Colección Digital de Poesía Hesnor Rivera (II)

Maracaibo, 2008
 Un prólogo, un millón de libros
Por Milagros Mata-Gil de Carnevalli Villegas

I.
¬Desde que soy lectora, quizá más de cuarenta años atrás, los prólogos los leo al final del libro para ver si en algo se corresponden con la realidad y en toda esta vida tan larga y tan intensa, creo haber escrito tres o cuatro. Uno de ellos, lo confieso, por lástima.
Es diferente tener que escribirle un prólogo a la obra de Valmore Muñoz Arteaga, a quien conozco sólo virtualmente. Me llamó la atención desde sus primeras publicaciones en Facebook, este espacio de encuentros y desencuentros, la tersura y la delicadeza de un lenguaje que muchos suelen confundir con el erotismo. De hecho, pienso que el erotismo, y no me refiero al simplicísimo hecho de hacer el amor, es una obra de arte. El entrelazamiento de dos cuerpos humanos busca afanosamente el día posible en el que fuimos andróginos. Escuchar el sonido de los ríos de sangre confundidos uno en el otro permite también soñar. El placer es tan maravilloso, las alucinaciones, la música de las esferas, que por unos momentos brevísimos nos permitimos ser dioses. Pero es imposible expresar todo lo que es el erotismo en palabras.
Así que comencé a leer la gestación de Itinerario de la soledad y el deseo, con curiosidad intelectual y personal y con un inefable placer que para nada tiene que ver con un very hot for me que escribí alguna vez. Lo que leía era la magnificación del lenguaje, de la lengua, si se quiere, en una mezcla de prosa y poesía donde la relación macho/hembra se transformaba en un espacio único, irrepetible y fabuloso.
Valmore Muñoz Arteaga es profesor universitario en el Zulia. Por una parte, gracias a Dios por eso, porque si de los miles de estudiantes que le tocarán en suerte si llega a mi edad, es posible esperar que surjan dos o tres grandes poetas. Es un lector voraz, un difusor de la lectura y la literatura y un padre de familia ejemplar: grande y corpulento como la gente de su tierra, conserva la sonrisa del niño. Por otra parte, es un hombre comprometido con este país que nos pretenden arrebatar de las manos, asunto que, de verdad, no tiene cabida en este texto.

II.
Confieso que el erotismo tuvo en mí una época de fanatismo y no adolescente. Fanatismo literario. Fanatismo académico. Eso, por no contar mis aventuras adentrándome en territorios de la tierra más verde. En principio, me llamó la atención que los escritores latinoamericanos fueran tan puritanos en el tratamiento del asunto. De los ingleses y aún de los norteamericanos podía ser esperable. Pero de una tierra hecha de extremos sensuales, no me quedaba muy lógico el asunto, hasta que recordé nuestra rígida educación religiosa y familiar. Algunas cosas comenzaron a cambiar a partir de la década 40 del siglo pasado. Y fueron cambiando con la misma timidez con que los lirios se abren día por día, a la misma hora. De paso, las flores de nuestro entorno son tan bellamente eróticas, que eso de las rosas y las azucenas me parece exotismo: una cayena, por ejemplo, con su descaro abierto a la luz tiene mayor carga erótica que muchas tímidas flores europeas.

III.
El asunto de la cayena no es casual. Valmore me cambió la consonante y de pronto decidió reunir sus tres libros en uno. Dije sí por costumbre. Pero de repente me vi en el compromiso de buscar donde fuera lo que no había leído y entré en la etapa del deslumbramiento poético, especialmente en el caso de sus últimos textos, que conservo en la computadora. Yo no creo que un libro sea suficiente para contener lo que llamamos literatura, aunque tenga ilustraciones y sea lujoso. Porque la literatura, como el erotismo, requiere de más de una persona para consolidarse.
No soy amable, ni dulce, ni sirvo para halagar a nadie. En mi vida entera, he encontrado dos grandes poetas jóvenes y uno de ellos es Valmore Muñoz Arteaga. Espero que su vida logre crecer como el árbol junto a fuentes de agua y dar fruto abundante, pulposo, quizá con la consistencia del durazno, tan delicado por fuera, tan aterciopelado y provocador, y tan dulce y jugoso por dentro.

IV.
Como he debido dejar claro, no tengo experiencia en realizar prólogos. Debí haber mencionado obras que a mí me parecen emblemáticas y pioneras en el tratamiento erótico: El bosque de los elegidos, de José Napoleón Oropeza; La favorita del señor, de Ana Teresa Torres, y Percusión de José Balza. Alguien me recomendó un texto de Andrés Mariño Palacios, que antecedería todo esto. Y la familia de un poeta merideño me mostró unos hermosísimos textos eróticos, bajo la promesa formal de ni nombrar al poeta, ni publicar los manuscritos. Cumplo. Pues. Este poeta es más o menos contemporáneo de Mariño Palacios.
Así que Valmore Muñoz forma parte de una tradición de poetas subrepticios y subversivos, por fortuna superados sus secretos por la tecnología. Lo demás, obviamente, lo dirán los lectores.

-o-

¿Acaso estoy deseando penetrar tu cuello, tu vena, succionar tu sangre, saborearla, y encontrar así tu muerte, regártela, ser eterno? ¿Qué es lo que me está pasando, Sylvia?, ¿qué me habéis hecho, maldita? Estoy temblando. Sudo sangre. Mi mano conserva el olor de tu vagina, de tu saliva, de tus sudores. ¿Es esta tu pesadilla o la mía?, no lo sé, pero siento que camino hacia la destrucción y no puedo, y no quiero, evitarlo, ¿por qué?, será tu belleza demoníaca, y la belleza, ya lo dijo Nerval, es la primera expresión de lo terrible. ¿Hasta dónde seréis capaz de arrastrarme?
Norberto José Olivar
Morirse es una fiesta


Tú me amaste Silvia. Yo amé en ti el desafío
a la sombra que se antepone al bosque.
El desafío al bosque que se antepone al cielo.
Nos amamos y era allí en el amor donde comenzaría
esta desaparición que nos anula
Hesnor Rivera
Silvia


Si ahora recapacito y me pregunto para quién lleno estas páginas, quién tiene tanto poder sobre mí como para exigirme confesiones interrumpiendo mi soledad, debo pronunciar el nombre de una mujer querida, que no sólo sintetiza gran parte de mi existencia y de mi destino, sino que puede incluso figurar como estrella y símbolo sumo, por encima de todas las otras cosas
Hermann Hesse
Gertrudis


1
Sylvia, en el silencioso encanto de tu entrepierna fluctúa el boscoso laberinto húmedo donde se adormece mi lengua entre el fragor de la sangre sencilla como un rumor de espuma. Frente al vértice de tus piernas, subo a beberme tus signos incontrastables. Subo a saborear las secreciones que corren hacia el infinito entre esta fiebre extravagante de tu cuerpo y la muerte depositada al final del día cuando debo huir de las tormentas, de tantas miradas borrachas y sin nombres.
Cierro mis ojos para perderme entre cada palpitación de tu sexo. Cierro mis ojos para existir entre las apariencias. Entre esta dolorosa existencia diaria. Entre tanta luz y tanto sol. Cierro los ojos y me aferro a tu cintura desnuda, abierta, solemne, agitada por el roce, por el sudor que se me escapa. Y vuelves a palpitar ansiosa, hambrienta de mi sangre, mientras bebo de la tuya en un pacto olvidado entre las sombras del tiempo.
Sylvia palpitante y sangrienta. Sylvia de piernas duras, de noches terribles, de largos insomnios, de demencias y alucinaciones, ábreme el laberinto de tu vientre para depositarme y esconderme, para beberte los ríos que te recorren, para saciarme de fantasmas y demonios. Sylvia, nuestra Sylvia. Dame, a través de tu cuerpo, tus rincones más íntimos. El eterno veneno de tu oscuridad infatigable.

