Estaba fantástica!
-Estaba muy bien aquí.
-¿Cómo encontraste a mamá? Es sorprendente,
¿eh?
-Sorprendente. ¿Qué hace durante todo el día?
-Lee mucho; escucha la radio. Le propuse
comprarle un televisor, pero se negó; me dijo: "No dejo entrar a cualquiera
a mi casa." Cuida el jardín. Va a las reuniones de su célula. No se
inquieta jamás, como ella dice.
-En suma, es el mejor período de su vida.
-Seguramente. Es uno de esos casos en que la
vejez es una edad feliz: cuando uno ha llevado una vida dura y más o menos
devorada por los demás.
Cuando comenzamos a subir de nuevo hacía mucho
calor; el camino era más largo, más arduo de lo que había dicho André. Caminaba
a largas zancadas; y yo, que antes trepaba tan gallardamente, me arrastraba,
lejos detrás de él, era humillante. El sol me barrenaba las sienes, la agonía
estridente de las cigarras me perforaba los oídos; jadeaba.
-Caminas demasiado rápido -dije. -No te
apresures. Te espero arriba.
Me detuve, bañada en sudor. Seguí. Ya no era
dueña de mi corazón, de mi aliento; mis piernas apenas me obedecían; la luz me
lastimaba los ojos; el canto de amor y de muerte de las cigarras, en su
monotonía obstinada, me hacía rechinar los nervios. Llegué al auto con el
rostro y la cabeza ardiendo, al borde de la congestión, me parecía.
-Estoy muerta.
-Hubieras debido subir más lentamente.
-Trataré de acordarme de tus caminitos fáciles. Regresamos en silencio. Hacía
mal en irritarme por una nadería. Siempre fui colérica: ¿me volvería agria? Era
preciso que tuviera cuidado. Pero no conseguía vencer mi despecho. Y me sentía
tan mal que temí una insolación. Comí dos tomates y fui a descansar a la
habitación, donde la sombra, el embaldosado, la blancura de las sábanas daban
una falsa impresión de frescura. Cerré los ojos, en el silencio escuché el tic
tac de un reloj de péndulo. Había dicho a André: "No veo lo que se pierde
al envejecer." ¡Y bien! Ahora veía. Siempre me negué a enfocar la vida a
la manera de Fitzgerald, como un "proceso de degradación”. Pensaba que mi
relación con André no se alteraría jamás, que mi obra no cesaría de
enriquecerse, que Philippe se parecería cada día más al hombre que yo había
querido hacer de él. Por mi cuerpo no me inquietaba. Y creía que incluso el
silencio tenía frutos. ¡Qué ilusión! La expresión de Sainte-Beuve es más
verdadera que la de Valéry: "Uno se endurece por partes, se pudre en
otras, jamás madura." Mi cuerpo me abandonaba. Ya no era capaz de escribir;
Philippe había traicionado todas mis esperanzas y lo que me apesadumbraba
todavía más era que entre André y yo las cosas estaban deteriorándose. ¡Qué
engaño, ese progreso, esa ascensión con la que me había embriagado, puesto que
viene el momento de la caída! Ya se había iniciado. Y ahora sería muy rápido y
muy lento: nos volveríamos unos ancianos.
Cuando bajé, el calor se había apaciguado;
Manette leía, cerca de una ventana que daba sobre el jardín. La edad no la
había disminuido, ¿pero qué pasaba en el fondo de ella misma? ¿Pensaba en la
muerte? ¿Con resignación, con temor? No me atrevía a preguntárselo.
-André fue a jugar a las bochas -me dijo.
Me senté frente a ella. De todas maneras, si
yo llegaba a los ochenta años, no me parecería a ella. No me imaginaba llamando
libertad a mi soledad y aprovechando tranquilamente de cada instante. A mí, la
vida iba poco a poco a sacarme todo lo que me había dado; ya había comenzado.
-Entonces -me dijo-, Philippe abandonó la enseñanza;
no es bastante buena para él; quiere volverse un gran señor.
-Desgraciadamente, sí.
-Esta juventud no cree en nada. Hay que
reconocer que ustedes no creen tampoco en gran cosa.
-¿André y yo? Pero claro que sí.
-André está contra todo. Ese es el error. Por
eso Philippe se encaminó mal. Es necesario estar a favor de algo. No se
resignó nunca a que André no se afiliara al Partido. Yo no tenía ganas de
discutirlo. Conté el paseo de la mañana y pregunté:
-¿Dónde guardó las fotos?
