Chile, a propósito de doscientos años

Armando Aravena Aravena
Santiago de Chile, octubre 2010

Conmemorar —tomar la decisión («consciente») de traer (nuevamente) a la memoria un momento, un hecho, un rostro, una gesta, una muerte o un nacimiento, y más allá que constituya algo de interés personal o colectivo—, tiene valor en tanto el significado o sentido para quienes hacen el gesto de recordar, y vivir su ritual. De alguna manera aquello que recordamos, o conmemoramos, ofrece, desde la perspectiva en que nos instalemos, una oportunidad para expresar lo que con dicho acto conmemorativo nos sucede.

Esta reflexión no trata sobre lo que hemos denominado como «bicentenario» —la celebración por los doscientos años de vida republicana, o la conmemoración del acto o conjunto de actos emancipadores emprendidos por hombres y mujeres, en los albores del siglo xix—. El presente ensayo no busca, pues, referirse a esta gesta, a este desprendimiento patriota, heroico y libertario; sino expresar una visión acerca de cómo resuena hoy día la palabra (de carne y hueso) independencia o emancipación, al cabo y en el transcurso de doscientos años de construcción republicana que hemos generado.

Lo que escribo lleva inevitablemente el sello de la parcialidad y la subjetividad. No tiene la pretensión de la distancia ideológica, científica o pedagógica. Es un discurso militante, sumido en la militancia de sospechar, a priori, de tanto afán patriótico, de tanta evocación del gesto heroico, de tanta glorificación e inalcanzables altares. Toda esta glorificación es, tal vez, merecida. Sin embargo, en su práctica no ha hecho más que profundizar una distancia que parece impenetrable entre quienes tenemos la oportunidad de vivir hoy día, respecto de aquellos que las circunstancias condujeron a tomar, en esas horas, el toro por las astas, para cortar con el dominio español —absolutista y colonialista—, asumiendo el costo de hacer frente al imperio, de porfiar y declararse en rebeldía por la convicción de que valía la pena librar una lucha —a veces desigual— por lograr la ansiada autonomía.

El riesgo de glorificar y llevar a un altar las obras y sus personajes, que en su circunstancia fueron absolutamente terrenales, conducidos por hombres concretos y temporales, es convertir la historia en un mito, rodeado de explicaciones casi divinas, que terminan —como fue señalado en las líneas anteriores— estableciendo una distancia tal, que hace perder la perspectiva de lo que dicho proceso emancipador ha significado para nosotros. La glorificación y mitificación del pasado remoto lleva, en última instancia, a descuidar el propio presente, a ignorar la necesidad actual de ser sujetos constructores de nuestro propio tiempo, de ser, en fin, actores sociales e históricos. La mitificación de una época nos conduce, inevitablemente, a arrebatarle su contenido humano, es decir, a desconocer que una «gesta histórica» siempre es llevada a cabo por hombres y mujeres de carne y hueso.

Existe un relativo acuerdo, entre quienes estudian ésta etapa de la historia de Chile, en cuanto al carácter elitista que toma el movimiento «juntista». Tanto el discurso, como las acciones mismas no llevan consigo un contenido de revolución social. Se trata básicamente de un movimiento separatista reducido a un minúsculo sector social, la «aristocracia criolla». Prueba de lo anterior es la conformación del «Cabildo Abierto», y de la «Primera Junta de Gobierno», que congrega, en esencia, a miembros de dicho sector social.

Los acontecimientos posteriores, aún cuando más radicalizados y declaradamente armados, seguirán teniendo similar carácter. El «peonismo» —las capas más pobres de la sociedad— entregará su fuerza combativa según quienes sean los amos de la tierra en donde labran, comportamiento que ocurre no por una condición intrínseca de falta de patriotismo, sino mas bien por una cierta falta de conciencia y práctica «ciudadana», condición común a buena parte del llamado «pueblo llano», o tal vez porque la propagación del catecismo de derechos y ciudadanía. No pasaron de ser un acto declarativo el que aplicó, sólo y exclusivamente, a un número reducido de la población, así como la condición de explotación o trato feudal del tipo colonialista no variaba entre señores peninsulares o criollos.

Para la hora presente, y al cabo de estos doscientos años de alcanzada la «Independencia», declarada la soberanía nacional, iniciada la república, surgen múltiples interrogantes respecto del sentido, carácter y profundización, de tal construcción republicana, entre otras: ¿cuánto o cómo hemos mantenido, efectivamente, la soberanía alcanzada?, ¿surgieron, acaso, otras dependencias que terminaron por relativizar nuestra autonomía republicana?, ¿qué nos ha pasado con la ansiada unidad, que pregonaran los lideres emancipadores en el 19?; ¿quiénes se han beneficiado con la separación, las sospechas, los recelos, las distancias, y las luchas intestinas, entre los países de Latinoamérica?; ¿cómo nos paramos en la vecindad americana?, ¿qué posición adoptamos en el mundo, especialmente occidental?

