El miedo a la revolución y los «deberes del patriotismo»

El debate Acosta-Riera Aguinagalde frente a la Guerra Federal en Venezuela, 1859-1863

Reinaldo Rojas
Barquisimeto, Septiembre de 2010

De la sensibilidad en la historia a una «historia de las sensibilidades» en Venezuela siglo XIX
Sujeto nuevo de la historia, calificaba Lucien Febvre al aparecimiento de la “sensibilité” como objeto del estudio de los historiadores en articulo publicado en Annales en 1941 y que luego recoge en sus Combats pour la Histoire, en el apartado dedicado a la relación entre psicología e historia. La interrogante con la que subtitula aquel escrito, sigue siendo un desafío: ¿Cómo reconstituir la vida afectiva de las sociedades antiguas?


Lo primero que nos advierte Febvre es que la palabra tiene diversos significados en la historia. En el siglo XVIII, se trata de la susceptibilidad del ser humano dada por las impresiones del orden moral, como los sentimientos de piedad y tristeza, que actúan como impresiones que los objetos dejan en el alma. Aquí la sensibilidad es pasiva.  Pero hay otro sentido de la palabra donde se trata más bien de la percepción que el hombre tiene de ciertas impresiones que la vieja psicología calificaba como las facultades de la inteligencia, la sensibilidad y la voluntad y que conforman lo que Febvre da en denominar la vie affective y sus manifestaciones. Siguiendo a Charles Blondel esta vida afectiva es lo más característico de la subjetividad que hay en el hombre, lo que puede ser analizado en sus causas orgánicas y en aquellas manifestaciones que como el terror, la cólera, la alegría o la angustia forman parte de la vida de todo ser humano y de toda sociedad.

Pero no se debe confundir la sensibilidad con la emoción que es más bien una simple reacción automática del organismo a las solicitudes del mundo exterior pero que también tienen una gran importancia para el estudio histórico-social ya que para Febvre (1992), “Les émotions sont contagieuses” (p. 224), lo que implica tanto las relaciones individuales como las relaciones colectivas. Las emociones por una suerte de reacción mimética contagian el complejo afectivo-motor y desencadenan situaciones sociales y políticas inesperadas. En una escala siguiente, este conjunto de emociones se transforman en un sistema de instituciones en la medida en que son reglamentadas a través de rituales y ceremonias que buscan suscitar en un conglomerado social determinado los mismos gestos y actitudes, las mismas emociones soldadas en una suerte de “individualité supérieur” que los prepara para llevar a cabo la misma acción.

El mejor medio de controlar o reprimir una emoción es llevándola a determinar con precisión los motivos que la desencadenan o el objeto de su acción. En ese sentido, se trata de pasar de la actividad emocional a la actividad racional, porque son opuestas. Ahora bien, ¿cómo reconstituir esa vida afectiva del pasado? Una vía puede ser el estudio del vocabulario, dice Febvre, en la medida en que se trata de aprehender más los sentimientos que las cosas. Otra, la iconografía artística contrastada con la sentimentalité religieuse. Y como fuentes, tres tipos de documentos: Documentos morales, documentos artísticos y documentos literarios. La invitación del gran historiador es a abrir una vasta encuesta colectiva, un verdadero programa de investigación acerca de los sentimientos fundamentales de los hombres y sus modalidades, destacando el rol que las actividades emocionales han jugado en la historia de la Humanidad, comparándola con el papel de la actividad intelectual, que ha sido realmente el factor dominante de estudio, quedando las emociones al margen, en la periferia, desempeñando un papel entre secundario y despreciable en los procesos histórico-sociales. Es, en esta dimensión de lo afectivo, donde debemos ubicar ese rol de la sensibilidad en la historia, pasando a construir una historia de las sensibilidades como objeto de estudio, ambición a la que responde, en el tiempo, el Proyecto de Investigación del CNRS sobre Historia de las Sensibilidades, coordinado por Frédérique Langue y Sandra Pasavento (http;//www.ehss.fr/cerma) y las presentes Jornadas anuales sobre la Historia de las Sensibilidades que se realizan en los ambientes de la EHESS.  Para una de sus promotoras actuales en Francia, Frédérique Langue (2006), se trata de abordar “ces objets encore mal perçus que son pour l’historien les affects et passions, les syncrétismes fondateurs d’identités, les conflits de mémoires et la construction de catégories historiographiques, et enfin, cette fabrique d’émotions pour le temps présent que constitue le diptyque violence et guerre lorsqu’il est l’objet de remémorations et de souffrances.”(p. 8)