  
2
Necesito libar de tu lengua, Sylvia, el pesado cansancio de esta muerte que me anula, el secreto deseo de deambular como demonio enloquecido por la sutileza resbaladiza de tu vientre. Murmurarle sombras a la dureza de tus senos desde el nudo en que se vuelve mi boca entre los vellos de tu cuerpo.
Ansío prensar el color de tu piel con mis dientes acostumbrados a morder la humedad de tu ausencia, desatar las furias como red sobre tu carne desnuda y profunda, donde me pierdo incansablemente entre mis sueños y los papeles en blanco que lleno y lleno con tu nombre espectral… Sylvia… Sylvia… Sylvia.
Codicio penetrar en el temblor de tu sangre. Beberme la líquida tensión dispuesta en tu vulva hambrienta que me traga de cuerpo entero. Te codicio Sylvia como lengua oscura, como recuerdo lejano, como sombra sin sol.
Ansío desnudarte, Sylvia, con los ojos abiertos y la diligencia de mis manos. Libarte. Prensarte. Penetrarte en el centro de la dulzura salobre de tu desnudez. Asirme. Fustigarme. Beberme confundido en la leche que te mana del deseo, confundido con las vidas que abandono sobre tu cuerpo, confundido con mis manos que te amasan hasta morirme en tu cansancio reposando entre tus pechos tibios definitivamente agitados.


3
Me besaste, Sylvia, y tu beso se abría en mi lengua como un follaje ensanchando mi tristeza y mi espanto. Hundiste tu lengua profundamente hasta vaciarme el espejo enterrado en esta tierra baldía que voy siendo, hundiste tu lengua vaporosa para bautizarme lejos de la luz divina. Hundiste tu lengua y yo me hundía en ti, entre estertores desesperados, asfixiantes; entre un brote inclemente de fluidos.
Me diste a beber alcohol consagrado por la piel donde se multiplican los veranos. La llama me dejaba contemplarte tendida y dura sobre las piedras de la infancia. Me diste a beber tus líquidos desde tus pezones templados por el silencioso andar de mi lengua, tus pezones que se abren alegres a mi boca que los desgajan con la sutileza de la seda.
Me besaste Sylvia y estabas desnuda tumbada sobre la mesa, mientras me ofrecías la vasija de tu vientre. La inteligencia de tu desnudez regaba desde tu ombligo el vino dorado vaciado en las hebras de tu pubis para catarme como en una ceremonia antigua, el estampado sudor de tu cuerpo.

 
4
Tuve necesidad de fugarme, de desaparecer, de borrarme de la realidad como relámpago que nombra en medio de la noche el orden de los demonios pendientes de las ramas de los sueños, como un grito que salta de pronto de las palabras y sus hábitos.
Tuve necesidad de abstraerme, de olvidarme, de negarme, de hacerme pozo de agua en el equinoccio de tu carne, de sentarme en la oscuridad para nombrarte Sylvia, extraña amiga desnuda en la memoria de mi lengua.
Tuve necesidad de ti -mujer infinita- de tu silencio obligado, de tu voz desordenada, nerviosa y suave, de tu aroma a lluvia nocturna, de mis ansias por dormirte entre los dientes de la muerte mientras desabrocho mis ríos en las puertas de tu empapado territorio vaginal. Mis ansias por penetrarte la absoluta ignorancia de tus estremecimientos que pretendes fingir a tientas entre el polvo de los libros que nos observan desde su silencio lleno de tiempo y resurrecciones.
Tuve necesidad de volver a ver Manhattan, una y otra vez, mientras esperaba el anhelado regreso del fuego de tu nombre. Tuve necesidad de verla para que aparecieras como siempre entre el blanco y el negro, y así perderme definitivamente por las veredas de tus senos endurecidos por los besos que caen alegres sobre la ciudad de tu pecho.
Tuve tanta necesidad de escuchar el líquido sonido de tus besos entre las notas sensuales de la Rapsodia de Gershwin que apenas pude esgrimir tu nombre sobre los dominios de tu cuerpo en donde puedo conciliarme con el desvelo de la realidad.


5
Te ofreces obligándome a recibirte. Me dejas sin opciones. Nuestro secreto es un sello terrible, un pacto nacido desde la piel que se desborda por los ojos. Te ofreces como tierra despoblada abriéndome tu cintura sobre la arena. Abriéndome tu cuerpo como canto de hoguera encendida, donde siempre vuelves ante el brillo desnudo de mi carne con la cual te cobijas cuando te viertes sobre mis manos encalladas en esa zona de resplandor desdoblado.
Yo te recibo hambriento de la claridad de tus ojos abiertos al consuelo de tu existencia. Al silencio con el cual penetro tus siete estaciones. Yo te recibo enloquecidamente, mientras me alojo con todos mis demonios en tu sangre que gira sobre sí misma como animal desgarrado por sus propias furias. Te ofreces y te recibo. Me consumo desnudo en tu festín sangriento. Me desenfado sobre tus temblores febriles y escucho cantar tu cuerpo y canto con él para recordar las formas de las cenizas incorporadas a este ritual de imaginerías mortales.
Sylvia te recibo y en este último aliento vomito mis principios, mis valores y mis finales. Te recibo de espaldas a la cruz con la muerte colgándome de los labios.


6
Estabas echada, Sylvia, sobre aquellas lejanas latitudes. Una sombra de espinas cubría tu cuerpo y rasgaba tus senos firmes. Los ríos de sangre que se desprendían del llanto de tus heridas corrieron hacia la punta de mis palabras entrecortadas para no andar a solas, para no enloquecer de sed y de hambre.
Conocías muy bien mi antiguo designio. Sabías de sobra que mi alma, ya perdida entre las sombras, era profunda como el pozo de orgasmos que sacuden tu vientre. Entendías que la flor negra abandonada como viejo fruto sobre la presunción de la entrega era la hoguera donde van a quemarse mis palabras y mis labios despojados de divinidad para acoplarse al acompasado ritmo que emite tu carne viva.
Sylvia hecha jirones dentro de los ecos de la noche, sabrás quién soy por las marcas que deja mi pecho sobre tu pecho ensangrentado. Sabrás cuál es mi procedencia por la danza que improvisa mi lengua sobre tus heridas abiertas donde colapsa el deseo.
Y yo sabré secretamente cuáles son las señales que desatan las tormentas, las señales por donde husmean mis manos para retardar la llegada de los gritos más veloces, del martirio de tragarnos las cruces. De ajarnos la piel con las uñas. De acallar el día que comienza a golpear en la espalda. Estabas echada Sylvia desnuda y sangrante, seducida por las punzadas de cada espina. Estabas echada bajo mi cuerpo sin memoria. Mis hijos se derramaban sobre aquellas lejanas latitudes y yo me volvía, frente a tu mirada cansada, un pueblo vacío y llano.