¿De qué manera nos vinculamos, republicanamente, con los pueblos originarios, Mapuches, entre otros, cuyo «nombre y espíritu» fue ampliamente utilizado en el discurso separatista y la «guerra por la independencia»? ¿Cuál ha sido el tipo de relación predominante que hemos mantenido como Estado chileno con los pueblos originarios?, ¿qué tan distante o cercano resulta la posibilidad de entender que el pueblo mapuche constituye una nación que, además, como nosotros, poseía territorios que fueron usurpados o engañosamente adquiridos bajo la venia del Estado chileno?

Reconociendo como esenciales las anteriores interrogantes y otras tantas posibles, me importa, en la restringida frontera del presente ensayo, intentar poner de relieve si nos estamos dando el tiempo y el espacio para evaluar, dimensionar o relevar, HOY DÍA ¿cuán instalados, promovidos y aprendidos, tenemos ciertos principios o valores, tales como: la «libertad, igualdad y fraternidad», la justicia, la autonomía republicana, o la idea, concepto o valor fundamental sobre derechos ciudadanos?, ¿Chile y su pueblo constituimos, en verdad, un estado pleno de derechos, una sociedad fraterna, respetuosa de la vivencia de esos derechos?, ¿el país que, con estridencia y silencio, hemos construido, resulta ser un riguroso y férreo defensor y promotor de un estado plural, que permita o al menos estimule el desenvolvimiento de cada uno de sus miembros?, ¿la forma de relacionarnos, el sistema jurídico, político-administrativo y el modelo de desarrollo económico y cultural que predomina o se impone, favorece la vivencia plena de los principios y valores antes señalados? 

Comprendo y me sumo a la importancia del rito bicentenario, a su valor emocional, el sentido festivo que conlleva o se intenta promover, patrocinar y hasta explotar (uso que no comparto), pero, sin embargo, y al menos desde mi perspectiva, me queda la sensación y hasta la convicción de que lo ritual y festivo se van consumiendo la maravillosa, apropiadísima y «valiosa oportunidad para hacer un alto en el camino», desplegar todas nuestras fuerzas, toda nuestra energía presupuestaria, la gigantesca e instantánea red comunicacional y propagandística, para hacer juntos el intento por evaluar y valorar lo que en este tiempo histórico hemos realizado o dejado de hacer, en procura de la consolidación de los principios racionalistas, democráticos y humanistas enarbolados por el movimiento separatista del 19, y sintetizados en valores de libertad, igualdad y fraternidad (equidad), que constituyeron el propósito inicial con el que se tiñó la jornada independentista, así como buena parte de las declaraciones fundamentales, a lo largo de nuestra historia.

Presiento que, nuevamente, al igual que en la conmemoración de los primeros cien años de la independencia, el país no festeja con una respuesta más o menos auspiciosa a las preguntas arriba esbozadas. Más aún, pareciera que tales cuestiones ni siquiera constituyen «preocupación» evidente en las ocupaciones del país. El Estado chileno, la sociedad nacional, se ven más aferrados que nunca a un modelo de desarrollo que tiene por carencia (casi vicio) dejar fuera de su pleno goce a buena parte de la población, de la misma forma como, frecuentemente, ha inhibido la necesaria fortaleza y rigurosidad ética y práctica para la realización republicana, que no pasan de ser declaraciones que decoran nuestro ordenamiento constitucional y el formalismo jurídico e institucional que nos regula.

En 1910 algunos intelectuales, profesores o políticos de esos años —léase entre ellos a figuras como Nicolás Palacios, Tancredo Pinochet, Enrique Mac-Iver, Alejandro Venegas Carus, o Luis Emilio Recabarren; es factible revisar parte de sus aportes en Historia de las ideas y de la cultura en Chile, tomo 2, de Bernardo Subercaseaux; y en Testimonios de una crisis, Chile: 1900-1925, Cristian Gazmurir—, con su análisis y escritos intentaron retratar y testimoniar la gigantesca inconsistencia y distancia entre el triunfalismo y ambiente festivo que pregonaban las elites gobernantes o dominantes de la época (1910), con el estado de crisis y decadencia social que afectaba profundamente al país.