Es un ritual, todos los años miro el viejo
álbum. Pero no está nunca en el mismo lugar.
Lo dejó sobre la mesa, lo mismo que una caja
de cartón. Hay pocas fotos muy viejas. Manette el día de su casamiento, con un
largo vestido austero. Un grupo: ella con su marido, sus hermanos, sus
hermanas, toda una generación de la cual es la única sobreviviente. André niño,
el aire testarudo, decidido. Renée a los veinte años, entre sus dos hermanos.
Pensábamos que no nos consolaríamos nunca de su muerte; veinticuatro años y
esperaba tanto de la vida. ¿Qué hubiera obtenido de ella? ¿Cómo hubiera
soportado su vejez? Mi primer encuentro con la muerte, cómo lloré. Después lloré
cada vez menos: mis padres, mi cuñado, mi suegro, los amigos. También eso es
envejecer. Tantos muertos detrás de uno, echados de menos, olvidados. A menudo,
cuando leo el diario, me entero de una nueva muerte: un escritor querido, una
colega, un viejo colaborador de André, uno de nuestros camaradas políticos, un
amigo perdido de vista. Uno debe sentirse extraño cuando queda, como Manette,
como el único testigo de un mundo abolido.
-¿Miras las fotos?
André se inclinaba sobre mi hombro. Hojeó el
álbum y me señaló una imagen que lo representaba, a los once años, con
compañeros de su clase.
-Hay más de la mitad que están muertos -me
dijo-. A éste, Pierre, he vuelto a verlo. A aquél también. Y a Paul, que no
está en la foto. Hace ya veinte años que no nos habíamos visto. Apenas los
reconocí. No se diría que tienen exactamente mi edad: se han transformado en ancianos.
Mucho más deslucidos que Manette. Para mí fue un golpe.
-¿A causa de la vida que hicieron?
-Sí. Ser campesino, en un rincón así, es algo
que gasta a un hombre.
-En comparación, te sentiste joven.
-No joven. Pero sí injustamente privilegiado.
-Volvió a cerrar el álbum:- Te llevo a tomar
el aperitivo a Villeneuve.
-De acuerdo.
En el auto me habló del partido de bochas que
acababa de ganar, había hecho grandes progresos después de su llegada. Su
humor parecía inalterablemente bueno, mi irritación no lo había perturbado, lo
comprobé con algo de amargura. Detuvo el auto al costado de un terraplén con
sombrillas azules y anaranjadas bajo las cuales la gente bebía anisados; el
olor del anís flotaba en el aire. Pidió lo mismo para nosotros. Hubo un largo
silencio. Dijo:
-Es alegre este lugarcito. -Muy alegre.
-Lo dices con un aire lúgubre. ¿Extrañas
París?
-¡Oh no! En este momento los lugares me
importan un comino.
-La gente también, tengo la impresión.
-¿Por qué dices eso?
-No estás muy locuaz.
-Discúlpame. Me siento mal. Tomé demasiado sol
esta mañana.
-Por lo común eres tan sufrida.
-Envejezco.
Mi voz no era amable. ¿Qué había esperado de
André? ¿Un milagro? ¿Que un golpe de varita mágica hubiese vuelto mi libro
bueno, las críticas favorables? ¿O que cerca de él mi fracaso se volviera
indiferente? Había hecho para mí muchos pequeños milagros; en la época que vivía
tenso hacia su porvenir, su ardor animaba el mío. Me daba, me devolvía
confianza. Había perdido ese poder. Aunque hubiera conservado la fe en su
propio destino, no habría sido suficiente para fortalecerme respecto del mío.
Sacó una carta del bolsillo.
-Philippe me escribió.
-¿Cómo sabía dónde estabas?
-Le hablé por teléfono el día de mi partida,
para despedirme. Me cuenta que lo echaste.
-Sí. No me arrepiento. No puedo querer a
alguien que no estimo.
André me sonrió:
-No sé si eres de muy buena fe.
-¿Cómo?
-Te colocas en un plano moral, cuando es sobre
todo en el plano afectivo que te sientes traicionada.
-Las dos cosas.
Traicionada, abandonada, sí; una herida
demasiado sangrante como para que soporte hablar de ella. Volvimos a quedarnos
en silencio. ¿Iba a instalarse definitivamente entre nosotros? Una pareja que
continúa porque comenzó, sin otra razón: ¿era eso lo que estábamos a punto de
volvernos? ¿Pasar todavía quince años, veinte años, sin agravio particular, sin
animosidad, pero cada uno en su caldo, atado a su problema, rumiando su fracaso
personal, toda palabra transformada en vana? Habíamos empezado a vivir a
destiempo. En París yo estaba contenta, él sombrío. Le guardaba rencor por
estar contento ahora que yo me había ensombrecido. Hice un esfuerzo:
-Dentro de tres días estaremos en Italia. ¿Te
gusta?