7
Tu cuerpo se vuelve tormenta donde zozobra mi cuerpo. Soy naufragio. Incendio. Sangre de tu sangre.
Me devoras la cintura con tus piernas que no se sacian de apagar las velas, las lámparas, esta muerte, lo oscuro. Tu sexo me engulle hasta los sueños.
-Quédate quieta- te decía mientras me sacudía demencialmente bajo tu cuerpo. Tú sonreías como loca apoyándote en mis hombros.
Me enlazo a tu deseo contra las paredes de la noche en tu lecho donde me paseo desnudo sobre tu mundo desorbitado, temblando frente al espejo.
Fallezco dentro de tu cuerpo. Tus caderas como mar embravecido. Van y vienen… van y vienen… van y vienen. Me socavan y yo viajo sobre la constelación de tu sudor.
Tu sexo degusta alterado la viscosidad de mi deseo, el silencio en donde voy siendo niebla menguante sobre tu alegría y el silencio de tu cuerpo cansado. La estancia que retiene mi futuro.


8
Sylvia, tú me conoces. Soy la burla del desvelo que solloza a las puertas de tu carne impúdica. Me conoces bien. Sabes de mi condición de soplo desgarrado, de designio extendido en el arrobamiento de tus piernas abiertas a mi lengua con cruel lascivia.
La humedad de tu abismo no me permite resistencia. La melodía de tu hambre en el acto me arranca de raíz, me invade el sueño de espectros, de fatiga, de esta doble nostalgia por los cementerios.
Lanzada sobre la banca del parque tus muslos estrangulaban mis besos, allí te revelaste, allí me aprendiste. Yo ladraba sombra de árboles. Tú me lanzabas ráfagas de nombres extraños.
Nos devoramos, Sylvia, nos devoramos sin asombro, lejos de todos, en nuestro espacio secreto, en nuestra doble vida. Nos socavamos, nos iluminamos con luces de otro mundo.
Tú me conoces Sylvia, sabes de mi condición de temblor ahogado. Sabes de mi negligencia para negarme. Sabes de mi ebriedad orgánica.
Retornaré a ti. Tú volarás hacia otra parte, pero guardaré tu follaje en mis dientes y tu sexo perforado por la muerte. Repudiaré a los ángeles. Responderé a dios con tus gritos de mujer hecha férvida fuente chorreante. Perderé cielo e infierno, pero aguardaré puro como el enigma por andar nuevamente como copa sideral en la libertad de tu cuerpo eterno.


9
Eres puñal de pájaros. Rumbo incierto de esta suerte de música fratricida. Eres esa sutil perversidad donde ahogo mi cuerpo e incito a las cenizas negras que ondean en las frutas a agonizar en tus pechos erectos, inclementes y dulces.
Amo la rosa secuestrada por tus piernas. Venturoso puerto donde atracan mis desvelos y la profundidad de los árboles. Sylvia hecha venas en mis sienes, eres la espiga milagrosa. La llama que se bifurca sobre mis llagas expulsadas del cielo. Sylvia, sombra del paraíso. La desnudez más sabia, la muerte y la resurrección.


10
*
Me nutro de tu sangre, Sylvia.
Insisto en abrirme en tu boca,
perdí los recuerdos.
Sólo a través de la palabra te poseo.
Te nutres de mi sangre
por eso escribo y escribo y escribo.

**
Otra vez me arrasas
me bebes
me anulas
me vuelves a arrasar.
Y sigo esperándote
como siempre.

***
Me afano en pasearme por todas tus bocas
intensidad que ocultaba su sabor
a cópula y carne viva
como el triunfo de la sangre
en el encantamiento del viejo rito.

****
Festejo la promesa de tus senos,
me amamanto, me acojo a tu cuerpo,
transgredo la herida
siento tu reino en su propio peso.

*****
Me consagro a ti, Sylvia
al temblor del éxtasis.
Me niego.
Me hago peregrino de tu tierra
y pruebo de tu boca el aliento inextinguible.

11
De dónde provienen los óleos de tu piel. La mancha dorada dormida en el bosque derramado de tu espalda. La llameante conspiración de tu lengua, astro resplandeciente, leche de la noche que chupo bajo el oscuro temblor donde canta -colérica- mi sangre.
A qué instancia perteneces. De cuál precipicio de ebrios vegetales proviene tu olor de rosa feérica. De dónde tu cuerpo y tu sombra. De dónde tu aliento de paraíso dormido. Por qué me haces ingerir de tu cáliz para luego atravesarme el silencio con un centenar de puñales?
Ay! Sylvia, infernal ráfaga de fuego, de dónde has venido. Cómo haces para que me abandone en la soledad de un parque para volverme tejido doloroso de tu belleza demoníaca.
Quién soy Sylvia. De dónde proviene mi naturaleza. Esta trágica arcilla modelada por tus manos. Quién soy Sylvia. Qué soy.


12
Sylvia, tu mirada me conduce hasta el jardín del desespero. Tu mirada es plegaria infernal cuando estás desnuda. Intemperie del misterio. Oscura jaula donde me encierro para desaparecer del mundo, diseminarme en el crepúsculo de tus ojos.
Tus ojos son un rito maligno. Flagelación más íntima. Me das a beber sangre nocturna de tus manos y me alivias la lejanía. Tu mirada es un eclipse desconocido. Órbita de fuego. Manantial de bestias preciosas. Tu mirada me interroga sobre la lujuria con la cual perfumas tu cuerpo y me envenenas.
Sylvia -lámpara en el sueño- bailas desnuda bajo la lluvia la penetrante danza que decora mi sepelio.


13
Tu nombre desvaría en la vigilia de mi boca. Me das la espalda luego de haberme servido de los frutos y los jeroglíficos tejidos desde el inicio de los tiempos en tu carne. Ceñida. Dura como el hambre entregada a tu herida en el abismo de tus muslos. Quedaste tatuada en mi alma, esa maltrecha casa de nadie. Absorto. Frente a tu espalda muda, transpiro. Trato de soltar el equipaje de mi voz entrecortada todavía. Mi voz de brazos. Caminos transitados. Mi voz de boscajes marinos estacionados en los racimos de tus senos, bebidos hasta la última flama. Tu nombre me suena ahora a chorro de flor secreta. A cascada de sangre arrancada de las mismas venas del infierno. Sylvia, Sylvia, Sylvia. Trato de fingir serenidad hablándote de Bergman. De lo humanamente humano que se me torna a veces Pasolini. De mi encanto por Löuys, Bataille y Miller. Me descubres. Te inflas de transparentes víboras. Volteas a mirarme. Me conduces nuevamente al jardín del desespero. Ensimismado y perdido te nombro. Lanzas tu cuerpo sobre el mío como incoherente arrullo. Quieres reiniciar el descubrimiento de mis amuletos. Me das a beber del abismo de tus muslos. Me abro para iniciar un próximo sueño. Tu nombre desvaría en la vigilia de mi boca…


14
La sosegada felicidad con la cual fluyen tus besos de mis manos basta para reponer esta tristeza mía como sombra que traga pájaros ciegos. Vas quemando mi mundo, la mínima esperanza de morir se ahoga en las lumbres de tu cuello ofrecido a mis labios como secreta luna acerada.
Vas adueñándote de todo. Me rindo ante tu misterio que rueda sobre el polvo transparente de mis sueños. Me dejo someter. Tus besos fluyen desde el vientre indómito de la noche abrasándome la carne. Humedeciéndome el pecho que me brinca por los ojos.
Tu sangre no calla en la oscuridad de la muerte. Hierve en tus venas palpitantes. Descubres tus senos y con un puñal de luz vengadora los abres para que mane mortal sobre mis labios la sangre dormida en las flores por años sobre tu propia tumba. La bebo frenéticamente para romper la unidad con este mundo. Para entrar puro a la eternidad de tu cuerpo, de tu tiempo, de tu espacio.