Denunciaban el propagado aire de éxito y beneplácito generalizado, donde no faltaban, como ahora, las alegorías a la modernidad (o modernización en clave actual), en medio de un clima que ocultaba bajo sus luces, guirnaldas, fiestas y ritmos marciales, las contradicciones, desesperanzas, y miserias que afectaban a la mayor parte de la población del país.

Así mismo, exponían su crítica al estado de injusticia predominante, el goce elitista, sectario, egoísta y restrictivo de la riqueza y modernidad, y la decadencia y corrupción de las instituciones republicanas, del Congreso, el ejecutivo, los partidos políticos de la época, de la «bella época» que, tras las bambalinas, guardaba la fetidez de su descomposición.

Estimo que la evaluación que hacían hombres como los mencionados más arriba, y guardando cualquier distancia de contexto y de texto, se repite de manera casi similar con el Chile de hoy día, si ahora ellos fueran parte de esta nueva celebración bicentenaria no dudarían un instante en dirigir su crítica y cuestionadora lectura a las contradicciones ahora vigentes, entre una realidad plena de luces, éxitos, moderna globalización, crecimiento económico y gigantesco (si no desmesurado) enriquecimiento de unos pocos, muy pocos y concentrados, con un país, una población que vive bajo las sombras de un notable empobrecimiento y abandono, no solo en términos materiales —vivienda, acceso al trabajo y remuneraciones capaces de enfrentar el alto costo de vida, acceso a una salud digna y de alta cobertura, a infraestructura amplia— sino y «especialmente» una sociedad que empobrece en su conciencia, en su memoria histórica, en su dignificación como ciudadano, en su capacidad para revelarse, por ejemplo, a tan dramática brecha, en la insoportable mala distribución del ingreso y la riqueza.

Una sociedad cuyas herramientas educacionales y culturales, en general, no nos otorgan —pareciera— capacidad para intentar cambiar el conservador estado de las cosas; mas nos hemos ido constituyendo en comparsa que baila el ritmo que imponen, no solo los poderosos locales, en realidad y especialmente los poderosos globales. La ilusión de plástico, que llena como un espejismo las escuálidas billeteras, son el endeudamiento ya estructural de gran parte de la sociedad chilena, el mismo que da sustento y rentabilidad usurera al restringido club de capitalistas de turno, y que además son gobierno, o lo dirigen desde todos sus costados.

La inseguridad, no por el asalto a mano armada, sino por la falta de estabilidad, por la precaria posibilidad de saber cómo se depara el futuro más inmediato, transforma el horizonte de más del 80% de la población en un «básico saber vivir, con éxito, el día a día». Y el endeudamiento convierte a ese 80% de la población —como nunca, el 20% de la población entre 15 y 24 años ya enfrenta el inmediato mañana con un hoy endeudado— en cautivos consumidores, comprando ilusiones los 365 días del año, si hasta para celebrar el mismísimo bicentenario, la INDEPENDENCIA nacional, el «mercado» se toma la molestia de promover, estimular y provocar el amplio delirio por el consumo de clave irresponsable, como irresponsable es el universo de posibilidades ilusorias que ese mismo mercado ofrece —o casi impone— entre la extensión de sus horarios, la explotación de sus trabajadores y la avalancha publicitaria que lanza por doquier.

Comparto la felicidad por sentirse independiente, pero si esa emancipación colonialista, en doscientos años no ha sido capaz de profundizar sus raíces, de convertirnos en república o país autónomo y soberano en nuestras más elementales tomas de decisiones, y cada vez que llega el momento de definir y asumir una decisión, transformada en políticas de estado o pública, estamos sujetos a intereses, recetas o imposiciones de grupos, potencias o clubes ultrapoderosos y casi invisibles, entonces no queda más que reconocer que tal independencia, no pasa de ser una floreada declaración literaria.

Ahora más, si contemplamos la geografía con sus múltiples paisajes y sus millones de habitantes sometidos al olímpico daño del que se es presa, o que nuestras escuálidas y esporádicas opiniones sólo importan en la frialdad de los votos, y precariamente en tanto indefensos «consumidores», queda la sensación y convicción de que no estamos siendo pueblo soberano.

Preguntémonos en cuántas oportunidades o para qué fundamentales asuntos de interés general hemos sido convocados a pronunciarnos en tanto pueblo ciudadano. La última oportunidad tiene lugar en el contexto de llamado «plebiscito del año 1988», en que decidíamos «Sí» seguir extendiendo el régimen autocrático y militar, personalizado en el general-dictador Pinochet, continuar bajo la tutela de tal autoritarismo castrense y neoliberal, de clara identidad derechista; o, por el contrario, nos dábamos a la ilusionada, esperada y esperanzadora posibilidad de decir «No», y elegir «soberanamente» un nuevo gobierno, claro está bajo un cautelado Estado de derecho, o al menos dentro de un controlado Estado de elecciones libres e informadas.