-Si te gusta a ti.
-Me gusta si te gusta.
-¿Por qué a ti los lugares definitivamente te
importan un bledo?
-Con frecuencia también a ti te importan un
bledo. No contestó nada. Algo se había interpuesto en nuestro diálogo: cada
uno interpretaba atravesadamente lo que decía el otro. ¿Terminaríamos algún
día? ¿Por qué mañana más que hoy, en Roma más que aquí?
-¡Y bien!, volvamos -dije al cabo de un rato.
Matamos la noche jugando a las cartas con Manette. Al día siguiente no quise
exponerme al sol y al chirrido de las cigarras. ¿Para qué? Ante el castillo de
los Papas o el puente del Gard, sabía que permanecería tan indiferente como en
Champeaux. Pretexté un dolor de cabeza para quedarme en la casa. André había
traído una docena de obras nuevas, se zambulló en una de ellas. Yo estoy al
día, las conocía a todas. Examiné la biblioteca de Manette. Los clásicos
Garnier, algunos Pléiades que le habíamos regalado. Por mucho tiempo no había
tenido la ocasión de volver a esos textos, los había olvidado. Y sin embargo
sentía pereza ante la idea de releerlos. Uño se acuerda a medida que hace
falta, o por lo menos se hace la ilusión. La frescura primera está perdida.
¿Qué tenían para darme esos escritores que me habían hecho lo que era y ya no
dejaría de ser? Abrí, hojeé algunos volúmenes; todos tenían un gusto casi tan
nauseabundo como el de mis propios libros: gusto a polvo.
Manette levantó la vista de su diario.
-Empiezo a creer que veré con mis ojos hombres
en la luna.
-¿Con tus ojos? ¿Harás el viaje? -preguntó
André con voz riente.
-Me comprendes muy bien. Sabré que están allí.
Y serán rusos, hijito mío. Los yanquis la pifiaron con su oxígeno puro.
-Sí, mamá, verás a los rusos en la luna -dijo
André cariñosamente.
-Pensar que comenzarnos en las cavernas,
exactamente con nuestros diez dedos a nuestro servicio -continuó
ensoñadoramente Manette-. Y hemos llegado adonde estamos: reconoce que es
alentador.
-Es cierto que la historia de la humanidad es
hermosa -dijo André-. Lástima que la de los hombres sea tan triste.
-No lo será siempre. Si tus chinos no hacen
saltar la tierra, nuestros nietos conocerán el socialismo. Viviré todavía
cincuenta años para verlo.
-¡Qué salud! La estás escuchando -me dijo
André-. Volvería a enrolarse por cincuenta años.
-¿Tú no, hijo mío?
-No mamá, francamente no. La historia sigue
por tan curiosos caminos que apenas si tengo la impresión de que me concierne.
Me siento en la superficie. Entonces, ¡dentro de cincuenta años...!
-Lo sé, ya no crees en nada -dijo Manette
reprobadoramente.
-Eso no es totalmente cierto.
-¿En qué crees?
-En el sufrimiento de la gente, y que es
abominable. Es necesario hacer todo lo posible para suprimirlo. A decir
verdad, ninguna otra cosa me parece importante.
-Entonces -pregunté-, ¿por qué no la bomba,
por qué no la aniquilación? Que todo salte a pedazos, que se termine.
-A veces uno se siente tentado de desearla.
Pero prefiero soñar que la vida podría ser sin dolor.
-La vida para hacer algo con ella -dijo
Manette con aire pendenciero.
El tono de André me había helado; no estaba
tan despreocupado como parecía. "Lástima que la de los hombres sea tan
triste." ¡Con qué voz lo había dicho! Lo miré, tuve tal ímpetu hacia él que
repentinamente me invadió una certeza. Nunca seríamos dos extraños. Uno de
estos días, mañana quizá, nos reencontraríamos puesto que mi corazón ya lo
había reencontrado. Después de la cena, fui yo quien propuso salir. Nos
dirigimos lentamente hacia el fuerte Saint-André. Pregunté:
-¿Piensas verdaderamente que nada cuenta sino
suprimir el sufrimiento?
-¿Qué otra cosa?
-No es alegre.