En nuestro caso, para el presente estudio, hemos tomado un periodo histórico muy sensible a los cambios, que se inaugura en lo político general con la ruptura del dominio colonial español en 1811, la guerra de independencia 1812-1821, la creación, crisis y disolución de la República de Colombia 1821-1830 y la construcción del estado nacional venezolano a partir de 1830, todo ello en el contexto de una profunda crisis social y un estado casi permanente de guerra civil que acompaña la conformación de un nuevo sistema de dominación política liberal después de la practica eliminación física de la anterior clase dominante interna de los llamados blancos criollos, situación de inestabilidad que puso en el orden del día la acción de guerra como mecanismo de cambio social y el caudillismo como sistema de autoridad en una sociedad disgregada y empobrecida en cuyo vocabulario la palabra revolución cobra un significado muy diverso y muy distante a lo que en el siglo XX proclamarán los ideólogos del marxismo criollo, fundadores de dos de los cuatro principales partidos modernos del país: el partido Acción Democrática y el Partido Comunista de Venezuela. ¿Hasta dónde el término revolución tiene diferentes significados para la Venezuela rural del siglo XIX y para la Venezuela petrolera del siglo XX?, es una interrogante que nos plateamos en un tiempo de larga duración.

Este estudio puede dar algunas pistas a ese respecto ya que se trata de abordar, a través del debate entre don Cecilio Acosta y el Dr. Ildefonso Riera Aguinagalde llevado a cabo en 1867 y 1868, el grado de sensibilidad con que aquella sociedad asumió la noción de revolución puesta a circular en el vocabulario político venezolano como una representación de la necesidad del cambio social impregnada de una idea de progreso, justicia y libertad que sólo era posible alcanzar por la vía de la violencia. La coyuntura la ofrecen las elecciones presidenciales de 1868 y el telón de fondo la interpretación de la Guerra Federal que se desarrolló entre 1859-1863, sobre cuyo triunfo se levanta el nuevo sistema político federal que defiende Riera Aguinagalde como un hecho político progresivo y que Acosta cuestiona como vía civilizada y necesaria para promover el cambio social en sistemas políticos que como el nuestro se han asumido doctrinariamente como republicanos.

Pero sólo desde esa perspectiva, nuestro estudio quedaría reducido a un capitulo más de la historia de las ideas, sobre las cuales hay suficiente material escrito en nuestro país. En este caso, detrás de las ideas puestas en juego, hay otra dimensión a la que no le hemos dedicado reflexión seria y reposada la cual tiene que ver con esa vie afective de la que nos habla Febvre en su artículo citado o esa fábrique d’émotions a la que se refiere Langue, y que pudiéramos resumir en todas aquellas manifestaciones emocionales que desata la guerra y que en aquella sociedad un término como revolución pretende racionalizar hasta prender en el vocabulario social del pueblo como sinónimo, por un lado, de transformación social racionalmente conducida, y por el otro, de violencia y destrucción de un orden político y social establecido, violencia motorizada, más que por las doctrinas que aparecen en los manifiestos públicos, por el sentimiento de odio al rico, al godo, expresión que como ha señalado Laureano Vallenilla Lanz (1983) en uno de sus estudios sobre nuestro siglo XIX, representa en el sentimiento popular, a aquellos sectores poseyentes, comerciantes, letrados y burócratas que abrazaban las banderas del Rey en la Guerra de Independencia y que luego, en la República de 1830 en adelante, constituyeron, una “oligarquía de tenderos, de canastilleros – como se decía entonces – favorecidos por la Constitución de 1830, que sólo concedía derechos electorales a los que poseyesen rentas..”(I: 216) En síntesis, aquella oligarquía goda, no sólo era rica, sino también usurera, excluyente y antipática. ¿Qué sentimientos de afecto podía generar en el común aquel conglomerado social?