La decisión ciudadana, como es sabido, fue por la segunda de las opciones (el ya mítico triunfo del «No») e iniciar el ansiado proceso de recuperación de la democracia que, a poco andar, se nos transformó en una eterna «transición a la democracia», camino o tránsito que se ha convertido en una pesada y persistente moratoria, en un estado de derecho absolutamente cautivo y pendular, entre dos corrientes y/o conglomerados políticos, cuyas diferencias no pasan de ser matices u oportunismos para hacerse de las llaves de palacio y administrar el ejecutivo, pues el gobierno, en tanto tal, hace ya mucho tiempo que no cambia de control, hace ya mucho tiempo que se sostiene bajo la tutela de una elite que usufructúa gozosamente de un modelo económico y cultural, heredado desde la gran reforma «pinochetista» y neoliberal de los 80.

Una lastimosa manifestación de ello ha sido el rigor y celo con el cual se han dado a la «patriótica» tarea de perfeccionar, usar e imponer su hegemonía los gobiernos en los últimos 20 años. La más evidente percepción nos sugiere que seguramente el consabido modelo continuará la senda de profundización y anquilosamiento, liderado, ahora, por la «realderecha», la original, pues la otra, la que tomó prestada la partitura entre el 90 y el 2009, le toca jugar desde el asiento de la oposición.

Podemos sostener que estamos llamados a conmemorar el mentado bicentenario republicano bajo la gracia del sistema ya referido, bajo una forma de ser y hacer país que sólo en apariencia es, de tanto en tanto, cuestionado por los llamados sectores «progresistas» —ya no socialistas, ya no izquierdistas, ya no populares, ya no comunistas—, sólo progresistas, paraguas bajo el cual descansan y actúan, como si nada, gobiernos ejecutivos que en los últimos 20 años perfeccionaron y agudizaron el desmesurado control globalizante y absoluto (de absolutismo) del capital y su estrecho y todopoderoso grupo económico controlador.

Los gobiernos de la Concertación no sólo no detuvieron este flagelo, esta tremenda injusticia resumida en la pésima distribución del ingreso. Por el contrario, con su pereza, con su negligencia, con su arrogancia y travestismo «ideológico», se convirtieron en los capeones de la globalización capitalista, en los socios continuadores y pavimentadores de la desigualdad social más brutal en los últimos cuarenta años de historia, olvidaron su discurso en el origen y lo cambiaron cínicamente por la «ética (práctica) política» de «antes era peor, justicia en la medida de lo posible, modernidad y agenda pro crecimiento, gobierno de (eternas) comisiones» para eternizar el no cambio. Hablar y declarar para luego negar, reprimir el descontento social por la vía de la fuerza o por la vía más asquerosa del chantaje acerca el retorno inminente del fantasma de la dictadura, o, en el último tiempo, por el conservador, arrogante y paternalista discurso de la «protección social».

En atención a ello —y mirando el presente en su horizonte más elemental— se puede sostener que nada ha sucedido. Los doscientos años nos sorprenden cautivos de un régimen que, cual camisa de fuerza, nos amarra y eterniza para vivir ciegos de nuestra propia prisión, de nuestra propia ceguera; muy distantes, hasta ahora, de la más tímida posibilidad de lucidez ciudadana que, con su fuerza, pudiera ser motor para alterar el actual conservador, estrecho, pesado, y escasamente innovador sistema social, económico y cultural, cuyas fórmulas profundizan y promueven, entre nosotros, la incapacidad para abrir los ojos, y vencer el sosiego, la parsimonia y su pereza.

Esta canción —este himno a la insensibilidad, a la mezquindad, a la insoportable pesadez de sus recetas— se hace particularmente putrefacta cuando la entonan, justamente aquellos que han vendido la ilusión del humanismo, de lo social, del progresismo. Y cuando ya no son ejecutivo, gobierno, siguen siendo doblemente falsos, malabaristas que se pretenden disfrazar y presentar como profundamente críticos de un sistema que han ocupado en cuerpo y alma, sin el más mínimo atisbo de vergüenza, y, lo que es peor, absolutamente ciegos a la decencia de la autoevaluación o de la autocrítica, una vez que abandonan los privilegios y la arrogancia del poder ejecutivo.