-No. Mucho menos cuando no se sabe cómo combatirlo.
-Se calló un momento:- Mamá acaba de decir que no creemos en nada. Pero
prácticamente ninguna causa es por completo nuestra: no estamos con la U.R.S.S.
y sus compromisos; tampoco con China; en Francia ni por el régimen ni por
ninguno de los partidos de la oposición. -Es una situación incómoda -dije.
-Eso explica un poco la actitud de Philippe:
estar contra todo, a los treinta años, no es nada exaltante.
-A los sesenta tampoco. No es una razón para
renegar de sus ideas.
-¿Eran verdaderamente sus ideas?
-¿Qué quieres decir?
-¡Oh! por supuesto, las grandes injusticias,
las grandes porquerías, eso lo subleva. Pero nunca estuvo totalmente
politizado. Adoptó nuestras opiniones porque no podía hacer otra cosa, veía el
mundo por nuestros ojos: ¿pero hasta qué punto estaba convencido? -
-¿Y los riesgos que corrió durante la guerra
de Argelia?
-Eso lo asqueaba sinceramente. Y además los
volantes, los manifiestos, era la acción, la aventura. Eso no prueba que haya
sido profundamente de izquierda.
-Curiosa manera de defender a Philippe:
demoliéndolo.
-No. No lo demuelo. Más reflexiono, más
excusas le encuentro. Mido cuánto hemos pesado sobre él; terminó por tener
necesidad de afirmarse en nuestra contra, a cualquier precio. Y después hablas
de Argelia: lindamente defraudado. Ninguno de los tipos por los que se jugó le
dio señales de vida. Y allá el gran hombre es de Gaulle. Nos sentamos sobre la
hierba, al pie del fuerte. Escuchaba la voz de André, calma y convincente; de
nuevo podíamos hablarnos y algo se desanudaba dentro de mí. Por primera vez
pensaba en Philippe sin cólera. Sin alegría también, pero apaciblemente: tal
vez porque André estaba repentinamente tan próximo, la imagen de Philippe se
desdibujaba.
-Hemos pesado sobre él, sí -dije con buena
voluntad. Pregunté-: ¿Piensas que debo volver a verlo?
-Lo apenaría enormemente que siguieras enojada
con él: ¿para qué le serviría?
-No me propongo causarle pena. Me siento
vacía, eso es todo.
-¡Oh! por supuesto, ya nunca será lo mismo
entre él y nosotros.
Miré a André. Entre él y yo me parecía que ya
todo había vuelto a ser lo mismo. La luna brillaba y también la pequeña
estrella que la escolta fielmente, y una gran paz descendió en mí:
"Estrellita te veo - Que la luna atrae a sí." Reencontraba las viejas
palabras en mi garganta, tal como habían sido escritas. Me unían a los siglos
pasados, cuando los astros brillaban exactamente como hoy. Y ese renacimiento y
esa permanencia me daban una impresión de eternidad. La tierra me parecía
reciente como en las primeras edades y ese instante se bastaba. Yo estaba allí,
miraba a nuestros pies los techos de tejas bañados por el claro de luna, sin
razón, por el placer de mirarlos. Ese desinterés tenía un encanto punzante.
-Tal el privilegio de la literatura -dije-.
Las imágenes se deforman, empalidecen. Las palabras, uno se las lleva consigo.
-¿Por qué piensas- en eso? -dijo André.
Le cité los dos versos de Aucassin et
Nicolette. Agregué con nostalgia:
-¡Qué hermosas son las noches aquí!
-Sí. Es lamentable que no hayas podido venir
antes. Me sobresalté:
-¡Es lamentable! ¡Pero si no querías que
viniera!
-¿Yo? ¡Esa sí que es buena! Fuiste tú quien se
negó. Cuando te dije: "¿Por qué no salir enseguida para Villeneuve?",
me contestaste: "Buena idea. Vete no más."
-No fue así. Dijiste, lo recuerdo
textualmente: "De lo que tengo ganas es de ir a Villeneuve." Estabas
harto de mí, todo lo que querías era escaparte.
-¡Estás loca! Evidentemente quería decir:
"tengo ganas de que vayamos a Villeneuve". Y me contestaste:
"vete no más", con una voz que me heló. A pesar de todo insistí.
-¡Oh! de la boca para afuera; sabías que me
negaría.
-Absolutamente no.
Tenía un aspecto tan sincero que me asaltó la
duda. ¿Había podido equivocarme? La escena estaba fija en mi memoria, no podía
cambiarla. Pero estaba segura de que él no mentía.