Pues bien, frente a aquella situación de conflicto social y en aquel ambiente de ira, como la ha caracterizado el escritor Antonio Arráiz (1991) al referirse a nuestro siglo XIX, es que ambos pensadores tratan de racionalizar la violencia, protagonizado una polémica doctrinaria que busca darle sentido político a una palabra que ha entrado en el vocabulario político venezolano de la época con un significado de violencia, cambio brusco de gobierno y hasta de golpe de estado. Pero se trata, más bien, de un término polisémico al cual cada quien le da su orientación y destino. Por ejemplo, ensayando una arqueología de la palabra, cuando Bolívar se plantea avanzar en la abolición de la esclavitud, frente a la oposición de los propios legisladores que anteponen la salida gradual de la manumisión, (Rojas: 1999: 71) señala lo siguiente en carta a Santander de 20 de mayo de 1820: “El impulso de esta revolución está dado, ya nadie lo puede contener y lo más que se podrá conseguir es darle buena dirección. El ejemplo de la libertad es seductor y el de la libertad doméstica es imperioso y arrebatador. (…) Nuestro partido está tomado, retrogradar es debilidad y ruina para todos. Debemos triunfar por el camino de la revolución, y no por otro.” Bolívar: s/f: 444) (Subrayado nuestro)

En términos historiográficos, nuestro primer estudio sobre la independencia, publicado por Manuel Palacio Fajardo (1953) en 1817, lleva este sugestivo título: Bosquejo de la Revolución de la América Española,  Para este autor la revolución es sinónimo de lucha por la independencia, mientras que para Bolívar revolución es sinónimo de libertad de los esclavos. En la obra de Juan Germán Roscio (1983), publicada por primera vez en Filadelfia en el año de 1817, El triunfo de la libertad sobre el despotismo, la idea de revolución viene dada por la lucha contra la tiranía. Así define este autor, por ejemplo, la rebelión de los Macabeos contra el dominio de los babilonios en su obra: como una revolución. (p. 165) Tres significados para una misma palabra. Vamos cómo se maneja el término en el debate Acosta-Riera Aguinagalde, unas décadas después.

El debate Acosta-Riera Aguinagalde: la dimensión doctrinaria
La polémica la inicia Cecilio Acosta (1950) (Jullius) en artículo aparecido en El Federalista, el 16 de diciembre de 1867 el cual es comentado críticamente por Riera Aguinagalde (Clodius).En ese primer articulo Acosta expone su teoría social y su caracterización de la guerra federal. El contexto lo dan las elecciones de 1868 “época eleccionaria, que da el blanco de todas las esperanzas y la fórmula de todos los derechos…” ( p. 17) El planteamiento central es que en Venezuela, “aún no hemos querido entrar en las practicas republicanas, en la discusión pacífica del derecho, en los usos respetables de asociación, en la prensa como luz, en la representación como reclamo…para después ocurrir a la guerra como único remedio y crear una nueva situación política…” (p. 18) (Subrayado nuestro)

En la conformación de esta conducta social Acosta destaca la importancia del factor subjetivo porque está en el orden de los sentimientos, de las emociones. Dice el autor: “Lo que ha enfermado siempre a los pueblos americanos de la raza latina, y puede ser por algún tiempo su cáncer futuro, es el odio político: confunden de ordinario la idea con la persona, la doctrina con la parcialidad; se oyen a si solos, se niegan a la cooperación de la labor común, y vienen, como resultas, la esterilidad en los esfuerzos de la administración, la impotencia en los trabajos de la paz y la pendiente que va a dar a los abusos de la guerra.” Si nos seguimos por Emilio Mira y López (1965) en su obra Cuatro gigantes del alma, nos encontramos que uno de estas manifestaciones es la ira, clasificada, junto al miedo y al amor, como una de las tres emociones primarias “…en las que se inscribe toda gama de reflejos y desflejos de huida, agresión y fusión posesiva…” (p. 10)

Partidario del “progreso sin saltos”, cuando Acosta habla de raza latina se refiere a costumbres. Dice: “…el mal no es, de la raza; es de la falta de costumbres; y es menester fundarlas en el ejemplo y difundirlas con la enseñanza.”(p. 19) En ese sentido, como “...las revoluciones nuestras no se hacen como en otras partes, acaudilladas por los grandes intereses, que están en las ciudades populosas, en los bancos, en las bolsas, en los ricos gremios”, sino que nacen en el campo, en los despoblados, la fórmula es entonces: “…o poder para todos, o revolución para los excluidos”. Por tanto, son revoluciones “preñadas de desastres” donde el país se barbariza. Su conclusión es muy clara: condenar “toda revolución que tenga por objeto conseguir por ella lo que se puede en paz por las elecciones venideras.” (p. 22) En una segunda entrega, de fecha 8 de enero de 1868, después de caracterizar la doctrina republicana que profesa, insiste en señalar que el origen de nuestras revoluciones está en la carencia de prácticas republicanas, situación que describe con esta metáfora:
“Estas Repúblicas padecen de hidrocefalia o de plétora; toda su vida está arriba, y abajo hay poco o nada animado. Como consecuencia de esto, se nota un fenómeno que se repite: que las manifestaciones son de servidumbre o epilepsia: que callamos o peleamos, que pasamos de la mordaza al fusil y que no sabemos hacer uso de este término medio que reparte el calor en todo el cuerpo, del derecho escrito, de la palabra simpática, de la reclamación digna, de la ciudadanía respetable.” (p. 29)