Soy consciente de mi extrema crítica a quienes vendieron y venden, aún, el discurso del progresismo. Lo soy puesto que estimo que esa ilusión óptica se ha convertido en la última lápida al despertar de una opción, una posibilidad, que no sea encadenada al peso omnímodo del mercado. Sin embargo, hay que reconocer un beneficio de todo esto. El conglomerado instalado en la oposición, puede volver a parte del programa que traicionó, vuelta que, en lo personal, no dejo de percibir como un oportuno disfraz, una desfachatada oportunidad de querer ser ahora (nuevamente) los paladines de la demanda social; de la demanda que siempre postergaron en nombre de cualquier mezquino interés, y si no lo ven así, hagamos la pregunta: ¿qué han hecho cuando han tenido la oportunidad y la herramienta del gobierno ejecutivo, por la protección del medio ambiente?, ¿cuántas centrales termoeléctricas, ahora cuestionadas, promovieron?, ¿qué iniciativas y acciones realizaron para evitar la concentración de la riqueza?, ¿qué cambios intentaron, siquiera, para mejorar o finalizar la exclusividad del sistema de salud y de pensiones?, ¿cómo controlaron el desmesurado crecimiento del mercado de la educación en todas sus formas?, ¿cuánto socializaron el sistema educativo?, ¿qué acciones en pro del desarrollo científico, con presupuestos concretos, auspiciaron desde el gobierno?, ¿cómo actuaron frente a las demandas sociales de todo tipo?, ¿cómo intentaron silenciar las reivindicaciones de los pueblos originarios?

Bajo sus gobiernos, más de un mapuche fue asesinado y sus responsables aún permanecen sin ser juzgados. Por el contrario, se multiplicaron las irritantes y racistas condenas a decenas de mapuches en lucha por lo que les pertenece. De la misma manera que las eternas negociaciones, presiones, chantajes, «mesas de diálogo» o fanfárricas «comisiones», asesinaron cualquier intento por construir movimiento social.

Es interesante suponer que ahora, instalados como están, en la vereda de la «oposición», y con su habilidad para desmemoriar, frenar, usurpar y ocupar discursos, se vuelven a vestir de izquierda, aún cuando me reservo el derecho de la duda. Lo que viene, el desenlace, una incógnita. Por las obras ya acometidas, he intentando cierto mínimo realismo. Es mejor no esperar mucho desde este lado de la luna.

¿Desde dónde esperar, entonces, una transformación, un giro en el eje, que nos permita avanzar hacia la generación o construcción de un país? Una sociedad que al menos se acerque honesta, persistentemente, a una forma de vida que contenga los principios abrazados durante la «independencia». Un país en verdad soberano, con instituciones, autoridades, poderes que no sean otra cosa que instrumentos o herramientas dispuestas para el pleno desenvolvimiento de su pueblo. Un Estado que sea capaz no sólo de declarar la carta de derechos y obligaciones ciudadanas, sino que se desvele por hacerlos concretos, alcanzables, vivibles en cada uno de los habitantes de esta tierra. Un país donde el control sobre el derroche de energía no esté tanto en el declarar, y más en el hacer. Un país, un pueblo que tenga la fortaleza para abandonar el desgastado modelo neoliberal y similares, por otro u otros donde la innumerable cantidad de valores humanistas, las estadísticas de tanto estudio, indicadores o múltiples variables para el «desarrollo humano», que nos dibujan como una sociedad individualista, poco sana, insegura, racista, desconfiada, poco fraterna o tremendamente desigual, dé lugar a otros en su sentido más inverso.

Supongo que no es razonable (aún cuando no imposible), como señalan algunos, esperar un cambio radical o globalmente revolucionario. Concuerdo y apuesto por la posibilidad de ejercicios reales y concretos de cambios más bien locales. Experiencias que, por su fortaleza y alcanzable utopía, son posibles o inevitables de imitar y propagar. Sostengo que se requiere destruir al gigante desde dentro. Teniendo el cuidado de no transformarse en la porosidad necesaria para que el gigante siga respirando, consumiendo y avasallando.
Se requiere de ingenio, de sumar talentos, también de entrega y desprendimiento; pero sobretodo del convencimiento de que es mejor y más reconfortante vivir, con pocas aparentes riquezas, el placer realizador de la autonomía, del sentirse prácticamente soberano, al cautiverio feliz en el espejismo festivo (y neurótico) de los paraísos de plástico, según los dictámenes de la pasajera moda o la efímera felicidad, del «mall para hoy y el hambre para mañana».

 

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