15
Sylvia, espeso rubor de árboles te envuelve, madrugada negra donde se esconden las sagradas melodías de otros tiempos, el silbido de las serpientes que huyen de las grutas, de la lentitud radiante de las sombras. Eterno paraíso extendido hacia el ramaje que decora la puerta de la noche.
Vuelvo a ti de rodillas. Vuelvo al antiguo aire enclavado en tus piernas como cristal agitando el silencio. Vuelvo para abrir tus venas y dejarme seducir por la música que fluye de ellas, hondas notas nocturnas que desnudan su paso sobre la sequedad de mis labios sedientos.
Íntima música, Sylvia, la de tu cuerpo donde la vida y la muerte se me confunden en oscuro delirio. La geografía del fuego que te posee se propaga por mi espalda y mi pecho.
Tu sangre me bautiza el alma como lengua maldita. El olor de tu sangre se fragmenta y hace nidos entre mis dedos. Estoy desnudo en tu oscuridad. Hazme un instrumento de tu placer inconfesable.


16
Lenta e impecablemente me llenas el alma de lobos alucinados, de gusanos bebedores de memoria. Me llenas de tu rostro y transparentemente caigo en la búsqueda de tu piel.
El silencio bulle, me aflige no encontrar tu rastro, en sueño desesperado te ofrendo la frescura de mis venas rebosantes de vida. Sedienta, extiendes tus brazos desde la sombra. Sin piedad alguna me arrastras entre cadáveres malolientes obligándome a mirarme frente a frente.
Tu risa de fuego secreto me espanta. Me conjura a un tránsito ciego. Me muestra el fatídico tiempo de los vivos desangrándome, desvelándome…
Tras las láminas puras de la muerte -lenta e impecablemente- me besas con tus labios enrojecidos. Me besas. Me llenas de demonios liberadores. Legión -borde de la noche- hazme sucumbir. Cólmame de tu placer abierto en su vientre. Satisfazme de tu hija que me viene en sueños. Tu Sylvia, río de oscuridades, música de la noche. Inmólame en su piel. Ofréceme en holocausto eterno. Acepto mi destino con delicia, acepto mi muerte en su vida. Ese es mi destino, ser cáliz del retorno.


17
Tengo miedo de tu ausencia, Sylvia. Miedo en el pecho que grita como un árbol de sangre. Un soplo de secretos. Miedo de no sentir el vacío respirando bajo tus senos. De no sentir tu herida cavándome en las entrañas. Por eso bebo. Te bebo desde adentro. Bebo hasta la raíz de tu doble naturaleza. Que nuestro linaje camine junto para vencer a la vida, para permanecer en la noche. En su oscuridad de fuerzas ocultas. Necesito permanecer como sombra sin dueño en la noche contigo. La eterna noche que no amanece y se profundiza en tu cabello hecho de collares de tormentas oprimidas en mi corazón. Necesito vagar por tu espesura espesa para borrar este miedo a deambular solo por las estaciones del tiempo. Conduélete de mi pobreza y abre tus piernas para aferrarme al perfume incandescente de tu vulva y naufragar en tus fluidos divinos. Expande sobre mi piel las llagas de tu amor. No me abandones en la luz. No me dejes olvidado en la luz.


18
Sentado trato de volver, Sylvia, a las cenizas fantasmales de tus catástrofes más antiguas, a la suave sombra de tu cintura, esfera donde giran los infiernos, que me golpea perdida entre relámpagos. Al significado del lomo de las tempestades -esparcidos delicadamente por la sangre del cielo.
Sobre las cosas que pasaron detenidamente frente al silencio de los árboles deshojados, frente a los años que grité contra los puertos de las inevitables partidas.
La convicción de tu desnudez hacía discursos frente a mis manos preparadas para la batalla del exterminio absoluto.
Le preguntaba a tus senos acerca de su alegría de cantar sobre las hojas quemadas en mi lengua, sobre las caricias que solía cultivar como menester de sombra, apenas en el instante en que me abrías el océano de tus piernas. Sobre los patios por donde rodábamos entre besos equivalentes al cielo tumbado en tus ojos.
Acostado trato de oler la fragancia encantada de tu sexo después de la reinvención del fuego; después de que las barbas del goce dejaran caer su fino pelambre sobre nuestras pieles esmaltadas por el sudor domiciliado en tus susurros de amante.
Trato de percibir el lecho revuelto por los demonios de la noche que nos gritan sus malas costumbres.
Repaso en tu vientre la superficie del enigma dibujado desde el vacío por el viejo poeta mientras me mostrabas tus nalgas como catedrales absortas por los recuerdos que nos salvan de la muerte.
Desnudo, mientras duerme la muerte tras el espejo, descifro la suma de los cantares desprendidos de tu boca entreabierta cuando sorprendí en tu espalda el tiempo de la ebriedad. Descifro, entonces, los cerezos inocentes que rebosan en tus muslos. Sin quererlo aprendí los idiomas de tu carne hinchada bajo la eternidad de mi lengua, tendida con la furia y la rabia sobre la profunda selva dejada por los ángeles en tu centro vital de mujer incendiada entre las tinieblas.
Me pides Sylvia que me sumerja en ti para reconstruir el tramado de los amantes, para hallar la manera clara y sin nombre de comer tus frutos, de hacerte girar más allá de los despojos del mundo, lejos de los ojos que rechinan debajo de la piel, escondidos entre el polvo de las palabras dispuestas como pesadillas todavía sangrantes en la memoria de los anaqueles.
Tu aliento que quema toca con sus brazos extendidos las paredes de mis venas por donde transita el amor que siempre tendrá tu boca.
Y fallezco, Sylvia, en pretérito retorno me vuelvo tiempo que siempre regresa a tu vientre para ser más que escombro en la memoria de los peces, para descubrir los deslumbramientos de la atmósfera de la muerte.
Siempre regreso a encontrarte entre las bellas sombras tejidas por la sed que repartimos sin descanso en nuestros cuerpos ya marchitos.


19
Sylvia la noche de tu cuerpo comienza en el mío, en el ritmo despejado de las frutas tibias que te nacen rompiendo la tristeza de mis domicilios invisibles. Eres silencio de espejo sin alma
Con tu lengua bautizas la sangre la inconsistencia de mi itinerario de fantasma, de rincón donde se delata la sombra.
Déjame iniciar mi respiración de tormenta en los suburbios más oscuros, en las calles que colindan con los antepasados de los magos, en el segundo de los árboles del patio cuando las hojas giran para celebrar la llegada del alba.
La noche de tu cuerpo me persigue en los insomnios en mi lucha sórdida para evitar la muerte, en la relativa seguridad de los asombros, en este deseo de naufragar bajo tus cabellos sueltos que circulan entre las cosas que más amo.
Déjame lamer la piel de los lagos, la superficie del anhelo, el rincón que encontré para amarte lejos de la mirada de los dedos donde transcurre el mundo. Déjame un pedazo de tu olor sobre la mesa luego de la cena de los ángeles para arropar mi desnudez, la parsimonia de volver siempre a tu imagen.
La noche de tu cuerpo es una fiesta, es un banquete perdido entre las ramas del deseo, de las cosas que pasaron, de los recuerdos que vuelven siempre, de la luna de París lavando su cara en tu vientre como si estuviera a punto de morir.
La noche de tu cuerpo rueda por encima de mi cuerpo. Tu noche y la mía desnudas jugando a hacer un océano de sollozos, tu noche y la mía la visión recóndita de la demencia tendida sobre las formas del fuego la puerta de todos los regresos.