Para Acosta, revolución es sinónimo de guerra, de violencia, y ante ello se declara enemigo de la guerra “…como sistema, porque amontona en vez de organizar y crea prestigio de la fuerza en vez de prestigios de mérito y virtud…” Por ello, frente a la opción de la revolución señala: “Nuestra teoría es que las revoluciones destruyen y atrasan. A nada viene que sean a veces providenciales y a veces un derecho…Nuestro programa político, prescindiendo de formas, es el que da el progreso del pueblo inglés, que va lento pero que va bien.” (p. 30)

Por su parte Ildefonso Riera Aguinagalde asume de entrada los efectos políticos positivos de la Guerra Federal que ha sacado del poder, por la vía de las armas, a los conservadores. Al respecto señala: “La bandera federal triunfante ha cambiado, mejorando, las instituciones. Al centralismo que absorbía ha sustituido el gobierno propio, que dilata.” (p. 38). Con ello, toma partido político frente a su adversario correspondiéndole defender al nuevo gobierno que ha surgido de la guerra. Por ello va al núcleo central de la polémica que para él esta en la diferencia que debe establecerse entre revolución y motín, lo que para Acosta es lo mismo por sus consecuencias.

Según Riera Aguinagalde, es Acosta quien niega el modo con el que se ha consumado la civilización establecida en todas las zonas de la tierra y en todas las naciones del globo. Por ello sentencia: “Las revoluciones, si destruyen no atrasan: las revoluciones, al contrario, avanzan y civilizan.” (p. 40) Para fundamentar su tesis, pasa revista a la historia universal para afirmar que todo cambio trascendente, desde la conquista de Alejandro en el Asia hasta la llegada de Colón a la América, pasando por Jesucristo que destrona a César, Mahoma que propaga una nueva religión, la Iglesia que unificando a Europa fundamenta la nueva democracia moderna y Bolívar que libera un continente, todo ello, es el producto de una revolución.

Así, dice Riera Aguinagalde, progresan los pueblos. En consecuencia, las revoluciones civilizan, ya que Acosta “confunde ideas diferentes. Para él guerra y revolución son sinónimos; he aquí su error. Para nosotros revolución es el derecho armado, los pueblos tras las trincheras del Monte Sacro, la espada allanando los caminos del progreso.” Diferencia dos fases: una primera, donde se realizan “prodigios en poco tiempo”, lo cual exige, en un segundo momento, el concurso de la inteligencia que “construye y el orden que consolida. Son dos turnos marcados por pausas muy sensibles: el zapador, que enviado por Dios, tala; y la inteligencia que terminada la fatiga siembra.” (p. 44)

Ahora bien, siendo ambos pensadores, liberales y republicanos, dónde reside la diferencia. ¿Es un problema simplemente conceptual? ó ¿se trata de valoraciones diferentes acerca del uso de la violencia en función de la transformación social? ¿Es la guerra un fenómeno simplemente político? ó ¿un escenario donde entran en juego las sensibilidades colectivas frente a la vida y la muerte? La respuesta que demos a esta última interrogante, involucra necesariamente a la cultura como valoración del otro, lo que nos coloca en el campo de los imaginarios sociales (Baczko:1999:8) que se construyen a partir de esas ideas-imágenes que se forman entre los individuos y que circulan en la sociedad global como dimensión no racional del poder, dimensión sustentada en ese complejo afectivo que encontramos en creencias, ficciones, mitos y símbolos que dan sentido al quehacer político? (Wunemburger:2001:10)