-Qué tonto es -dije-. Fue un golpe tal cuando
vi que habías decidido partir sin mí.
-Es tonto -dijo André-. ¡Me pregunto por qué
creíste eso!
Reflexioné:
Desconfiaba de ti.
-¿Porque te había mentido?
-Desde hacía algún tiempo me parecías
cambiado. -¿En qué?
-Te hacías el anciano.
-No me hacía. Ayer tú misma me dijiste:
Envejezco.
-Pero te dejabas estar. En un montón de cosas.
-¿Por ejemplo?
-Tenías tics; esa manera de toquetear tu
encía.
-¡Ah! eso...
-¿Qué?
-Mi mandíbula está un poco infectada en ese
sitio; si es algo serio, mi arco se debilitará, tendré que usar un postizo. ¡Te
das cuenta!
Me doy cuenta. En sueños a veces todos mis
dientes se vienen abajo en mi boca y de golpe la decrepitud se me viene encima.
Un postizo...
-¿Por qué no me lo dijiste?
-Hay disgustos que uno guarda para sí.
-Quizá sea un error. Es así como se llega a
los malentendidos.
-Puede ser. -Se puso de pie.- Vamos, tomaremos
frío. Yo también me puse de pie. Descendimos lentamente la pendiente herbosa.
-Sin embargo tienes algo de razón al decir que
me hacía el anciano -dijo André-. Exageraba la nota. Cuando vi todos esos
tipos tanto más deslucidos que yo y que toman las cosas como vienen, sin hacer
historias, me llamé a la realidad. Decidí reaccionar.
-¡Ah, entonces es eso! Pensé que era mi
ausencia la que te había devuelto tú buen humor.
-¡Qué idea! Al contrario, por ti más que nada
me impuse sobreponerme. No quiero ser un viejo secante. Viejo, ya es
bastante, secante no.
Agarré su brazo, lo apreté contra el mío.
Había reencontrado a André, a quien nunca había perdido y a quien jamás
perdería. Entramos en el jardín, nos sentamos sobre un banco, al pie de un
ciprés. La luna y su estrellita brillaban encima de la casa.
-Sin embargo, es verdad que la vejez existe
-dije-. Y no es tan divertido decirse que uno está acabado. Puso su mano sobre
la mía.
-No te lo digas. Creo que sé por qué
fracasaste en ese ensayo. Partiste de una ambición vacía: innovar, superarte.
Eso es algo que no perdona. Comprender y hacer comprender a Rousseau,
Montesquieu, era un proyecto concreto que te llevó lejos. Si estás en vena
otra vez, aún puedes hacer un buen trabajo.
-A grandes rasgos, mi obra quedará como está:
he visto mis límites.
-Desde un punto de vista narcisista, no tienes
gran cosa que ganar, es cierto. Pero aún puedes interesar a los lectores,
enriquecerlos, hacerlos reflexionar.
-Será de desear.
-Por mi parte, he tomado una decisión. Un año
más y detengo todo. Vuelvo a meterme en el estudio, me pongo al día, lleno mis
lagunas.
-¿Piensas que después recomenzarás por buen
camino?
-No. Pero hay cosas que ignoro, y que quiero
saber. Nada más que para saberlas.
-¿Te bastará?
-En todo caso, durante un tiempo. No miremos
demasiado lejos.
-Tienes razón.
Siempre habíamos mirado lejos. ¿Sería
necesario aprender a vivir al día? Estábamos sentados uno al lado del otro
bajo las estrellas, rozados por el olor amargo del ciprés, nuestras manos se
tocaban; por un instante el tiempo se había detenido. Se echaría a correr otra
vez. ¿Y entonces? ¿Sí o no yo podía trabajar todavía? ¿Mi rencor en contra de
Philippe se desdibujaría? ¿Volvería a asaltarme la angustia de envejecer? No
mirar demasiado lejos. A lo lejos estaban los horrores de la muerte y de los
adioses; estaban los postizos, las ciáticas, las invalideces, la esterilidad
mental, la soledad en un mundo extraño que ya no comprendemos más y que
continuará su curso sin nosotros. ¿Lograré no alzar mi vista hacia esos
horizontes? ¿O aprenderé a percibirlos sin espanto? Estamos juntos, ésa es
nuestra posibilidad. Nos ayudaremos a vivir esta última aventura de la cual no
regresaremos. ¿Eso nos la volverá tolerable? No sé. Esperemos. No tenemos
elección.
No hay comentarios:
Publicar un comentario