20
Tu boca abierta a las avenidas de la noche me recuerda la sed de siglos detenidos en mi boca que te nombra en la oscuridad de estos días hechos cataclismos de jardines colgantes.
Tu boca, Sylvia, se abre para nombrar todas mis apariencias y los hilillos de ternura dibujados por tus labios asumen la existencia del horizonte hacia donde apuntan las crestas de los recuerdos. Ella, tu boca entre abierta, desata las olas que se nos atraviesan entre los mares de nuestras orillas.
Ella sabe lo difícil que me resulta fijar su presencia en los caminos ya andados por mis labios.
Si fuera mi boca tan joven como tus siglos desandados por los sueños, mucho más allá de esta necesidad de tomar las edades que me sobran y guindarlas en tus labios en secreto pacto de estanque mágico.
Pero el tiempo de tu boca y la mía ha pasado bajo el puente de las posibilidades horribles, ni las apariencias salvan esta lejanía de esperanza inaudita. Me detengo ahora en medio de la blasfemia para quemar tu cuerpo con mis ojos que despiertan sólo para verte desde mi edad de piedra en la que siempre florece tu presencia de alucinante regodeo, desnuda caminando desde la sombra donde oculto los instantes cuando te aprendo de memoria.


21
De repente me volví loco frente al pelaje sin brillo de las catedrales. En ese instante criminal tumbado bajo el árbol, cuyo perfume recuerda una vez más al fuego. Asustado en este naufragio ardiente del trópico te veo avanzar desde el final sorprendente de la muerte.
Mis pobres recuerdos se pudren uno a uno en silencio a tus pies. Abriste tus piernas mostrando el rostro marino de tu sexo. Ven a comer de mi –me decías Sylvia, acostándote sobre la mesa con esa mirada demente y seductora, que me recordaba los callejones y los caminos tejidos por las tormentas junto al lago.
Me ofrecías tus caderas con la ternura de las cosas simples, para encontrar el itinerario del placer desenvuelto. Levantabas las piernas para que pudiera sorber el vino agreste de la soledad.
La sencillez imprevista por mí de tus misterios me buscaba para comenzar las nuevas formas del tiempo.
Comenzaban a morir mis costumbres tras largos viajes por la profundidad de tu cuerpo, sobre él las escribía con la finalidad de trastornar la memoria, algún pájaro errático o sencillamente dejar grabados sobre tu desnudez de laberinto oscuro los gritos desesperados de esta soledad que sólo reconoce las cosas de este mundo por tu nombre.
Será entonces seguir esperando entre las sombras el momento de la entrega de tus frutos divinos, luego de tus insólitas fugas del territorio sórdido de los fantasmas.
Será entonces que estoy condenado a vivir en la fantasía de los bellos parques donde habita la desmemoria, las sombras de las cosas perdidas, entendiendo que las membranas del tiempo son indóciles recursos de la muerte, para recordarme que sigo vivo entre tantas bocas dormidas, para recordarme que sigo vivo y respirando la arena de los cementerios, que sigo infinitamente vivo y aferrado a esta realidad sobre los huesos de una libertad que ya no quiero.


22
Tu sonrisa tenía alojada en su blancura los ornamentos y los espejos de la geografía de la muerte. Ella cosía insectos de otros sueños en el patio bajo el múltiple árbol de las bestias. Se abría irresistiblemente a la desolación todavía hambrienta de los amaneceres más hondos. En tu sonrisa, Sylvia, germinan las plantas sobre la superficie alucinante de los lagos enmarañados en mis sentidos.
Clavo mis ojos en las lunas que giran en tu pecho, en su brillo embrujado por la sed todavía viva de mis manos. Reanudo mi oficio de organizar la muerte por dolores y aromas sobre la piel de los papeles blancos, de prepararme para una nueva embestida de tu lengua incansable y profunda.
De anotar tu nombre junto al espanto de las palabras que vuelven a disertar sobre la consistencia de tu sonrisa oculta tras las hojas de esta densa oscuridad horrible. Tu sonrisa me agobia, el fantasma de tu piel brilla todavía y corre desnudo sobre mi piel ajada incendiando los rincones con un mar de sangrientos bosquejos de tu retorno del borde infinito de la noche.
Cuando muera mi polvo se hará bosque de recuerdos poblados de tu sonrisa maléfica. Ascenderé a tu sombra y no volveré a cantar sobre el muro de los tiempos ni a repasar con mis venas los nombres que te dieron los gritos de los difusos eclipses. Todo desaparecerá con la noche menos tu inevitable sonrisa.


23
Alucinante temblor cae desde tus hombros como cascada que devora los días.
Todo en ti es temblor en el momento del naufragio, el instante casi eterno donde mi cuerpo vence tu fauna de sangre y te devora desde adentro como hambrientos fantasmas.
Deja que tus pechos ondeen a través de las ventanas sus sutiles transparencias. Déjalos recibir en su superficie de duraznos sabrosos los sollozos de la noche que se debaten entre mis dientes.
Nos hemos poblado de temblores, de mordiscos como aves misteriosas, de tu cuerpo, esmaltado por la hoguera, saltan las fibras de los días, de mi cuerpo, férreo combatiente, saltan animales terribles que aferran sus garras a la fiebre que nace en tu piel.
El temblor persiste como horrorosa fábula, como grito que aprisionan las fogatas. Tu temblor sobre el mío discutiendo salobremente sobre las partidas que no llegan, mientras desde la ventana abierta la noche anuncia, invicta, el arribo de nuevos cataclismos.


24
Cierro los ojos y tu pubis, Sylvia, se vuelve ánfora de efímeras espumas, se transforma en risa de pétalos caídas en mis manos para celebrar la vida. Tu pubis, dios que habita en mi pecho, va modelando las formas de mi boca, las peripecias que ejecuta mi lengua para que cantes desde tu otra vida el milagro de la sangre.


25
Tu cuerpo de espejismo se derrama
sobre mi soledad venenosa y fría
como sueño de sombra fallezco en el día
bajo el espacio sin nombre de tu llama.
Abro mis manos tras la abierta ventana
florecida como crepúsculo de tu alegría
mi soledad oscura clava en mi frente tus doce espinas
tersas como estas palabras de tiempo que te ama.
Sylvia cautiva, encerrada en mi historia
me hallo en tu vientre sonriente y perdido
como silencio que se deshiela en la memoria.
No sé si al morir morirás conmigo
no sé si asombrado seguiré buscando
no sé si este tiempo en vano ha transcurrido.