Se trata, pues, de preguntas complejas y claramente universales que en el siglo XIX aparecen nucleadas alrededor del debate político: revolución y violencia vs. orden y progreso, pero que en una lectura de la guerra como “fabrique des emotions” puede tomar el camino paradójico de la inclusión del otro por el camino de su muerte, lo que nos hacer recordar aquel pasaje de Octavio Paz (1987) en El laberinto de la soledad, que nos habla de la fiesta entre los mexicanos: “Esa noche los amigos, que durante meses no pronunciaron más palabras que las prescritas por la indispensable cortesía, se emborrachan juntos, se hacen confidencias, lloran las mismas penas, se descubren hermanos y a veces, para probarse, se matan entre si.” (p. 44) Ni más ni menos, una manera muy real de construir ciudadanía en tanto este proceso subjetivo involucra sentidos de pertenencia a una comunidad política, valores de responsabilidad y virtud cívica compartida, y lo más significativo en nuestro caso, el sentido de la dialéctica inclusión-exclusión del otro. En el caso que nos ocupa, la violencia es una respuesta a la exclusión que en la República Oligárquica se le hace al pueblo pobre que se aprecia y conceptúa como una representación de la barbarie,  pero también del extranjero que al no integrarse se ve más bien como extraño y diferente y, en el caso del oponente político al que hace referencia Cecilio Acosta, no como rival sino como enemigo al que hay que negar y eliminar físicamente –de ser posible– como ser humano. Como se trata en el fondo de la construcción de una idea de nación, imaginada como una comunidad política “limitada y soberana”, (Anderson:1997:23) hay un principio de cierre, de exclusión, que determina el umbral de nacionalidad que transforma la diferencia social y cultural de individuos y grupos en diferencias naturales y hereditarias que hacen parte del concepto de nación como comunidad de raza.(Balibar: 1991:155) En este caso, la sensibilidad frente al otro, socialmente diferente como casta “baxa y servil” heredada de la colonia y como clase social explotada y dominada, es de fundamental importancia en nuestro análisis ya que alimenta ese odio político al que hace referencia Acosta, aunque habría que diferenciar el odio de clase, presente en la Guerra Federal, odio contra el godo, del odio político más asociado a la lucha individual por el poder político entre los integrantes de la clase dominante, tema que hemos tratado en otro artículo dedicado al estudio del surgimiento del Partido Liberal venezolano en 1840 y los efectos sociales de su discurso político (Rojas: 2009) Veamos cómo se desarrolla esta contradicción en el debate que hemos venido citando.

Para Acosta, el odio político es el motor que desencadena la violencia que Riera Aguinagalde califica de revolución, lo cual define como un problema de costumbre arraigado en la personalidad de la raza latina. Esa es su tesis. Para Reira Aguinagalde, la revolución, es un fenómeno más complejo que consta de dos fases: una violenta, que destruye el orden establecido y la otra pacifica, que construye un nuevo orden. En todo caso, se trata de una fatalidad necesaria que resumen con estas palabras:

“Todo está subordinado a una ciencia infinita, a una ciencia suprema, a la mano paternal de la Providencia. Y todo esto es bueno y ha sido siempre así, y continuará invariable en sucesión de las edades. La guerra, porque destruye, no merece maldiciones; y si la inteligencia edifica es porque anticipadamente se le prepararon las vías. Seremos más justos, si dando a cada uno lo que le pertenece no exaltamos uno de los elementos deprimiendo su antagonista.”(p. 44 y 45)

¿Se trata de dos concepciones de la guerra y de la revolución? Aparentemente si: La concepción de Acosta es que entre nosotros la revolución es guerra y por tanto un atavismo que sólo resuelve una verdadera practica republicana. La revolución no es necesaria. La otra concepción, la de Riera Aguingalde, asume la revolución como una fatalidad necesaria, inevitable porque forma parte de los designios divinos, pero que no es sólo guerra y destrucción, sino fundamentalmente, construcción y progreso. Es el camino de la civilización. En nuestro caso, son dos racionalizaciones que buscan darle explicación a un acontecimiento bélico que, como la Guerra Federal, ha cubierto de sangre, desolación y muerte a más de la mitad del país. Esta guerra, desatada entre 1859 y 1863, en qué sentido ha sido una fatalidad necesaria y en qué sentido ha sido la expresión de una sensibilidad frente a la vida y la muerte. ¿Es posible comprender la guerra en su dimensión afectiva?

Guerra y revolución en su dimensión afectiva
Hay una historia previa a la Guerra Federal que está llena de violencia, destrucción y odio al otro: La conquista española, que como hecho de violencia física y cultural frente al mundo indígena no terminó nunca y la “guerra a muerte” que caracterizó a nuestra lucha por la emancipación, entre 1814 y 1820. Como parte de la conformación histórica de la nación venezolana la guerra a muerte es un capítulo polémico que involucra a una generación y proyecta sombras sobre la conducta de quienes dirigieron e hicieron la guerra de independencia. En términos culturales, es decir, como valoración del otro y de si mismo, la guerra está tempranamente anclada entre nosotros como una secuela de la conquista española del siglo XVI. Entre nuestros historiadores ha sido Rufino Blanco Bombona (1981), quien ha dedicado gran parte de su obra a la compresión de este fenómeno de mentalidad que se expresa en sensibilidades y valoraciones acerca de la vida y la muerte. En su conocida obra El conquistador español del siglo XVI (primera edición 1921), por ejemplo, los temas de la dureza, el heroísmo y la crueldad conforman, entre otros, los rasgos de la personalidad del conquistador que se traslada a la personalidad de la raza, término que envuelve a “…un grupo de gentes con determinados caracteres físicos y psíquicos – preferentemente psíquicos– que durante largos periodos de tiempo se han desenvuelto en circunstancias que les permiten tener y conservar ciertas características”. (p. 8) Entre otros: el modo de ser religioso, la manera de conducirse en la guerra, la creación literaria, etc.

En relación a la dureza y crueldad del conquistador frente al indígena que califica y trata como su enemigo, Blanco Bombona señala que ambas conductas son el resultado del sentido fatalista de la vida que el español del siglo XVI maneja como principio, según el cual, sólo sucede lo que debe suceder, lo cual genera desconfianza frente a la eficacia del esfuerzo. Esto va unido a un catolicismo sui generis que imagina que se puede ser bandolero y, a la vez, alcanzar la salvación del alma si se tiene fe en Dios. Dice al respecto, este autor: “Los bandidos andaluces se encomiendan, antes del dar el golpe, a la Virgen de La Macarena; y con más universalidad, si no con más fe, invocan los bandoleros de México a la Virgen de la Guadalupe. Después de la imploración, ya se puede cometer la fechoría, contando con el favor divino.” (p. 39) Esta dureza y crueldad tuvo campo abierto en la conquista americana, frente a la cual, como su contrapeso, surgió ese sentido humanista y humanitario expresado en aquellos hombres que como Montesinos y Las Casas promovieron la idea protectora que trataron de implantar a través de las Leyes de Indias, lo cual generó esa temprana contradicción que entre nosotros convive entre la realidad y la ley.

Este es, pues, un primer escalón, donde aparece la obra destructiva de los conquistadores que genera una manera de comportarse frente al otro y una norma que se acata pero no se cumple... En un segundo escalón, encontramos la “guerra a muerte”, desatada en plena lucha emancipadora contra España, capitulo al que también le dedicó Blanco Fombona (1958) un denso estudio, como parte de su obra escrita sobre la personalidad de Bolívar. Para este autor, la guerra a muerte no es más que la continuación de la guerra desatada por los españoles en la conquista. La única diferencia, es que ahora, “peleaban los españoles con sus hijos”. (p. 366) Si para Monteverde, los patriotas son súbditos rebeldes que debían someterse con la ley de conquista, Bolívar es un fanático que le obsesiona la idea fija de obtener la independencia de América por todos los medios posibles. En el fondo, había el odio larvado de “castas y colores”. Bolívar, frente a aquella epidemia de crímenes en que se desolaba el país entre 1813 y 1814, con su famosa proclama, no hizo más que formalizar un enfrentamiento, aceptar una realidad y, lo más importante quizá, darle sentido político a aquella carnicería humana.

En cuanto a la Guerra Federal, la situación de violencia no fue menor. Ha sido Lisandro Alvarado (1989), entre los más destacados historiadores de aquel acontecimiento el que mayor información nos arroja en este aspecto en su obra Historia de la Revolución Federal de Venezuela. Pero también nos dejó importantes anotaciones que desde la perspectiva de la medicina aportan ideas al respecto, como su artículo sobre la “Neurosis de hombres celebres de Venezuela”, donde por cierto dedica un perfil a cada uno de nuestros autores: Ildefonso Riera Aguinagalde y Cecilio Acosta. Del primero nos dice lo siguiente: “De estatura mediana y cabeza voluminosa, fue atacando de una afección cerebral –reblandecimiento, según parece-. La enfermedad tuvo su curso bastante largo, manifestándose desde temprano la locura de las ideas. Su fallecimiento tuvo lugar en Paris el 24 de marzo de 1882” (II: 1192) De Acosta nos refiere, en cambio: “Su carácter era casi incalificable; constante en algunas cosas, inconstante en otras; de un corazón sensible e incapaz de odio; su único y grande amor fue el de su buena y virtuosa madre…” (p. 1194) ¿Qué decir de la relación que nos plantean estos retratos patológicos y sus efectos en la vida social e intelectual de nuestros dos autores analizados? Es un capitulo más de la historia de las sensibilidades que está por escribirse, donde la escritura no puede quedar al margen de la vida afectiva del sujeto que construye realidades y las divulga con su verbo oral y escrito. Pero tiene también don Lisandro Alvarado un interesante estudio sobre “Los delitos políticos en la Historia de Venezuela” donde analiza, a partir de algunos casos de nuestra historia, el delito político. Allí es donde aparece, en toda su extensión y profundidad, la fuerza de las emociones de venganza que en cierto momento se confunden con la actuación política, más como ánimo de revancha y odio, que como decisión tomada por razones ideológicas generales. La “guerra a muerte”, el asalto al Congreso en 24 de marzo de 1848 y la Guerra Federal son tomadas como casos de estudio, como escenarios donde la política y la diplomacia se dan la mano con la “astucia, el disimulo, la hipocresía, el engaño, la infidelidad, la perfidia, la defección…” (p.1236)