26
Te miro Sylvia sobre esta tierra triste. Te observo llegar desnuda tras el espejo de una soledad incandescente. Me traías tus senos como golpes de viento chocando con los tallos extendidos en mi boca. Me traías desde la piel del lamento tu aliento a durazno, a abeja nadando entre tristezas rotas.
Bajo el estremecer del soplo borracho de una guitarra sin tiempo me hablabas del destino de los poetas, de tu necesidad porque te enseñara cómo enloquece el pulso de la delgada espiga abierta a la madrugada. Qué puedo enseñarte? Acaso la vibración de una lámpara encendida sobre la muerte de los campos? O enseñarte que mi amor suda desde la lengua tibia cuando te nombran las mismas palabras desnudas? Quizás que mi corazón no es un músculo tan flexible como imaginé?
No puedo enseñarte nada, pero vuelvo a mirarte, Sylvia, acostada entre la sombra que desaparece. Vuelvo a interpretar en el horóscopo de tu espalda el acoso de la memoria, los giros de la sombra más infinita, el sabor a coral arrancado del mar recluido entre tus piernas abiertas al llanto encallecido de mis labios.
Vuelvo a las palabras derramadas en tu ausencia, vuelvo a la sombra a demorar la misteriosa pugna de tu vientre. Aferro mis dientes a tus muslos, al descanso de tu dorso, a tu cuello sin ojos, para demorar la muerte y su saliva rodando sobre mis piernas. Vuelvo a estar espantosamente ciego y no darme cuenta que tus noches pertenecen a otras esferas, que mi tiempo es tan solo un breve aroma en tu vida. Vuelvo a mirarte para llenarme de tus líquidos terribles y de mentiras que me consuelan después de todo.


27
Mis recuerdos son como candil encendido en la noche más oscura. Vuelan rápido entre la maraña sinuosa de este jardín de cosas imposibles. Sylvia, te recordé entonces entre las complicaciones más dolorosas, entre este silencio tan envolvente, este silencio cuya contextura se asemeja a tu presencia. Recordé mi mano escondida bajo tu falda abierta sobre la piel movediza del mar. Cómo mi sed abría sus brazos a tu boca pequeña, tan menuda, tan tentativa de caricia de pájaro que entusiasmado flota entre las capas del aire revuelto en una distante ternura de inviernos y campanas.
Recordé además cómo detrás de la noche en un espacio ligado a tus voces me forjabas las tentaciones que te hacen consentimiento de la sangre, de la sonámbula sombra transformada en tus manos en bosque encendido, en mancha de anhelo en mi boca, en virtud especial cuyos pies, rebaños de clima negro, van definiendo mi odio hacia las cosas vivas, hacia la oculta fruición de las palabras.


28
Mis ojos en tu cuerpo cuelgan como una canción de látigos avivando el hambre. Te recorren desandando los pasos apostados en tu soberbia desnudez por mi mano sangrante. Me vuelvo vértebra marina, hierba que crece en los alrededores de los patios preñados de ceremonias.
Sylvia, tu cuerpo me inunda me arranca de un tajo la libertad, me hace arquitectura de un beso apurado en medio de tus juegos crueles, de tus bostezos de cielo, de tu insistencia en hacerme nombrar todos los colores del placer que me arden en el pecho. Me llenas de otras vidas, Sylvia, de razones, de retornos, de un círculo que enseña sus entrañas a las bestias de tu vientre.
Te amo Sylvia como mar alimentado de insomnios, como ruido virginal revolcándose entre sirenas de luto. Te amo entre las redes de las partidas, entre las lagunas de la desmemoria. Te amo en el fuego del fuego, entre las desapariciones nocturnas. Mis ojos y mis manos se sentaban en la arena que orientan la lluvia más abajo de los lamentos oscurecidos en los esqueletos del tiempo.
Mis ojos y tus ojos se nombran y nombran las cosas domésticas comprometidas con el fervor de tu cuerpo, los elementales adioses de las partidas, la frágil esperanza de vivir un día más. Te amo en tu fragor de infierno en el tinte que pusiste al tiempo, en los sonidos que aprendieron a reconocer desdichas. Mis ojos programan las visiones inextinguibles, se preparan para la soledad y para el beso que dejará de sumarse a mi boca.


29
Me arrastras hacia los puertos donde se tienden las alfombras de las edades más antiguas. Hacia la oscuridad infinita perseguida por mí desde que me negué a las zonas donde sólo existe el silencio de dios.
Me estremeces, Sylvia bajo las ráfagas hechas barcas de puñal amargo en mi espalda. Me envenenas con el jugo de las uvas delirantes de tus senos hinchados por mis malos hábitos de hacer girar mi lengua sobre su piel diseminada en alfombra de voces delgadas y finas que desfilan desde tu boca hacia las piedras que bordean la orilla de los puertos.
Me despides completamente arrasado y con el alma fustigada por el vacío, mirando cómo transcurren las mañanas sin el sonido de la puerta que se abría siempre para repasar la piel dulce de tu saliva, para dejarme en los labios esa sensación que quema, me despides ahora en un interminable mar de fantasmas y cosas que pasaron.
Otra vez visito el lago a reencontrarme con las imágenes que poco a poco se van desvaneciendo, haciéndose invisibles frente a mis ojos y con ellas, voy desapareciendo yo.


30
Tumbada y desnuda frente a los espejos me prometías, Sylvia, las mieles de tu cuerpo breve. Copular hasta hacernos fango putrefacto. La dicha de flagelarme el pecho con la intemperie que me mira desde las hebras de tu pubis desabrochado en espasmos, en truenos de sangre sobre la cabellera de este apocalipsis de furias. Me permitiste entrar en ti a conquistar el silencio vaporoso recóndito en el alba negra, en la anegada herida de mujer donde nací como amante.
Conquisté el centro de tu oscuridad donde solía arrastrarme para abandonar los resplandores de la cotidianidad. Me permitiste cumplir la profecía de fundirme en tu sexo, de reconocerte por los estremecimientos que nacían de mis embestidas de delirio equinoccial.
Me dejabas penetrar en los laberintos, en los bebederos de tu piel sudada y misteriosa me dejabas ser hombre celebrando el milagro de sondear tu cuerpo.
Me permitiste leer una oda de Neruda sobre tu bien lograda desnudez:
“dice que sí, que no,
que no, que no,
dice que sí, en azul,
en espuma, en galope,
dice que no, que no”
Separabas tus piernas y me mirabas ansiosa
“No puede estarse quieto,
me llamo mar, repite
pegando en una piedra
sin lograr convencerla”
Tu vientre se agitaba con rapidez de lumbre columpiándose en el bosque
“entonces
con siete lenguas verdes,
de siete perros verdes,
de siete tigres verdes,
de siete mares verdes,
la recorre, la besa,
la humedece
y se golpea el pecho
repitiendo su nombre”


31
Después del amor, recurro a tu cuerpo aún desnudo para leer en tu carne el manual de las muertes secretas. En medio de este silencio, lejos ya el crujir de la cama, de las sillas, del escritorio donde reposan todavía poemas sin terminar, contemplo tu cabellera tupida de sudor, del irresistible germinar de alucinantes nostalgias.
Después del amor, el pasado vuelve siempre con sus ojos abiertos llenos de aguardiente de tierra, de viejas pasiones asomadas como fantasmas bajo el lecho donde hacía poco nos despoblábamos de fulgores.
Sylvia, después del amor, siempre tú incendiada y contradictoria, rehaciéndome la infancia, los antiguos amores. Rehaciéndome nuevamente con nuevos signos, nuevas señas, para desconocerte cuando vuelvas de ser parida por la muerte del día.


32
Sylvia, parece que fue ayer cuando trepaste como transparencia diabólica las raíces de este cántaro vaciado en mi lengua. Cuando me dejabas, llena de alucinante placer, acomodaba sobre los monótonos vocablos del olvido, las lámparas que divagaban dentro del estanque maravilloso, contenedor de tus líquidos, señal histórica de tu estirpe de mujer cósmica, de otras zonas, de otras razas.
Cuando contemplaba tu desnudez tan diferente, tan rincón donde se columpian mis deseos, irremediablemente comprendí las razones de tu sexo a hacerse alimento de mis labios, a transfigurarse en tulipán moldeándose a los caprichos de mi mano perdida inexorablemente bajo tu falda amplia y ligera.
Sylvia, los abismos llevan, desde la noche de piadosas fugas, todos tus nombres, todos tus olores, todo aquello que posees y socava mi salud.
Hoy cuando soy tan sólo cáliz de recuerdos, leo desde tus labios, condenados a la soledad de mis labios, cada una de mis dichas, de mis heridas de mortal enloquecido y cómo, tras el carbón desgajado de la noche, mi sangre se derrama sobre los sueños del extravío, mi sangre agreste que segrega naufragios ofrecidos a tu vientre como señal de mi entrega a tu naturaleza de astro sagrado.


33
Nos acostumbramos a abrigarnos bajo la sombra que se golpea entre las paredes de los recuerdos. Las palabras, de alguna manera soterrada, nos devolvían hacia las fisuras de la luz. Las palabras, siempre las palabras atadas insistentemente a la imaginación, esa brevedad dolorosa donde nos inutilizamos con las mortajas de la realidad. Cada una de ellas salía inflamada de tu boca a estrellarse contra el tiempo y su fragua, contra las promesas todavía pendientes.
La oscuridad te hacía tan transparente Sylvia, la oscuridad me hacía girar alrededor de tus cosas, de las apariencias, me conjuraba a repasarte la desnudez de luminosos fulgores. En esa oscuridad fijaba mi residencia, mi propia realidad de fantasma revelado entre la sonrisa vertida entre tus muslos hechos como tú de la savia de los bosques de las reminiscencias indolentes.
Mis raíces más humanas se extendían hasta tus pies descalzos como barcas, hacia el corazón del mar donde pretenden inocentemente palpitar junto a tu piel atisbada tras los nombres de los coágulos regados por el suelo de los sueños. Detrás de mis ojos tú y la oscuridad, la sombra borracha de tu cuerpo, las palabras brillando como constelaciones de fuego. Detrás de mis ojos los recuerdos y yo colgados en los peñascos donde se agitan sus cabelleras los honderos sin esperanzas.


34
Tu boca me trajo de paso por la muerte. La palpé entre el esplendor de las esmeraldas multiplicadas como manos de mendigos desmantelando el sudor atroz de la noche. Junto a tu cuerpo echado, aprendí a leer cómo respira la llama por el sólo movimiento de tu sombra desatada bajo las blasfemias y la sucia condición humana.
Tu cuerpo desnudo me libera Sylvia, tu cuerpo desnudo montando el desmedido fragor del mío. Tu cuerpo me enseñó el destino del hombre. Tu cuerpo, rama dorada de las partidas, es el emporio donde la llama arde siempre en la lámpara.


35
Entre los ramajes de la noche inmóvil nuestras sombras juegan a la armonía del agua, yo en tu cuerpo y tú en el mío.
Nos mojamos en nosotros mismos como cascada de cascada delirante. Rebaños de sudores bajan por tus senos firmes a la bahía de mi boca.
Tu cuerpo entregaba a mis manos su aroma y con él, frutas aparentaban la alegría del mundo. Tu cintura silvestre se contoneaba esculpiendo fuegos sobre el aire. Tu cintura daba forma a mis manos, se abría en espasmos vertiéndose en música sobre el universo. Ruedo entonces secretamente por tus caderas hasta toparme de frente con la delgada rosa escondida entre los eclipses de raros plumajes.
Mordías con tus uñas mis hombros en señal de aprobación esperando confundir al placer debocado en plena desnudez.
Tus piernas rectas se abrían como brazos amigos y aguardaban, a sabiendas que el tiempo es corto, que me enredara en los musgos de tu voz. Tomaba así tu pulso a través de tu voz embebida de sonidos metálicos, a través del temblor que se escapaba de vez en cuando y venía a descansar en mis temblores de amante agitado y furtivo.
Hago un inventario de tus quejidos, los voy acomodando con mi lengua en tus labios, según la profundidad de la caricia, ellos vienen apresurándose en distintos colores ardiendo entre los dos quemando la distancia que nos separa, alimentando el tiempo de la entrega. La noche sigue inmóvil, eterna. Llevo mi corazón hasta la hondura de tu desnudez donde me rehago como hombre, como ciudadano de una república innombrable. Me rehago, me reinvento ahogándome en tu risa apretada por mi beso.
La noche inmóvil nos bautiza bajo los túneles hambrientos; ahora pertenecemos a otras instancias, a otros pueblos revividos desde el olvido por el roce de tu cuerpo con mi cuerpo.


36
Sólo dentro de tu cuerpo he aprendido a vencer a la muerte, a hacerme eterno entre los rincones más oscuros de las palabras, de los sueños, de lo inmediato. Sólo en tu cuerpo, Sylvia, en tu cuerpo de océanos infinitos, logro aferrarme al horizonte de los estanques donde suelen subir los demonios a lavarse el rostro del azufre y de las lóbregas tormentas.
Tu cuerpo levantado de repente en mi memoria. Tu cuerpo y tus manos que me daban de comer abismos pertenecientes al corazón del silencio donde grito, desesperado, tu nombre. Sylvia… Sylvia… Sylvia… siempre socavando mis venas donde desapareciste un día para quedarte desnuda en cada una de las hojas que navegan solitarias por mi sangre.
En tu cuerpo, tanto los ángeles como los demonios, abren sus cuerpos para domiciliarse cada uno en el vientre del otro para susurrar las heridas de los amantes sorprendidos por los ojos ocultos de la noche. En tu cuerpo Sylvia descansan las ansias de mis goces carnales, el perfume de fuego sorprendente que cuelga como línea negra de Von Bayros sobre tus senos, en el estrépito de mis dientes en tus muslos abiertos a mi acariciado naufragio.
Sylvia, tu sexo invoca los incendios del agua, tu presencia me invita a explorar la seda de tus vellos ocultos como los tesoros piratas de la infancia. Sylvia, tu sexo me abre sus alas para volar junto a él hacia los puertos de donde se regresa del asombro de la noche que nos celebra en la lujuria extendida sin tregua.
Sylvia, sólo existo en tu cuerpo y en los dibujos de tu espalda que me abrasan la sed de mi boca. Me preguntas acerca de los susurros y las visiones sobre esta condición absurda de huir hacia ti cada vez que me respira la piel, cada vez que me despierta el deseo de tragarte, de saciarme en tus diluvios donde aprendí a descifrar la sonrisa de las fosas en las cuales descansa la antigüedad de los huesos.
En tu cuerpo supero el desamparo, en los suburbios de tu piel me aíslo del mundo. Cedo mi libertad, mis ojos abiertos, mi capacidad de entender sobre los destinos de las mareas que migran de tu lengua a la mía, de tu lengua que me toca y de la mía que hace nido al final de tu espalda donde gira mi porvenir marchito.