Otro autor que nos aporta información de este aspecto poco estudiado de nuestra historia es el escritor Antonio Arráiz. En su obra Los días de la ira (1991) hay un inventario de la violencia vivida en Venezuela entre 1830 y 1903, dejando un saldo de 39 revoluciones desatadas en esos años. Es allí, en aquel escenario de revuelta, motín y revolución permanente, donde los sentimientos de odio, destrucción y violencia contra el otro se mezclan e interponen con los ideales de transformación social, donde aparece la figura popular del “guapo”, como paradigma social y expresión de hombría. Para este autor, la sociedad venezolana heredó de la independencia, amén de la miseria en que quedó sumida la sociedad, el hábito de la guerra y la preponderancia de una “casta guerrera ambiciosa y pendenciera” (p. 35) que sumió al país en un siglo de confrontaciones que creó afectivamente, diríamos nosotros, ese clima de desasosiego emocional que el autor califica como un “estado colectivo de permanente ira” que tal vez ha pasado a ser carga emocional de la personalidad social del venezolano a la cual hay que observar con detalle en el desenvolvimiento histórico para lograr su superación como costumbre y reacción colectiva frente a la incertidumbre y el miedo que generan los cambios. Es decir, un problema cultural más que una patología congénita, que es como en su momento lo calificaba don Cecilio Acosta.

De allí que, desde las perspectivas de nuestro estudio sobre las sensibilidades, nos preguntemos: ¿cómo se han internalizado estas conductas sociales en nuestro inconsciente colectivo como Nación, que es decir, como comunidad política que se forja casualmente en aquellos duros años de guerra? Parece que hemos heredado de aquel periodo de nuestra historia y asumido como costumbre social, enfrentar al oponente político, más como enemigo que debe ser destruido y aniquilado, hasta físicamente, que como rival en las ideas que merece consideración de lo que plantea y respeto a su vida. Estos momentos de violencia declarada, que en Venezuela caracterizaron casi todo el siglo XIX y que en el siglo XX se continuaron con la tiranía de Juan Vicente Gómez, reaparecen en la transición política que sigue a la muerte del tirano andino entre 1936 y 1945, en especial cuando la llamada “Revolución de Octubre” lid erizada por la Unión Militar Patriótica y el partido Acción Democrática (Stambouli:1980), abren un nuevo capitulo de persecuciones y odios que lejos de cerrarse con la llegada de la democracia política en 1958, se proyectarán con mayor fuerza en la llamada década violenta de los años 60. Es, sobre este zócalo de sensibilidades colectivas, que se construye y evoluciona, con el nuevo ingrediente de las desapariciones, el sistema democrático-representativo con el que culmina en siglo XX venezolano, entre 1958 y 1998.