37
A través de la noche viertes tus hilos sobre los aposentos de mi deseo. Las membranas de tus ojos destierran una mirada y me mancha la piel, me cuelga un rostro suplicante en los párpados justo debajo del punto donde se origina el llanto.
Tu voz se transparenta entre los ecos del vacío cuando mi alma se hace nueva con el sólo rozar de tu piel que danza sin vestimenta terrestre y conquista mi silencio con susurros que queman y echan cimientos en mis ganas de sembrarte de trigos cada espacio sudoroso de tu vientre.
A través de la noche, Sylvia, mi alma se hace pelaje de animal sediento que te busca entre las sombras de un mundo destruido para sobrevivirme en este sagrado momento en que te bates a duelo salvaje con mi cuerpo henchido por el deseo de todos los hombres que ansían derramarse sobre tu espalda, sobre tus piernas, sobre tus sentidos enloquecidos que cantan el canto antiguo de los amantes.
Ese canto misterioso moviéndose cristalino entre las fibras de una solitaria playa humedecida por tu saliva de primavera naciente. A través de la noche murmuro temblando tu nombre, te llamo entre las ramas de los árboles que agito con el único fin de saberme vivo, de saberme ojo de tu carne vertiginosamente secreta, de saberme hundido en tu vagina para probar desde el pulso de la nocturnidad las frutas tantas veces deseadas, tantas veces imaginadas y registradas en mi desvelo.
A través de la noche Sylvia eres profundamente real como esta apariencia dolorosa que he inventado y me vuelve niño, adolescente borracho que tan sólo saborea la distancia, la desmedida distancia impuesta por la realidad. La realidad, la maldita realidad de cuerpo negro, donde la luna se para y deja su danza guindada sobre el cutis del lago.
A través de la noche Sylvia, a través de tu noche voy siendo, voy cuajando en grandes círculos, en luces que giran sin medida sobre los aposentos por donde nuestros cuerpos narraron la historia de las bocas entregadas a repartir los silencios de la carne, de nuestra carne tendida al trópico y que sólo a través de la noche cobran esa dimensión rutilante de los vértigos, de los abismos de la oscuridad más bella que nos cubre.

 
38

Bajo esta lluvia de ilusiones perdidas he reconocido que no tengo meta alguna más que caer como brasa sobre la demencia con la cual me dejo arrastrar hacia los espejos ubicados como sombras delirantes en los pasillos ya gastados de la memoria.
No tengo otra meta más que acariciar en el vacío la forma divina de tus senos, montañas boscosas donde han desaparecido tantos besos. Duros como esta certidumbre de perderte algún día. Tus senos subiendo y bajando mi pecho arando el camino de las esperanzas disipadas hace ya tiempo en esta soledad sin lámparas.
Tus senos, galaxias de sudores, ebriedades divinas de páginas enteras de Henry Miller arrancadas con mis dientes frente a los huéspedes del desvelo. Cuántos trópicos caben entre tus piernas. Zona tórrida. Calor sofocante. Tus manantiales calman la sed.
No tengo otra meta que arrastrarme por tu cuerpo, que sacudirme la sangre sobre tus labios, que chupar los rastros de la vigilia derribada en tu espalda, en tus nalgas macizas celebradas al tacto como ofrenda de viejos ritos, en tus muslos donde me siento a escribir con mi semen aturdido cada línea del Cantar de los Cantares para escapar de los sonidos del día de esta ciudad absurda y ridícula, negro animal de las frustraciones.
No tengo otra meta que desaparecer, fallecer, morirme en ti Sylvia, salvarme de esta vida de muertos, acogerme en ti, devastarme, enquistarme en tu piel de durazno caliente, arderme en tus venas y no mirar cómo se deshoja el tiempo. Desaparecer, hacerme invisible, despoblarme antológicamente, vaciarme de inutilidades, desprender mi aliento, morirme en ti, asfixiarme en tu vulva ebrio de aguas cristalinas. Agotarme, servirme como objeto de sacrificio, amarte entre las sombras que pasan. Volcarme senofágicamente sobre tu pecho, amamantarme con las vueltas de tu piel, con los giros de tus pezones tendidos hacia la aurora, untarte los labios con la punta hinchada de mi sexo, enmudecerme cuando miras hacia las bancas solitarias de los parques.
No tengo otra meta que ser brevedad en tu recuerdo.


39
Ocurre a veces que tu cuerpo viene gritando a través de los ecos trémulos del monte. Quién sabe desde cuando haces esto de azotar la sangre tibia que anuncia los retornos a la ciudad de los fuegos sagrados. Sucedía entonces que los astros venían a barajar nuestros nombres sobre la piel inmensamente oscura de la noche, venían arrastrando el desvelo con siete velas incandescentes sobre las tinieblas que danzaban en la tierra por donde pisábamos nuestra heredad humana.
Sucedía entonces, Sylvia, que venías derramando tus senos sobre mis labios, los derramabas sordamente sobre el hambre hecha espanto de siluetas marinas. Venías arañando con tus pezones las paredes del éxtasis, el charco donde arde la llama, el silencio donde respiran los cuerpos atados a la furia desesperada del viaje nocturno.
Ocurre que a veces tu cuerpo se desprende de las raíces que lo atan a mis sueños y fragmentos. La realidad me disipa el entendimiento en un manojo de caminos que no saben hacia dónde van. Tan sólo te siguen sin ojos ni preguntas. Ocurre entonces que me pierdo y soy feliz de no encontrarme, de no hallarme entre los folios de esta doble vida, de sólo reconocerme por los giros que hacen tus senos frente al viento, de reconocerme sólo en las palpitaciones quejumbrosas esparcidas por tu cuerpo. Ocurre entonces, Sylvia, que me he perdido.


40
El vértigo ha roto el límite, sacude sobre la piel endurecida de tus nalgas las anudadas ramas de la noche tocando las últimas puertas de este destierro de las plazas, de los estacionamientos poblados de caricias escondidas bajo las sombras donde se apagan los pasos de todos los fantasmas que vamos siendo. Sylvia, déjame decirte ahora desde el vacío, desde este momento al borde del final cómo la inocencia se abrochaba a las partidas entre las rosas del patio, entre la longitud del hambre proporcionada por tu cuerpo y la dimensión del desvelo de tu ternura oculta, déjame decirte que mi amor se hace en tus manos animal infinito, demencia de gatos florecidos en la arena, silencio de la memoria que palpita sus abominables recuerdos sobre un charco de cosas muertas y amores imposibles.
Sylvia, tus ojos organizan mis palabras según cómo vayan despuntado las caricias en tus piernas bajo la mesa, ocultas de las marañas ofrecidas por miradas ajenas a este secreto suave como las uvas, mientras las horas me cierran los ojos y tu sexo derrama sus aromas sobre mi boca desprovista ya de pensamientos íntimos y linajes sollozantes. Al final sólo queda tu nombre, sólo queda tu nombre y nuestras sombras caminando hacia los sitios marcados por nuestros encuentros, por el placer que nos aprendimos a escondidas, ocultos bajo la sombra que nos niega el sol.
Al final sólo queda tu nombre, sólo queda tu nombre y tu aroma jadeantes, el enigma de no saber si alguna vez fue posible o si tan sólo eres la vaga impresión del deseo persistiendo irremediablemente en el vértigo de saberte mía y haberte perdido.

-o-

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