Ahora bien, los acontecimientos de violencia que han seguido al ascenso al poder del actual Presidente Hugo Chávez han colocado en el escenario de lo público nuevamente estos atavismos y estas reacciones afectivas donde se mezclan los sentimientos de temor y odio, amor y esperanza. Lo hemos denominado “el miedo a la revolución” en la medida en que condiciona reacciones sociales y hasta llega a determinar posiciones políticas. En el periodo de la Revolución Bolivariana , sin que la persecución y la violencia física se hayan apoderado de manera definitiva del escenario de la confrontación política   y el fenómeno de las grandes movilizaciones pacificas de los contendores políticos hayan servido de canalización del instinto de lucha, como bien diría el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, y como catarsis de los sentimientos de odio contenido contra el otro, el discurso del Presidente Chávez, cargado de emociones y simbolismos guerreros, ha generado un clima afectivo caracterizado por ese fenómeno colectivo que George Liebre (1932) llamó, al referirse a la Revolución Francesa, “le grande peor” el gran miedo, donde la conducta revolucionaria se mueve – según su esquema de análisis-entre dos grandes pulsiones esenciales y colectivas: la esperanza y el temor. Si a ello se agrega la diferenciación de conductas que se aprecian entre el individuo y la muchedumbre, podemos inferir que en estos periodos revolucionarios las sensibilidades colectivas están al orden del día. Se trata, en cierto modo, de la activación de mecanismos de defensa y supervivencia cuya comprensión nos acercan más al mundo de la psicología social que al de la economía, la política o la filosofía, sin que ello signifique, en una visión de totalidad del estudio de cualquier fenómeno revolucionario, que haya que descartar la importancia estructural de los factores sociales y económicos o la necesaria precisión de aquellas ideas y proyectos políticos presentes en todo proceso revolucionario. Desde esta perspectiva de estudio que hemos ensayado en esta oportunidad, es evidente que más allá de lo racional la lucha política se desenvuelve también en el escenario de las emociones, lo cual hace que toda revolución sea también una historia de las sensibilidades colectivas.


Bibliografía consultada:

  • ACOSTA, Cecilio. Doctrina. Caracas: Ediciones del Ministerio de Educación Nacional. 1950.
  • ALVARADO, Lisandro. Obras Completas. Caracas: La Casa de Bello. 1989. T. II.
  • ANDERSON, Benedit. Comunidades imaginadas. México: FCE. 1997.
  • ARRÁIZ, Antonio. Los días de la ira. Valencia: Badal Hermanos. 1991.
  • BACZKO, Bronislaw. Los imaginarios sociales. Buenos Aires: Nueva Visión. 1999.
  • BALIBAR, Etienne e Inmanuel WALLERSTEIN. Raza, nación y clase. Madrid. IEPALA. 1991.
  • BOLÍVAR, Simón. Obras Completas. Ministerio de Educación de los Estados Unidos de Venezuela. s/f. Vol. I.
  • BLANCO FOMBONA, Rufino. Obras selectas. Caracas-Madrid: Ediciones EDIME. 1958.
  • __________________________. Ensayos históricos. Caracas: Biblioteca Ayacucho. 1981.
  • FEBVRE, Lucien. Combats pour l’histoire. Paris : Armand Collin. 1992.
  • Caravelle. Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Bresilien. Toulouse: IPEALT. Presses Universitaires du Mirail. No. 86. 2006.
  • LEFEBVRE, George. Le Grande Peur. Paris: Cedes. 1932.
  • MIRA Y LÓPEZ, Emilio. Cuatro gigantes del alma. Buenos Aires: Librería “El Ateneo” Editorial. 1965.
  • PALACIO FAJARDO, Manuel. Bosquejo de la Revolución en la América Española. Caracas: Publicaciones de la Secretaría General de la X° Conferencia Interamericana. 1953.
  • PAZ, Octavio. El laberinto de la soledad. México: FCE. Colección Popular. 1987.
  • ROJAS, Reinaldo. Historiografía y Políticas sobre el tema bolivariano. Barquisimeto; Ateneo de Barquisimeto-Fondo Editorial Buría. 1999.
  • _______________. “De lo contemporáneo a lo inmediato: los problemas de la temporalidad en la era de la globalización.” Revista de Ciencias Sociales de la región centroccidental. Barquisimeto (Venezuela): Publicación de la Fundación Buria y el Centro de Investigaciones Históricas de América Latina y el Caribe. No. 10, enero-diciembre de 2005. (pp. 55-91)
  • _______________. “La noción de ciudadanía en el discurso del Partido Liberal Venezolano (1840-1848)”. En: Vázquez, Belín y otros (Comp.) Del ciudadano moderno a la ciudadanía nacionalista, siglos XVIII-XX. Caracas: Ediciones de la OPSU, Colección Universidad y Sociedad, No. 2. 2009. (pp.217-248)
  • ROSCIO, Juan Germán. El triunfo de la libertad sobre el despotismo. Caracas: Monte Ávila editores. 1983. p. 165 y ss.
  • STAMBOULI, Andrés. Crisis política. Venezuela 1945-1958. Caracas: Editorial Ateneo de Caracas. 1980.
  • VALLENILLA LANZ, Laureano. Obras Completas. Caracas: Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad Santa María. 1983. T. I.
  • WUNEMBURGER, Jean-Jacques. Imaginaires du politiques. Paris: Ellipses. 2001.

No hay comentarios:

Publicar un comentario